13. Enara. ¡Mira cómo me divierto!

Nos pasamos una media hora de reloj frotando el suelo sin rechistar. Bihotz no paraba de cronometrar el tiempo, refunfuñaba en voz baja y repetía los minutos que iban pasando. La verdad es que a ella se le daba jodidamente bien obedecer y limpiar. Se empeñaba tanto en que la superficie de madera destartalada brillara que hubiera jurado que limpiar le causaba una euforia superior.

No era de extrañar. Estaba claro que era de las típicas a las que les ponía a mil por hora tener todo bajo control: la clasificación y el orden. Todo lo contrario a lo que era yo. Mi técnica era sencilla: «Jaun hori: ha llegado el huracán Goikoetxea. Allá por donde pasa, Enara Goikoetxea arrasa». Fácil: si había camisetas de los Kiss, Kortatu, los Twisted Sister, Eskorbuto o los Maiden por el suelo, hechas un burruño, el radiocasete crujiendo a todo trapo, la cama deshecha y eran localizables tres o cuatro pitillos a medio consumir en la mesilla, había pasado yo por allí.

Victoria se había enganchado el walkman a las orejas y fregaba las esquinas mientras agitaba los hombros y movía los labios, sincronizada con esa cinta de Tino Casal de la que no se despegaba. No sé qué veía Victoria en eso de la Movidita Madrileña. ¡Menudos pijos! Sí, eran todos unos peras, ziur. Aunque me empeñara en fingir demencia momentánea y me hiciera la loca con Victoria, no podía negarse que era una pera en toda regla. Por eso no era raro que le gustara Tino Casal y ese rollito hortera de la Movida.

Si me hubiera visto mi aita, el viejo amargado, frotando el suelo del campamento, acatando las órdenes de Disfunción, no hubiera dicho: «bien hecho, hija mía», no. Se hubiera reído al verme allí, de rodillas, claudicando. Puede que incluso le hubiera arreado una patada a uno de los cubos de agua diciendo algo parecido: «Así se aprende, Enara. La vida no es un camino de rosas. Mejor que lo aprendas de mí que en la calle». Eso era lo que más rabia me daba de él. Había que ser buena hija, obediente, sumisa, agradable y sonriente, y al mismo tiempo dura como un peñasco. Impenetrable igual que el telón de acero que separaba Berlín en dos. Imagino que su defecto tenía que ver algo con lo profesional: demasiado habituado a soltar leches a diestro y siniestro en las manifas. En las que pedían la amnistía para las 11 de Basauri, acusadas de haber abortado, o en las protestas para que se contara la verdad sobre la muerte de Mikel Zabalza. Al menos esa última cualidad, la de simular ser dura como un bloque de hielo, parecía haberla adquirido con éxito. Eso sí, a golpe de látigo verbal y algún que otro manotazo o tirón de pelo de más.

Miré a mi alrededor buscando un lugar que necesitara un fregado, pero Disfunción ya se había encargado de ordenarnos limpiar sobre limpio. Imagino que para que tuviéramos más claro que lo de fregotear era un castigo, eta kitto.

Se me pasó por la cabeza que quizá nos deberían haber enviado a asear nuestra habitación, que sí estaba hasta los topes de polvo, telarañas y bichos petrificados. El último piso estaba hecho un fiasco, ¡ahí era donde teníamos que haber ido! No dije nada, claro. ¡No a las brujas! Solo por si acaso.

—Qué peñazo... —susurré a Bihotz en voz baja. Arrojé el trapo al suelo, calado de agua y lejía, aplastándolo contra el piso igual que la gelatina—. Si es que está todo limpio. Este castigo es absurdo. ¿Me estás escuchando o qué? —pregunté al advertir que Bihotz miraba hacia otro lado sin prestarme atención.

—¡Mira! —dijo con un entusiasmo que me preocupó—. ¡Ahí! —Señaló un hueco justo debajo de la escalera que parecía haber albergado una antigua despensa—. Esa alfombra huele desde aquí a ácaros infestos, ayúdame a moverla y limpiamos debajo.

—¿De verdad...? —suspiré, echando una ojeada a Victoria, que seguía meciéndose de un lado al otro, como si estuviera sola en la habitación. Las demás chicas limpiaban a regañadientes, algunas las lámparas, otras el suelo, los rodapiés o las mesas del comedor.

—Venga... ¡será divertido, Enara!

—Uy, sí, ¡mira cómo me divierto, joder! —ironicé. A pesar de ello, me levanté y acompañé a Bihotz hasta las escaleras.

La vidriera seguía latiendo a causa de la lluvia, que caía con fuerza. Bombeaba igual que un corazón espantado a punto de pararse. El cúmulo de gotas cubría de agua los pedazos de cristal de colores que Victoria adoraba, empañando cualquier señal de vida humana o animal en el exterior de la casa. Bihotz se había colocado un pañuelo como máscara para enroscar la alfombra cubierta de mugre. Le lloraban los ojos, pero al menos no estornudaba en bucle como solía ocurrirle. Me puse de pie a su lado con las manos en la cintura, esperando a que terminara. Trataba de levantar la alfombra de una esquina sin conseguirlo. Era evidente que no tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Bufé, divertida, y me agaché para ayudarla.

—¿Qué es eso? —susurró, contemplándome con las pupilas dilatadas.

—El que...

—Eso —insistió como hipnotizada—. Mira bien. Ahí. —Pasó su dedo índice alrededor de lo que parecía ser una abertura entre la madera. Era el suelo. Sin embargo, la distancia entre los tablones, en aquel punto, era mayor. Me pareció muy extraño, ya que se veía que algunos panelillos estaban hechos de una madera diferente, mucho más antigua. No brillaban, estaban sin barnizar, y se notaba el desgaste del tiempo. Aquel suelo tenía al menos cien años más. Bihotz posó la palma de la mano sobre la madera y empujó hacia abajo. El material se retorció chirriando, quejándose de que alguien se atreviera a tocarlo por primera vez en siglos—. Se mueve... Es como si...

—¡Una trampilla! —respondí con la boca abierta, cuidándome de no levantar demasiado la voz.

—Está cerrada.

—¿¡Qué hacéis vosotras dos!?

Desde que escuché esa voz, hasta que pude identificar a quién pertenecía, pasaron varios segundos. Bihotz también tardó en procesar la información. Por eso se tiró al suelo de forma instintiva para tapar la trampilla.

—¡Joder, Victoria! ¡Qué susto!

—¿¡Qué hacéis!? —volvió a preguntar en voz alta.

—Shhh —chisté—. Baja la voz. Mira. —Le hice una señal para que se agachara con nosotras. Victoria era bastante inteligente. Al segundo ya sabía que debajo había una trampilla. No le hizo falta ni preguntar. Me miraba intrigada.

—¿Habéis conseguido abrirla?

—Está cerrada... —dije—. Deberíamos intentar abrirla y ver qué hay dentro, ez?

—¿En serio, Enara? —dudó Bihotz—. Yo creo que es mejor que dejemos todo como está.

—Bihotz tiene razón. —Victoria cogió la alfombra y la estiró por encima de la abertura.

—¿Tú también, Victoria? Joder... ¿No quieres saber lo que hay dentro? ¿No te pica la curiosidad?

—Pues sí. Pero si está ahí tapada es por algo, y no queremos meternos en más líos.

—¡¡Ayyy!! —Rebeca vociferó al otro lado del descansillo—. ¡¡¿Quién ha sido?!! —Alguien le había lanzado un trapo chorreando de agua y lejía. Se lo despegó del pelo y se frotaba los ojos—. ¡¡¿Has sido tú, Enara?!!

¿Yo?, pensé. Yo no había sido. ¡Para una vez que yo no había sido!

—Pasa de mí, Rebeca —le ordené, dejando la alfombra en el suelo y poniéndome de pie para evitarla. Pero Rebeca ya marchaba a paso de soldado hacia mí.

—Ella no ha sido —intervino rápidamente Victoria.

—Tú cállate, pija de mierda —dijo Mariña volcando agua sobre los pies de Victoria.

—¡Eeeh! —se quejó Victoria dando un salto hacia atrás.

—¡¿Qué haces?! —Me envalentoné y empujé a Mariña en el centro del pecho.

No sé cómo ocurrió. Sin previo aviso, Rebeca me estaba agarrando de la camiseta y tiraba de mí hacia ella para después alejarme con un impulso. Me zarandeaba como si no pesara nada. Para tratar de soltarme, pataleaba a unos centímetros del suelo. Utilicé mis pulseras, que no eran un arma letal, pero cuyo hierro punzaba lo suficiente para que tuviera que abrir los dedos.

Logré zafarme. Me aparté unos metros y aceleré hacia Rebeca para tratar de placarla, sin embargo, me distrajo Victoria, que intentaba quitarse de encima a Mariña. Mariña le lanzaba trapos sucios que chorreaban agua, lejía y mugre. Bihotz y Carmen se retaban desde lejos con la mirada. Parecía que en cualquier momento se iban a lanzar al cuello de la otra. Por suerte, hasta el momento solo se mataban con los ojos, inyectados en sangre, andando en círculos con las manos preparadas por si había que atacar.

Así comenzó la pelea.

Antes de que pudiera hacer algo para defenderme, las chicas del campamento habían puesto en marcha una batalla campal de agua, flis-flis de limpiacristales HG, chorretones de vinagre, trapos sucios y pastillas de jabón toscas como pelotas de goma. Miré a mi alrededor, a un lado y al otro, preocupada porque parar aquella batalla iba a ser algo imposible. Vi a las chicas zumbarse de lo lindo. Cuando levanté la cabeza y me fijé en sus expresiones, me percaté de que aunque todo había empezado como una trifulca todas se reían en ese momento. Rebeca y yo nos miramos y, por un instante, creo que valoramos lanzarnos a la yugular de la otra. En su lugar, nos tiramos al suelo muertas de la risa, recogimos algunos trapos sucios y entramos en la batalla, corriendo.

Bihotz se había quedado arrinconada en una esquina de la casa. También se reía, por mucho que negara después haberse divertido tanto e insistiera en que había sido terrible, terrorífico, mientras se le dibujaba una media sonrisa que se le subía hasta detrás de las gafas.

No pude saber quién, pero alguien abrió de par en par la puerta de la entrada. Llovía a cántaros y la luz exterior era gris y sombría. En el terreno del jardín se había acumulado una capa de agua. Un charco del barro que caía de la montaña. Al final cambiamos la munición de la batalla: de productos de limpieza a agua y barro. Todas saltaban en el agua, rodaban por el suelo, bailaban bajo la lluvia, divirtiéndose por primera vez desde que habían puesto un pie en el Campamento de Modales para Chicas.

De improviso, se escuchó un pitido de silbato estridente. Un pitido que impactó en mis oídos como un jarro de agua helada.

—¡BASTAAAA! ¡BASTAAA, NIÑAS! ¡Niñas, por favor!

—¡Han sido ellas, monitora! —bramó Carmen. Tan pronto como me giré para buscarla, comprobé que nos señalaba a mí y a Victoria, con sus oscuras cejas curvadas—. Ellas han empezado esto y ellas fueron las que entraron ayer en la cocina.

—¡¿Quéeeee?! —gruñí—. Nosotras no hemos hecho una mierda.

—Ustedes dos: ¡acompáñenme de inmediato!

▬▬▬▬▬ஜ۩۞۩ஜ▬▬▬▬▬

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top