PRÓLOGO

7 de agosto de 1983

La madre de Paul Muguruza bebía un café solo doble cada mañana. Lo calentaba tanto que siempre humeaba con intensidad. Acostumbraba a sorberlo para no quemarse la lengua, emitiendo un ruidito que rebotaba por toda la cocina color ocre. Sin embargo, aquella mañana sujetaba con dificultad, tiritando, un cigarrillo y miraba de soslayo el cartón de leche desnatada, de color blanco y rosa, herméticamente cerrado. Al lado del tetrabrik, la imagen impresa en una lámina de un muchacho de unos once años le devolvía la mirada, dedicándole una sonrisa bien amplia que dejaba a la vista un hueco triangular en sus dientes. El chico se había roto su paleta derecha trepando por uno de los grandes árboles del profundo bosque de Urkolazpi al comienzo del mes de julio de aquel mismo año.

El muchacho de la foto desprendía felicidad. Una alegría radiante como la que destilaba esos pocos días en los que le enviaban a casa, después del colegio, sin deberes que hacer. El aire optimista del niño mellado contrastaba fuertemente con la inscripción, también de tinta negra, que se alineaba en la parte superior de la fotografía:

Desaparecido: Paul Muguruza. 11 años.

Si lo han visto, llamen al 945-0900-1831-31

Paul había nacido en Urkolazpi. Por esa razón, los rumores e historietas del Campamento Silencio le habían perseguido desde pequeño, como un fantasma, igual que a los otros niños y niñas de su edad: que si había tenido lugar una matanza años atrás, que si los cuerpos se habían integrado con el suelo del sótano y se habían transformado en muertos vivientes, que si para entrar había que descifrar el acertijo ideado por un loco, que si los espíritus malditos de los niños y niñas del hospicio habían invadido la casa, que si funcionaba como correccional para esos niños y niñas, que si alguien lograba entrar le caía una maldición de por vida... Eran demasiados los chismorreos como para mantenerse de brazos cruzados y no husmear. Sobre todo cuando uno pasa de frente casi cada día, tiene once años y un laaargo y aburrido verano por delante.

Por eso, Paul y sus dos amigos llevaban todo aquel agosto asomando la cabeza —todas sucias, con barro y hojas encalladas de la espesura del bosque— por encima de la valla del viejo campamento. Cada anochecer, justo antes de que el sol se pusiera, Mikel, Joseba y él mismo dejaban el lago, atravesaban el bosque y se retaban a llegar al cercado.

—Venga, tío, hoy te toca a ti —instó Mikel empujando a Joseba. Este apoyó el pie con dificultad en el barro, tropezando con la chancla. Tuvo que agarrase a la fría barra de hierro que completaba la verja de la entrada.

Ezta pentsatu ere! Hoy le toca a Paul. Fue idea suya venir. Siempre es idea suya y siempre se libra. Así que ¡ni de coña! —dijo señalando a Paul con el ceño fruncido.

—Vale, vale. Está bien... —accedió Paul levantando las dos manos a modo de concesión. Sacó la lengua a sus dos amigos y comenzó a trepar la verja, agarrándose a la hiedra que había crecido a su alrededor—. Vaya par de miedicas. Kakati bi zarete eta kitto —masculló después de tocar el suelo de un salto.

El Campamento Silencio llevaba clausurado más de una década. Estaba tan abandonado que parecía una vieja chatarra en ruinas perdida en el olvido. Aquel 4 de agosto, Paul no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba a punto de ocurrir. No esperó a que Mikel y Joseba saltaran el muro, directamente puso rumbo a la puerta del caserío escondido tras la maleza.

—¡Eh, tío! ¡Espéranos! —gritó Joseba, mientras lanzaba una piedra hacia el interior del jardín.

—¡¡Eh, Paul!! ¡¡Pauuul!! ¡Espera! ¡Itxaron, jolines!

Pero Paul no esperó. Ni siquiera miró atrás. Si lo hubiera hecho, habría descubierto el miedo en los ojos de sus dos amigos. Ninguno de los tres había llegado tan lejos en todo el verano.

Le faltaban apenas unos dos metros para rozar la desvencijada puerta de madera con la mano. Ralentizó el paso y alzó un brazo, preparado para llevarse un susto de muerte si aparecía algún fantasma cabreado. Cuando alcanzó la entrada, se giró por fin para llamar a sus amigos, que ya debían de haber pasado la valla oxidada.

—¡Eh, tíos! ¡Lo he conseguido! ¡He tocado la puerta! —Sin embargo, ni Mikel ni Joseba estaban en el jardín cubriéndole las espaldas. Ni siquiera estaban ya al otro lado—. ¡Vaya dos cagados! —refunfuñó.

Seguidamente, entrecerró los ojos, examinando la puerta como si esperara que esta le hablase o le confesase cómo entrar. No ocurrió nada. Solo se escuchaba la brisa del verano silbar al colarse entre las ramas del bosque. Paul tomó aire y se acercó todo lo que pudo. Miró con decisión la aldaba de la puerta y tocó tres veces. Con el tercer golpe, la madera se abrió y un escalofrío terrorífico recorrió la espalda del niño.

—Vamos, Paul. Tú puedes. No has venido hasta aquí para nada, ¿no? —se dijo para sí, empujando ligeramente la puerta. Acto seguido, entró.

El aire estaba cargado de un polvo que volaba de un mueble a otro y se posaba solo unos segundos para volver a levantarse después con la brisa templada y asentarse en otro punto de la estancia. Paul estornudó dos veces, se frotó los ojos y se sorbió la nariz restregándose la manga de la camiseta para limpiarse el líquido pegajoso que le resbalaba hasta los labios.

Continuó revisando el lugar, barriendo con la mirada cada ángulo que se iluminaba únicamente a causa de los últimos rayos naranjas del atardecer que se colaban entre las tablas de madera que tapiaban los vetustos ventanales. Al final del primer piso, una escalinata de otra época se erigía hacia las alturas. El muchacho se acercó muy lentamente, dejando que la curiosidad le pegase una patada en el estómago y le levantase los vellos dorados de la espalda, teñidos por el sol de sus días en el lago.

Ojeó la escalera unos segundos y sin pensárselo más, apoyó la mano en la barandilla. El chico aún no medía lo suficiente como para llegar a lo alto del pasamanos, por eso tuvo que agarrarse a una de las barandas curvadas que unían el suelo con la madera superior. Escuchó un clic. Un segundo después, un hueco escondido al comienzo de la escalinata se abrió.

—¡Ostras! ¡Vaaaya! —exclamó sin poder evitarlo, sujetándose a la escalinata para no caer—. Qué pasada. Así que sí que hay algo debajo de este sitio —bisbiseó—. Mikel y Joseba van a alucinar cuando se lo cuente.

Sin querer, había resuelto uno de los enigmas que habían engendrado las leyendas del Campamento Silencio. Lo peor era que estaba a punto de encontrarse cara a cara con el segundo. La trampilla que aparecía ahora al descubierto caía hacia el sótano, así que, con cuidado, Paul bajó un escalón, aferrándose al suelo con los dedos, y se coló por la cavidad. Cayó de bruces —al deslizarse no lograba hacer pie— izando una nube de polvo blanco.

Apoyó una mano para incorporarse y reparó en que un fluido viscoso le había manchado la palma de la mano. No solo eso, sino que algo duro como huesos se le clavaba con fuerza en las piernas y la espalda. Huesos humanos deshaciéndose entre carne en proceso de descomposición y la sangre seca.

«La curiosidad mató al gato», solía decir la madre de Paul cuando Paul se metía en líos con sus amigos. Sin embargo, el chico siempre hizo oídos sordos.

Horas después, ese 4 de agosto, Mikel y Joseba se hallaban sentados en el borde de una acera de la parte alta de Urkolazpi. Al lado de sus casas. La noche era oscura, habían pasado la una y media de la madrugada y sus rostros, llenos de lágrimas, se iluminaban por un azul y rojo artificial que provenía de las sirenas de dos coches de la Ertzaintza, la policía autonómica, y otro de la Guardia Civil.

A unos dos kilómetros de allí, atravesando el sinuoso sendero del bosque, los agentes de policía se habían adentrado en las ruinas del antiguo Campamento Silencio, localizando bajo la trampilla secreta, todavía abierta, el cadáver de lo que parecía ser una joven de unos dieciséis años. Tenía aspecto de llevar allí un tiempo, desde luego no diez años: uno o dos días como mucho. De Paul Muguruza, el niño con la paleta rota, ni rastro. Si logró huir, lo hizo con tanta velocidad que nadie pudo volver a verlo más allá de la foto que aparecía en los avisos de desaparecidos.

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