6. Enara. ¡Eres una calavera! ¡Una cabra loca!
No es que los sentimientos de esa tal Bihotz me importasen una mierda, pero lo cierto es que empezaba a sentirme un poco culpable por haber montado la escenita del tirón de pelo por la tarde. Aunque, ¡qué narices!, sin esa parte, la llegada al campamento hubiera sido un aburrimiento total. ¿Tan calavera soy por querer darle un poco de vidilla a este sitio en medio de la nada? Eso solía decirme mi padre: «Enara, ¡eres una calavera! ¡Una cabra loca! ¡Una bala perdida! No puedo estar más decepcionado contigo. Parece mentira que seas mi hija. Mi propia hija, una punki de esas, una que va contra el sistema. Si te viera mi antiguo comandante, te borraría esos ojos manchados y esa sonrisa de chula a hostia limpia. A ver si cambias de una puñetera vez, que me tienes hasta los cojones». Estaba claro que no sabía diferenciar a una punki de una metalera. Para él éramos todos escoria, pero a mí me la sudaba.
Bajé las escaleras hasta el primer piso trotando. Todas las demás chicas parecían haber llegado al comedor antes que nosotras. Victoria venía detrás de mí, dándole que te pego a estirar la camiseta de algodón de color amarillo, empeñada en comprender cómo encajaba esa tela en ella. Un acto inútil. La talla era la que era, única para chicas sin modales. Y ella, recta como un palo, no iba a lograr acoplársela ni de coña.
—Parece otra, señorita Goikoetxea. —La monitora Asunción apareció de la nada con el gesto torcido, barriendo con esos ojos de sapo cada centímetro de mí. Bizqueaba con sospecha, sobre todo al llegar al cuello, tapado por el nudo que había hecho con la sudadera del campamento. No la culpé por esa desconfianza. Hacía bien en no fiarse de Enara Goikoetxea. Trataba de cazar algo con lo que tocarme las narices, pero no iba a encontrar ningún motivo para eso. No, señora. Esa noche, no.
—No tengo ni idea de a qué se quiere usted referir con eso de que parezco otra, señora —aclaré cortante, apretando los labios para aguantarme la risa—. Yo siempre voy perfectamente. Acorde a lo que la situación requiera. Mi señora... —Tracé una sobreactuada reverencia escondiendo los brazos detrás de la espalda. No me había quitado las pulseras. Era lo único que había dejado de mi yo antes del campamento. Noté un par de toquecitos en la cintura. Victoria me invitaba a cerrar la bocaza. Por suerte, Asunción ignoró por completo mi intento de sacarle de sus casillas.
—¿Dónde está la señorita Ispoure? —inquirió cruzándose de brazos.
—¿Quién? —pregunté dibujando una amplia y falsa sonrisa.
—Bihotz Ispoure. Su compañera de cuarto, por supuesto.
—Esto... Eh... —balbuceó Victoria, que seguía tirando y tirando del top de algodón.
—Aaah, Bihotz —intercedió Carmen de pronto—. Pues estaba hecha un cirio la pobre. Mire: todo ha empezado esta tarde...
—¡Nos ha dicho que no tenía hambre, monitora! —interrumpí antes de que esta metiera más la pata.
—¿¡Cómo que no tenía hambre!? ¡Hay que ver...! ¡Con ustedes una no sabe qué hacer! Ni la comida aprecian... No se preocupen, pronto sabrán lo que cuesta el alimento —voceó, poniendo el grito en el cielo—. Venga, desfilando al comedor. Ya voy yo a por Ispoure. De todos modos, sean conscientes de que son compañeras de cuarto.
—¿Y? —quise saber levantando las cejas—. Por mí como si se va a la China mandarina.
—Le empezará a importar cuando asimile que las unas serán responsables de las otras. Si una de ustedes rompe las reglas, probablemente todas las demás sean reprendidas también. Depende de cuánto me toquen la moral, ¿me han entendido?
—¡Lo que me faltaba! —se quejó Victoria, emitiendo un sollozo forzado mientras se palpaba los mofletes.
La vieja Asunción subió al último piso mientras nosotras entrábamos en el comedor. Era imposible que se oyera el vuelo de una mosca. El jaleo era tal que consiguió impresionarme hasta a mí. Era peor que el follón que se montó el año anterior cuando se llevaron a los punkis de Bilbao y les cortaron la cresta de un tijeretazo. Nadie ponía orden. Seguro que las muy... gallinas lo hacían a posta, para ver quién era más lianta y cogerle por sorpresa.
—¡Vamos! —Llamé la atención de Carmen y Victoria para que me siguieran.
—¡¡¿Qué?!!
—¡Digo que vamos! ¡Que ahí hay un hueco! —vociferé, señalando una mesa al otro lado de la sala.
—La mesa es de cuatro... —apuntó Carmen.
—Me da que Bihotz se tendrá que sentar con nosotras...
—¡Cállate, Victoria! Que eres muy pesada... Tampoco ha sido para tanto lo de Bihotz, ez? No te queda otra que aprender a comportarte con ella. ¡La vas a tener pegada a ti todo el jodido verano!
—¿Yo? Ni de broma. Si se tiene que sentar aquí, que se siente, pero yo no pienso dirigirle la palabra después de lo que me ha hecho.
Cinco minutos más tarde, Asunción entraba guiando a Bihotz, que caminaba con la cabeza gacha y los brazos cruzados. Como Carmen había dicho, la monitora se dirigió directamente hasta nuestra mesa.
—Este es su sitio a partir de hoy, señorita Ispoure. Como le he dicho a sus compañeras, cualquier falta por parte de alguna de ustedes puede que sea pagada por las demás. Llegar puntual a la cena es obligatorio para todas. Incluida usted.
Después, Asunción caminó con decisión hacia la puerta, y con un cabeceo ordenó a otras dos monitoras, que ayudaban al resto de chavalas a encontrar sus mesas, a unirse a su lado.
—Bueeeeno... —Estiré las piernas, columpiándome con la silla hacia atrás y hacia delante—. Pues aquí estamos... —Victoria y Bihotz miraban cada una hacia un lado, evitando hacer contacto visual entre ellas. Las dos, rojas como un tomate.
—¡¡SILEEEEENCIO!! —bramó Asunción desde la puerta. Al instante, el jaleo del comedor se apagó. Incluso algunas se irguieron en la silla, rectas, igual que los zipaios que trabajaban para mi viejo—. Bien. Hablar durante la cena está prohibido. Pueden murmurar, pedir sal o pan, pero esta jaula de monas no quiero escucharla ninguna noche más, ¿entendido?
—¡¡SÍ, MONITORA ASUNCIÓN!! —gritaron todas.
—La cena se iniciará todos los días a la misma hora. A las ocho, deberán estar sentadas en su sitio, y a las ocho y diez se comenzará a servir la comida. Cada velada, una de ustedes, por mesa asignada, será la responsable de servir a sus compañeras.
—Vaya peñazo —me quejé en voz baja.
—¡Y que lo digas! —dijo Victoria.
—Ya sirvo yo, sigo sin tener hambre... —se ofreció Bihotz.
—¡Y una mierda! Después de lo de hoy, seguro que eres capaz de escupirnos en la comida —murmuré.
—¿Pero qué dices? ¿Tú sabes la cantidad de virus que hay en un escupitajo? Jamás escupiría en la comida de nadie... —explicó, y añadió con picardía—: por muy maleducada que me parezca la persona en cuestión.
—¡Encima! ¿Maleducada yo? Tú has sido la que me ha tirado del pelo.
—¡Que yo no he sido! ¡Te lo he dicho antes!
—Pero si te has abalanzado sobre mí...
—Vale, vale... Ya sirvo yo la cena —interrumpí—. Así al menos sé qué hay de cenar, porque yo sí que me muero de hambre. Y sin comer, no me funciona esto —dije señalándome el cerebro—. ¿Me entendéis?
—Antes de que la delegada de la noche se levante, debemos dar gracias por la comida que nos ha sido ofrecida —explicó otra de las monitoras—. Repitan conmigo: Señor, bendice estos alimentos y bebidas que recibimos. Bendito seas por saciar nuestra hambre y por ofrecernos aquello que necesitamos para sobrevivir. Ayúdanos a ser mejores cada día. Ayúdanos a encontrar el camino y el amor para convertirnos en mujeres de buen provecho. Bendito seas. Amén.
Todas repetimos las palabras de la monitora en mayor o menor medida o con mayor o menor acierto. Yo cambié los benditos por malditos y vi cómo Bihotz movía los labios sin emitir ningún sonido. Después, me levanté y caminé hasta el mostrador principal, a rebosar de bandejas con poca comida y con muy mala pinta. Desde allí, pude ver cómo las chicas seguían discutiendo. El puré tenía un aspecto asqueroso. La comida en general tenía una pinta terrible y la cocinera parecía sacada de la cárcel de Basauri. Volví con un carrito lleno de platos hasta nuestra mesa, abriéndome camino entre las demás.
—... con tus maletas de niña bien y todas tus cosas. Si hasta tus padres te han traído en coche hasta este sitio en medio de la nada. Es un hecho irrefutable que no sabes apreciar lo que tienes —decía Bihotz, recogiéndose su pelo rizado en un moño mientras hacía aspavientos. Tenía las gafas empañadas por el calor del comedor y el frío de la calle.
—¡Tú no me conoces de nada! —aseguró Victoria—. Te crees muy lista, ¿no? Déjame que te diga que no has hecho más que juzgarme desde que hemos llegado y la realidad es que no tienes ni idea de quién soy.
Dejé caer los platos sobre la mesa, derramando unas gotas de puré grumoso sobre el mantel. Las chavalas cerraron el pico, mirándome pasmadas, con los ojos tan abiertos que parecía que se les iban a salir de las cuencas, igual que a los difuntos de La noche de los muertos vivientes.
—¿Qué es esto? —preguntó Carmen, tragando saliva con asco.
Bihotz introdujo una cuchara y removió la pasta blanquecina. Posó los labios sobre ella y aproximó la nariz para aspirar su olor.
—Puré de berza —aclaró, después de meditarlo unos segundos.
—¿Es que lo sabes todo? —le reprendí, dándole una pequeña colleja en el cuello.
—¡Ay! —se quejó ella—. No todo, pero mira... huele a berza —insistió acercándoselo a la nariz de nuevo. La arrugó, inmediatamente, por el peculiar tufo.
—Me largo de aquí —farfullé—. ¡Qué aproveche, tías!
—¿Pero no decías que no querías meterte en líos la primera noche?
—Ya, pero tampoco pienso comerme esta porquería que huele a zombi muerto. Y con solo miraros, Bihotz y tú me ponéis la cabeza como un bombo. Maldita la hora en la que tiré del pelo a Victoria. Si llego a saber que me vais a dar el veranito...
—Así que ¡fuiste tú! —Victoria, se puso de pie y pegó un golpe en la mesa con las palmas de las manos.
—Shhh —chistó Carmen—. ¿Queréis que nos castiguen al final? Yo paso...
—Que sí, pesada... Fui yo —dije—. Pero ¡supéralo! ¿Vale?
—¿Lo ves, Victoria? Ya te dije que yo no haría algo así. Y, para tu información, zombi y muerto son prácticamente sinónimos —apuntó Bihotz—. Si es un zombi, ha estirado la pata antes, seguro. Si es un muerto, es muy probable que pueda ser un zombi también... De hecho, los seres humanos somos algo zombis, comemos sesos de animal... Bueno, algunas personas... Yo no, ¡qué asco! Creo que vomit...
—¿Qué? —pregunté hasta las narices de escuchar tonterías.
Comprobé en aquel instante que Bihotz era una persona peculiar. No supe qué narices hacía allí. Estaba más claro que el agua que era diferente a todas las chavalas del campamento. Tenía pinta de ser una cobardica y de estar un poco loca, pero también de ser la persona más inteligente que había conocido nunca. Y Victoria, Victoria Min Martínez era lista, guapa y perfecta. Esa era Victoria: la encarnación de la excelencia. Aunque me empecinara en buscar, era incapaz de encontrar algo en ella que pareciera resultar defectuoso. Sin duda, la que no encajaba allí era yo. Incluso Carmen parecía una tía guay, con esos ojos verdes marino y esas cejas oscuras encuadrando con sutileza su expresión. Y aquella chaqueta de terciopelo rojo de niña bien que había llevado antes de cambiarse. Parecía demasiado dulce para estar en un lugar como el Campamento de Modales para Chicas.
—¡¿Que fuiste tú?! —insistió Victoria.
—Sí, ¡qué pasa! —me encaré al final—. ¿Vas a decirme algo? No, ¿verdad? —Victoria bajó la mirada. No pensaba enfrentarse a mí. Lo sabía.
—Pero si te descubren... —continuó Bihotz ignorándonos—, nos castigarán a todas. Me agarró de la muñeca y apretó, queriendo
detenerme.
—No me van a pillar. Además...
—¿Cómo lo sabes? —interrumpió Victoria.
—Pues porque estoy acostumbrada a ir por la vida como si fuera invisible. No me pillan, ¿quieres apostar?
—Oye, Bihotz... —escuché que decía Victoria—, que lo siento, ¿vale? Si no fuiste tú, lo siento de corazón.
—Oooh, qué bonitooo —me burlé—. Me largo.
Levanté el mantel de cuadros y me acurruqué bajo la mesa unos segundos, chocando con las piernas de mis compañeras. Cuando Asunción se dirigía a la cocina, aproveché para correr hasta la ventana, pues mi intuición de chavala a la fuga continua me indicaba que daba, probablemente, a la parte de atrás del caserío. Me apreté detrás de los carros de comida, mientras las chavalas me observaban alucinadas. Preparadas para que me cazaran en plena acción y recibir un buen castigo. Alcé la cabeza para fisgonear y comprobé que nadie, aparte de Bihotz, Victoria y Carmen, había reparado en mí. Les dediqué una mueca retorciendo los ojos y la lengua. Acto seguido sonreí con picardía y ¡pam!, salté, escurriéndome por la ventana.
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