9. Amaiur. Tres conejos y una tarta
—Amaiur.
Ya era hora. La voz de esa camarada, la tal Enara Goikoetxea, se coló entre los cubos rodeados de porquería desparramada. El sol ya se había ido y el aire se había enfriado tanto que ni las moscas rondaban los restos.
—Amaiur, ¿estás ahí?
—¡Por fin, camarada! —gemí, mientras el estómago me rugía más fuerte que aquella vez que tuve que darle mi bocadillo a Ona, la vieja perra callejera del Fran. Así, sin chorradas, pensaba que Enara no iba a venir. A estas alturas no me fío ni un pelo de la gente. Todos prometen cosas que luego nunca cumplen. Es así: es la vida. O al menos esa ha sido la mía—. Pensaba que ya no venías, chavala. ¡Estaba que me comía hasta las uñas!
—Perdóname, que me han liado con una movida..., que si te la cuento... ¡Alucinas!
—Chachi, me la cuentas, pero después de meter algo en esta panza... —recalqué sujetándome las tripas, ya notaba cómo se me sacudían por dentro. Odiaba esa sensación en la que el hambre se volvía tan chunga que se cambiaba por las ganas de echar la pela.
—Anda, vamos... —respondió, poniendo los ojos en blanco.
Vale. Puede que al hambre se le uniera un poco de culpabilidad. Enara se estaba portando conmigo. Parecía una camarada de palabra y yo... bueno, sin chorradas: que no había ido yo a buscar comida al campamento. Vi que alguien se colaba por la ventana y no me quedó más remedio que fingir que lo que hacía era rebuscar entre los restos. ¡La camarada me pilló in fraganti!
El Campamento de Modales pa Chicas había sido nuestro objetivo todo el verano. Bueno, no mi objetivo, exactamente. Más bien el objetivo del Fran. El Fran era... bueno, el Fran. No llevaba mi sangre por sus venas, pero como si la llevara. Cuando con ocho años te abandonan, la vida se vuelve muy jodida. Lo peor de todo es que nunca llegas a entender qué pasó exactamente. Una mañana me desperté, salí de la cama y después ocurrió toda aquella parafernalia de la que hubiera preferido olvidarme y no había podido. Al final siempre el resultado había sido el mismo: vacía de comida, de cosas y de padres.
Fran me encontró cuando estaba al borde del abismo, desnutrida, siempre muerta de frío, a punto de tirar la toalla y, desde aquel día en el que me salvó, hemos sido uña y carne. Si Fran me pide que le haga un trabajillo, como robar en el campamento, yo se lo hago.
Meses atrás me había contado su plan: según él, el Campamento de Modales pa Chicas de Urkolazpi iba de reformatorio y presumía de tener ahí a las chavalas más liantas del estao y de fuera del estao. Pero, en la práctica, era un campamento de verano pa niñas ricas que se portaban mal y que necesitaban un escarmiento que ni papá ni mamá se atrevían a darles.
Lo habían inaugurado el año anterior y se había estado quedando hasta con los detalles más pequeños: ninguna de ellas llevaba su ropa ni sus cosas. Incluso fingió pillarse por una camarada pa sacarle buena información. Le dijo que las monitoras guardaban sus cosas en unos sacos de esparto, pero que no sabía dónde.
Mi objetivo de la noche era encontrar esos sacos y llevárselos al Fran. Cambié de idea cuando Enara apareció. Pensé en dos cosas: la primera, que en realidad sí tenía hambre, porque Fran, la pandilla y yo llevábamos varios días sin comer. Y la segunda, si tenía que birlar algo a esas camaradas, mejor hacerlo de infiltrada y sin levantar sospechas. El Xavi Aramburu ya me tenía fichada, y robar un saco así, de buenas a primeras, llamaría demasiado la atención. No pensaba irme detenida en un cero con la pasma. Ni por todo el oro del mundo, ¡ni una vez más! ¡Y menos con ese poli cantamañanas!
—Se me cae la baba... —jadeé al notar el olor a chocolate con leche.
—Pues será ahora, porque la cena tenía una pinta que ni a las palomas de la ría de Bilbao. Espera. Shhh. —Situando un dedo en el trazo de sus labios, Enara me pidió que guardara silencio. Seguidamente, se encajó justo detrás de la puerta y echó un vistazo a ambos lados—. Vamos, entra. Aquí no hay ni dios.
Entramos en la cocina todavía con cuidado. Miré hacia atrás, hacia las frías baldosas de color blanco roto, esperando no haber dejado huellas con las suelas de mis zapatillas cubiertas de barro. Una hilera de platos sucios se apilaba sobre la encimera, con restos de comida no muy apetecible.
Todo parecía sucio y sobao, incluso la nevera, que se mantenía en pie gracias a largos e insistentes trozos de esparadrapo y cinta de embalar cortados con los dientes. Sobre el viejo armario, cojo de un lateral, las monitoras habían colocado una televisión pequeña y dos antenas de metal sobre un tapete de ganchillo amarillento. Justo al lado, una botella de Anís del Mono casi terminada.
Pasé la mano por la superficie de la mesa a medida que iba girando a su alrededor. Ahí estaba el origen de mi retortijón por hambre: descansando, esponjosa y virgen, una tarta.
—¡Al loro! —dije señalando la tarta de chocolate, nata y piña. Había visto cientos de ellas. Delante de mis ojos se habían esfumado demasiadas veces en la pastelería del pueblo. Hacía años, Fran me había prometido que algún día le birlaría una a la Martina, la pastelera.
—¡Serán cabronas las monitoras! Los dulces solo para ellas... y ¡¿eso es anís?! —Enara aceleró el paso y se colocó de puntillas al borde del armario. Alcanzó la botella a duras penas, la abrió y le pegó un trago largo—. Vaya espabiladas. El alcohol a buen recaudo. ¡Vamos! ¿A qué esperas? —apremió Enara con el gesto torcido por la quemazón del anís—. ¡¡Inaugura esa tarta!!
—¿En serio? Nunca he probao una como esa.
—¿Pero no decías que tenías hambre? Si no le hincas el diente tú, lo hago yo primero, ¡tú verás! Te aviso de que yo soy de las que cuando empiezo algo, no lo comparto, eh.
Me acerqué al pastel y abrí la boca: mordí el bizcocho con ansia. Cerré los ojos de alegría. Era la comida más sabrosa de la historia. En aquel momento supe que nunca otra comida me sabría de la misma forma. La nariz se me manchó de nata y en las manos se me quedaron algunos trocitos de chocolate pegados que lamí gloriosamente.
—Mmm... Enara, eztá wenísimaaa. ¡Pruébala, ya verás!
—¡Joder! —se burló esta con los pómulos rosados debido al anís—. Te has manchado entera, tía. Venga, mi turno. Dame un poco de ahí...
Cuando alargué la mano pa agarrar un pedazo del pastel, el ruido de una cuchara al caer me hizo brincar. Miré a Enara, que tenía los ojos como platos, alarmada. Las dos nos cogimos de los hombros, quedándonos quietas, igual que dos palos de escoba. Por la puerta entró una mujer, de espaldas, empujando un carro de metal. Moví los labios y tiré de Enara hacia atrás, procurando salir del campo de visión de la señora. Juntas, logramos entrar en un armario.
—Es la monitora jefa —cuchicheó Enara, sin emitir apenas voz.
La mujer tiró de una bolsa de plástico blanca cubierta de un líquido rojo que chorreaba sobre la baldosa.
—¡Y yo comiéndome la chaveta por si manchaba el suelo o algo! —susurré nerviosa.
Metió la mano en la bolsa y tiró sobre la mesa tres conejos que sin duda habían estirado la pata, y de una forma no muy agradable. La monitora abría y cerraba los cajones con ansia. De uno de ellos, extrajo un hacha bien afilada y algo oxidada en sus extremos. Y desmembró uno a uno el cuerpo de los conejos.
Todo me habría parecido de lo más normal si no hubiera sido porque mientras cortaba patas y sacaba ojos, la monitora decía con mucha concentración unas palabras de lo más raras. Y porque tras haber hecho pedazos a esos pobres conejos, se quitaba el sujetador pa empaparlo con vísceras y sangre. La cosa no acabó ahí, Enara se puso amarilla antes de pegar otro trago de anís: la monitora tiró de su propio pelo y se arrancó un mechón de pelo al que escupió.
—Qué mal rollo... —mascullé, sin poder quitar la vista de la monitora.
—Calla... —instó Enara—. No digas ni una palabra, si no quieres acabar como esos conejos.
La señora se esparció el ungüento por los brazos, recitó de nuevo algunas palabras y se comió el corazón de los tres animales. Crudos, aún calientes. Giró el cuello y la tarta de chocolate mordida por todos lados entró en su ángulo visual.
—¡Malditas ratas! —bramó, escupiendo saliva teñida de rojo—. ¡Remediooos! ¡Las ratas otra vez! ¡¿Dónde has dejado el veneno?! —La señora salió de la cocina, firme, y Enara me agarró del brazo y tiró de mí.
—¡Corre!
Corrimos hacia la puerta de la calle sin mirar atrás. Cuando salimos al aire fresco yo estaba a punto de echar la pela y la Enara parecía que iba a hacer lo mismo en cualquier momento, porque se sujetaba las tripas.
—¿Qué ha sido eso, Enara? —pregunté berreando, con el corazón en un puño.
—Es una bruja... —murmuró paralizada—. Asunción es una bruja. ¡Son brujas! Y no brujas del infierno, sino sorginak, de las de verdad.
—¿Qué bruja ni qué ocho cuartos, camarada? Se te va la chaveta ¿o qué?
—Que te lo juro... —Enara parecía haberse despertado de repente. Acto seguido, se sentó en una piedra al borde de la valla del terreno, entre algunos arbustos—. ¿No ves que antes he tardado en venir? La Disfunción nos estaba contando unas historias turbias que te cagas de una desaparición o algo así. Pensaba que eran idioteces, pero a lo mejor...
—No puede ser... —musité estupefacta, al caer en la cuenta de lo que acababa de mencionar.
—¿El qué no puede ser?
—Sabes lo de ese niño que desapareció hace cuatro años, ¿no?
—¡No! ¿¡Qué puto niño desaparecido!? ¡No me jodas, Amaiur!
—Paul Muguruza. ¿Y lo de la chavala?
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