11. Enara. Así limpiaba que yo la vi

—La primera lección ha sido breve pero fundamental. La segunda lección que aprenderán será sobre obediencia y disciplina.

Miré hacia delante, hacia Asunción. La observé con detenimiento, entrecerrando los ojos, buscando señales que me confirmaran que se trataba de una bruja. Disfunción... ah, sí... Aquella monitora no era Asunción, era una Disfunción en toda regla. Estaba mal de la cabeza. La examiné de arriba abajo, deteniéndome en sus manos y después en sus uñas, manchadas de restos de sangre de conejo. A su lado, hinchaba pecho la otra monitora: Remedios. Y justo delante estaba Hortensia, la cocinera. Un escalofrío me recorrió la espalda y aporreó mi estómago al advertir que Hortensia clavaba sus ojos, embriagados del rojo de sus venas, en mí. No era como el escalofrío que me atravesaba todo el cuerpo cuando ponía en el radiocasete de mi habitación el Creatures of the Night de los Kiss, sino uno malo y espeluznante. ¿Sabría Hortensia que había sido yo la que me había colado en su cocina para robar comida? Por cómo me descuartizaba con la mirada, podría apostar mi colección de cintas de los Maiden a que sí. La lluvia caía en la vidriera de colores de la escalera con tanta fuerza que pareciera que fuese a romperla a pedazos. Diluviaba tanto que se escuchaban las gotas impactar y luego deslizarse en cascada por el tejado, provocando un zumbido similar al de las bolas de la lotería de Navidad.

—La señora Hortensia, aquí a mi lado —añadió Asunción. Hortensia se retorció los huesos de los dedos haciéndolos rechinar. Con el primer chasquido bajé la mirada. Con el segundo, reparé en sus manos. Como las de Disfun, igualmente estaban cubiertas de porquería de un color chocolate, no obstante, yo sabía que aquello no era chocolate, eran restos de un exterminio. Sangre reseca. «¡Una bruja!». «¡Es otra jodida bruja!». Eso me gritaba mi voz interior, si bien esa voz estaba distorsionada por tantas películas de terror, música diabólica, como la llamaba mi padre, aquellos conejos sacrificados, untados en sostenes dados de sí y esa jodida historia de María Olabarri. Me estaba volviendo loca. ¿Puede que haberme tragado tantas películas de posesiones, muertos vivientes y monstruos, y escuchar música heavy metal me estuviera arrojando a la chifladura? Lo más seguro es que estuviera alucinando con una historieta absurda, pura ficción. Pero es que... Afiné el foco entornando los ojos aún más... ¡Si no eran un akelarre de brujas que me partiera un rayo!—, me ha comentado que alguien se coló en su cocina anoche.

Se me estrujó el corazón y, sin querer, me aferré a la mano de Bihotz. Su piel estaba mojada y pegajosa. Caliente. La aparté de inmediato en cuanto vi que me miraba atónita. Nadie podía darse cuenta de que estaba empezando a acojonarme. Victoria me pegó una pequeña patada para que dejara de moverme. Me observó con el gesto arrugado y las mejillas rojas. Resultaba obvio que estaba hasta las narices de mi comportamiento. Se acabó, me dije: lo de las pulseras había colado. Pero después de robar en la cocina me mandaban de vuelta a Bilbao, ziur. Si eso pasaba, no me quedaría más remedio que buscar una alternativa, porque no pensaba volver con el viejo zipaio gruñón. Y mucho menos para que me enviara a vete a saber dónde, peor que en el lugar en el que ya me encontraba

—Cualquier comportamiento de este tipo tiene sus consecuencias. Que lo sepan. No guardar respeto al uniforme —dijo inspeccionándome—, no respetar los límites del campamento ni sus normas solo les hará la estancia más difícil. Así pues, están todas castigadas por entrar en la cocina.

—¿Todas? Pero yo no he sido, señora Asunción —dijo una chavala al otro lado. Se llamaba Mariña. Mariña Couselo.

—Muy cierto. Puedo imaginarme que usted no fue, porque permaneció en su habitación. Sin embargo, mientras no conozcamos a las culpables, usted también pagará por sus desafíos.

Mariña resopló, pese a aceptar la imposición de Disfunción. Rebeca, justo a su costado, le arreó un codazo, y me fulminó con la mirada

—Bien, así pues, como les decía, allí tienen los cubos de agua, la lejía, el jabón y los trapos. ¡Quiero el campamento como los chorros del oro! Vendré en... aproximadamente tres horas. Haré una inspección y si no está todo correcto, seguirán frotando hasta que les salgan llagas en las manos. ¿Entendido?

—¡Sí, señora Asunción! —canturrearon todas.

Disfunción, Remedios y la cocinera Hortensia, las tres brujas, salieron por la puerta, hacia el comedor. Una vez desaparecieron, Victoria se giró hacia mí bruscamente con los brazos cruzados.

—¿Qué? —dije de mala gana.

—¿Así que invisible, no?

Victoria se aproximó al fondo del rellano y cogió dos trapos. Uno se lo colocó en la cabeza y el otro se lo enganchó en el pantalón. Después agarró dos pastillas de jabón Chimbo, un cubo con agua y Lavy Cera.

—¿Qué haces? —pregunté sorprendida.

—Pues limpiar. Venga, Bihotz, ¿vienes?

Victoria, miraba a Bihotz esperando a que la siguiera, y así lo hizo. Se acercó a Victoria, comprobó la lista de productos de limpieza y seleccionó algunos.

—Ah, que ahora sois amigas...

—Bueno... ella no hizo nada en realidad —respondió Victoria—. Fuiste tú.

—Ya, bueno... —Me acerqué a ellas suspirando y agarré un cubo de agua.

—¡A ver! —Rebeca y Mariña se habían subido a las escaleras y gritaban—. ¡Quien haya sido que dé la cara!

Nadie respondió. No iba a ser yo la que confesara.

—¡COBARDES! Cuando me entere de quién ha sido, tendrá que probar a estos —dijo Rebeca enseñando los puños.

No tenía ni la menor idea de por qué habían enviado a aquellas dos al campamento, pero no me daban ningún miedo. Si había soportado manotazos en las manifestaciones anti-otan, podía pegarme con las dos al mismo tiempo si hacía falta.

—¡Cierra la boca ya, Rebeca! —grité desde mi posición.

Bajó las escaleras con los brazos cruzados, queriendo desafiarme, pero nadie desafiaba a Enara Goikoetxea.

—Has sido tú, ¿verdad? —dijo poniéndose muy cerca de mí, al tiempo que me atusaba el pelo. Rebeca, al contrario que Mariña, era alta y fuerte y apenas tenía cuello.

—Si hubiera sido yo, no te lo diría, guapa —respondí.

Sin que ninguna lo esperara, Rebeca se acercó más y yo di un paso hacia delante.

—Vamos, muchachas. Dejadlo ya. —Victoria se metió en medio. Y Carmen también.

—Parad antes de que nos castiguen más... —instó Carmen.

Victoria me llevó a un extremo de la casa y Carmen se llevó a Rebeca y Mariña al otro.

—No entres en su juego, Enara. Es lo que quieren. Te lo digo por experiencia. Puro empirismo —rogó Bihotz, tirándome del brazo.

—Déjame, anda. ¡No seas peñazo!

—¡No le hables así, Enara! —Victoria me regañó. Victoria, me regañaba, estupendo—. Ella no te ha hecho nada. Fuiste tú quien entró en la cocina, eso ya lo sabemos. Igual que fuiste tú quien me tiró del pelo. Así que da gracias a que ni ella ni yo hayamos abierto la boca para delatarte —musitó enfadada—. Toma —dijo dándome un trapo—. Ahora a limpiar. No pienso pasarme todo el campamento de castigo en castigo por tu culpa.

—Trae, anda... —accedí poniendo los ojos en blanco mientras le arrancaba el trapo de la mano y me lo echaba sobre los hombros.

Únicamente estaba dispuesta a obedecer por un motivo, me importaba unas narices estar castigada. A eso me había acostumbrado bien mi aita. Pero quería evitar a toda costa que alguien tuviera motivos para delatarme ante Disfunción, Remedios y Hortensia. Sobre todo Asunción. Aquella señora me daba repelús, con la sangre del día anterior aún entre los dedos y esos rituales espeluznantes que se traía entre manos. Sin embargo, había algo que todavía me atormentaba más: eso que Amaiur me había contado sobre que allí, en esa misma casa, había desaparecido unos años antes aquel niño: Paul Muguruza. Y la chica, la chica a la que habían encontrado muerta.

Empezaba a parecerme que me había quedado atrapada detrás de la pantalla del cine, dentro de una de esas pelis de fenómenos paranormales que tanto me gustaban, como Carol Anne en Poltergeist. Aunque en la vida real daba miedo. Mucho más miedo. Y aunque no me temblaban las manos, lo hacía hasta el último órgano interno de mi cuerpo. Algo que jamás aceptaría en voz alta. No. Enara Goikoetxea nunca admitiría que estaba acojonada por unas supuestas brujas.

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