7. Enara. La rata de pelo rojizo
—¡Mierda! —grité al darme cuenta de que estaba cayendo desde una altura mayor de la que al principio me había parecido. ¡Un clásico, Goikoetxea! Calcular mal todo: las jodidas distancias, las jodidas consecuencias, los jodidos castigos, ¡lo que fuera! Cerré los ojos, preparada para recibir el mazazo de la hierba húmeda y la tierra embarrada. En su lugar, toqué con los antebrazos una textura blanda y plasticosa. Apestaba. Mucho. Peor que ese puré de berza que parecía gustarle a Bihotz. Abrí los ojos y me encontré rodeada de montones de bolsas de basura acumulada—. ¡Pues vayaaa, mieeerda! ¡Y nunca mejor dicho! —Me reí de mi propio chiste antes de levantarme, sacudirme la ropa y despegarme del hombro una cáscara de plátano bien podrida envuelta en heno de cuadra.
Inhalé el aire fresco y eché un vistazo al cielo. Estaba anocheciendo y en el horizonte el sol se escondía detrás de una montaña verde menta salpicada por el amarillo de los dientes de león. Bilbao era todo lo contrario. Mirase donde mirase, desde mi barrio, solo alcanzaba a ver humo gris y una ría de agua marrón. Imaginarme pegando un sorbo de aquellas aguas siempre me había dado ganas de potar. A veces, cuando necesitaba salir de casa y olvidarme de mi padre, me quedaba colgada en la valla de la ría, buscando esos reflejos de arcoíris que aparecían entre el marrón, provocados por el fuel y la contaminación de las fábricas y los astilleros. Era mi tercer plan favorito, por delante de ese juego de mesa que me había estado cautivando últimamente.
En la primera posición de «mis planes para olvidar mi mierda de vida» estaba recluirme en los conciertos de Gaueko. Cuando me sentaba en el suelo, en mitad de la sala, sola, y apagaban las luces, me sentía libre.
En segunda posición estaba ir a Vistarama. En Vistarama había visto mis películas favoritas: Poltergeist y La noche del cometa.
Aquella sensación era nueva para mí. La de sentirme resguardada por el cielo abierto, el color rosa y naranja enrollado entre las nubes, el pasto verde y el sonido de los grillos frotándose las patas. ¡Cuánto había echado de menos el silencio! Nunca en la vida había sido consciente de que echaba de menos el silencio. Puesto que el silencio en mi vida no existía. Para mí, no existía ni el oxígeno ni el aliento en Bilbao.
Saqué un cigarrillo del paquete de Florida que había escondido en el calcetín derecho, y mi mechero plateado del calcetín izquierdo. Por suerte, Asunción no se había percatado de mis dos secretos bien guardados. Después, me apoyé en la pared y lo prendí. Cuando había conseguido acomodarme en la esquina, de pronto, entre los contenedores, algo se revolvió. Una rata, ziur. Eso fue lo primero que se me pasó por la cabeza. No me extrañó que hubiera ratas. ¡Estaba claro que toda esa basura no se recogía a diario! Lo raro era que no hubiera una plaga de asquerosas cucarachas.
Hice caso omiso y seguí disfrutando de mi cigarrillo. Pero otro estrépito volvió a importunarme. Asomé la cabeza por encima de las bolsas del fondo y, flotando sobre ellas, detecté una mata de pelo rojiza y revuelta.
—¡¡Joder!! ¡¡Qué es eso!! —exclamé de un salto, dispuesta a propinar un puñetazo a aquel roedor que se estaba atreviendo a robarme la paz—. ¡Pedazo de rata! ¡Ven aquí!
—¡Aaah! ¡Hostias! ¡Para, para! Que soy yo —Una chavala con el pelo muy corto y revuelto, y con los brazos levantados a modo de rendición, apareció entre el montón de porquería.
—Ay ama! ¡Qué susto me has dado! ¿Qué haces ahí metida?
Al comprobar que solo era una chica, volví a apoyarme contra la pared. Parecía más o menos de mi edad, aunque con peores pintas que yo. ¡Y eso ya era difícil!
—¿Tienes uno de esos, camarada? —preguntó, mirando mi cigarrillo, mientras se escondía el cabello corto que le caía sobre la frente y por detrás de las orejas.
—Claro... —le ofrecí un cigarro, pero antes de que pudiera alcanzarlo, lo retiré—. Te lo doy si me dices qué haces rebuscando entre la mierda.
Me extrañó comprobar que parecía avergonzada. Bajó la mirada y suspiró. Despegó los labios un par de veces antes de decidirse a hablar.
—Chachi, camarada. Pues... buscaba comida, ¿me entiendes? —respondió queriendo recuperar las agallas, porque era evidente que no le estaba haciendo ninguna gracia confesar que rebuscaba sobras de comida.
—Vale, vale, si yo no digo nada... —sonreí de medio lado. Lo cierto es que su genio tenía chispa—. No eres del campamento, ¿no? No me suena tu cara de haberte visto antes.
—¿Tengo pinta de serlo, camarada?
—Pues la verdad es que... —Evalué a la chavala: zapatillas J'Hayber sucias de barro, vaqueros rotos hasta la cintura y chaqueta de ante marrón. Chaleco vaquero con las mangas rasgadas y, lo peor, un moratón en el pómulo con muy mala pinta. Una delincuente. Una calavera en toda regla que, además, escarbaba entre la basura—, es que sí. ¡Tienes aspecto de necesitar un campamento de modales! ¡Qué quieres que te diga!
El aire se quedó paralizado unos segundos. Ella me miró, sin disimular, a los ojos, y yo hice lo mismo con ella. El silencio, cargado, se podía cortar. La brisa ondeaba entre nosotras. Sin más, se desató en ambas una estridente carcajada que duró demasiado tiempo.
—Shhh, vamos a bajar la voz, que me he escapado.
—Bueno, ¿me lo das ahora o qué? —dijo esforzándose por relajar el gesto.
—Sí, toma, anda. Y deja de buscar en las basuras. Si lo que quieres es comida, yo te meto en las cocinas cuando la basca termine de cenar.
—¡Cómo te enrollas! ¿Harías eso por la menda?
—Por qué no —respondí, encogiéndome de hombros.
—¡Te enrollas cantidá!
—Bueno, la comida da bastante asco. Así que igual no me tienes que dar las gracias... Yo solo te aviso. —Le lancé el mechero de plata y encendió el cigarro, aspirando todo el humo para retenerlo durante varios segundos en los pulmones antes de expulsarlo. Después, se acercó y me devolvió el mechero, jugueteando con los pies mientras removía la tierra—. Bueno, y ¿puedes decirme tu nombre o de eso tampoco te gusta hablar?
—Mucho quieres saber tú... me parece.
—Venga, hombre, ¡qué mínimo que saber el nombre de la persona por la que voy a cometer un crimen! Me refiero a robar comida —aclaré al ver que fruncía el ceño como si, de improviso, le hubiera parecido que me refería a algún otro tipo de delito.
—Amaiur. Me llamo Amaiur. ¿Y tú?
—Enara Goikoetxea. ¡Chócala! —Levanté la mano y ella tocó la mía con el puño cerrado.
—EnaraGoikotxea, ¿to junto?
—Solo Enara está bien. Perdona, es que lo del apellido... Estoy acostumbrada a tener que decirlo casi de carrerilla.
—¿Y eso?
—Por mi viejo...
—Bueno, en mi caso no hay problema. No tengo viejos. Así que se acabó la mala costumbre de decir mi apellido detrás de mi nombre.
—Joder, lo siento.
—Estoy acostumbrá —respondió despreocupada—. Bienvenida a mi vida: no tengo padres, revuelvo en las basuras y le robo pitillos a la gente que se porta chachi conmigo.
—Bueno, cada una tiene sus costumbres, ¡qué te voy a decir yo de eso!
Milagrosamente, Amaiur se rio de mi broma. En ese instante, me cayó todavía mejor.
Le di la última calada a mi cigarro. Lo había apurado tanto que me chamusqué los dedos y tuve que soltarlo en un acto reflejo. Lo aplasté con el pie y me quedé en silencio durante unos minutos, volví a contemplar el cielo, que ya se había entintado de un negro azulado, dejando al descubierto algunas estrellas, la luna casi llena y las últimas nubes, que, en ese momento, se habían transformado en un lienzo rojo cereza.
—Venga, pues... Espérame aquí mismo, ¿vale, Amaiur? —le pedí, colocando un pie sobre la piedra del caserío, preparada para escalar hasta la ventana de la cocina—. Vuelvo a por ti en un rato. No te muevas, ¿estamos? Subo antes de que me echen de menos. Te veo en una hora.
—Tranqui, camarada. No pienso moverme, EnaraGoikotxea.
—Solo Enara.
—Vale, Enara. —Me guiñó un ojo y volvió a peinarse el pelo hacia atrás, pasándose la lengua por la comisura de los labios.
Trepar por la piedra no me costó tanto como pensaba. Si hubiera mirado hacia abajo cuando salté, una hora antes, probablemente podría haber bajado con la misma facilidad, sin caer sobre un kilo de basura.
Me aferré fuerte a la repisa de la ventana y subí una rodilla, apoyándome en el cristal. Las luces del comedor estaban apagadas y solo se oían las quejas de la cocinera, que lanzaba maldiciones al fondo de la cocina, vagando de un lado a otro. Una rendija de claridad se colaba desde el umbral.
Salté con mucho cuidado, tratando de no montar jaleo y, gateando, salí del comedor hacia la escalera que daba a las habitaciones. Corrí rápido al último piso, suplicando para no cruzarme ni con Asunción ni con ninguna de las demás monitoras o compañeras.
Una vez arriba, abrí la puerta de golpe y la cerré a mis espaldas, apoyándome contra ella para coger aire. El corazón me iba rápido, sin embargo, no iba a dejar que Bihotz, Victoria o Carmen se dieran cuenta.
—¡Por fin! —exclamó Victoria desde su cama—. ¿Dónde te habías metido?
—Eso no importa porque ¡ya estoy aquí! Contadme —añadí para cambiar de tema, sentándome en el borde de la cama de Carmen—. ¿Qué me he perdido?
—No mucho. Pero tenemos que estar en diez minutos en el piso de abajo.
—¡Qué peñazo! —pataleé, resoplando. Pensaba en Amaiur, que tendría que esperar más tiempo del que le había prometido.
—No sé qué de un ritual de bienvenida. ¡Un ritual! —explicó Bihotz mirando su reloj—. Mis fases de sueño se van a alterar a causa de ese ritual, una costumbre social absurda. Merde ! Yo quiero dormir.
—No te queda otra, Bihotz —bostecé y le tiré un cojín—. Veo que ya se han llevado todas nuestras cosas.
—Lo dice la que ha desaparecido por ahí una hora durante la cena...
—Ya. Yo soy yo y tú eres tú —respondí con una mueca—. Ba goaz, ¿o qué? —repetí.
—Sí y sí: se han llevado todo —aclaró Bihotz.
—Vamos —suspiró apoyando las manos sobre los hombros de Carmen.
—¡Qué remedio! —exclamó Victoria, echándose al cuello unos auriculares y enganchando a su cinturón un walkman.
—¿Eso no se lo han llevado?
—Lo escondí debajo del colchón —confesó, levantando las cejas.
—Tú eres más lista de lo que pareces, ¿no?
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