10. Victoria. Cansada y marchita

—Cómo mastican, cómo caminan, cómo hablan, cómo saludan... Todas y cada una de estas acciones serán juzgadas sin piedad. Habrá quien les diga que es una completa y absoluta majadería. Sin embargo, yo les puedo prometer y asegurar que una ínfima casi imperceptible metedura de pata les convertirá de forma instantánea en lo que ellos, ELLOS, quieren que ustedes sean.

Asunción, con una falda gris de paño grueso, como la de las monjas, que le cubría las piernas por debajo de las rodillas, hundidas y desgastadas por el transcurrir de los años, deambulaba de un lado a otro posando una mano en la cintura y agitando, con la otra, una vara de madera, firme. Esa vara parecía ser una extensión de su propio brazo, una extremidad más, atada y remendada a puntadas a su áspera piel. Aquella mujer llevaba tallada en su alma la más profunda fidelidad a la disciplina y al método. Lo único positivo era que, al menos, ya había tenido el gusto de compartir espacio y vida con una señora recta como esa vara de madera: mi madre, que, igual que Asunción, llevaba en las entrañas la ulcerosa criatura de la severidad. Seguidamente, se paró en seco, hizo un gesto de resignación con la mano y señaló a Bihotz con la vara. Yo era de esas muchachas que pasaban desapercibidas. De esas en las que los adultos confiaban porque eran planas y pulcras. Tan orgánicamente fusionadas con el entorno que parecían invisibles. Hasta el incidente así había sido para todo el mundo, excepto para mis padres, por supuesto, que siempre veían en mí a una ganadora nata, así que, a pesar de sentirme francamente poco común, jamás nadie se había fijado en mí de esa manera. Ni siquiera porque tuviera los ojos más rasgados que cualquier otra persona de mi clase, lo que no se podía barrer y echar debajo de la alfombra. No obstante, Bihotz... Bihotz era de esas chicas que, por desgracia, sí llamaban la atención. Primero por su piel, mucho más oscura que la de cualquier chica que se hubiera pasado el verano churruscándose al sol. Además, siempre tenía el aspecto de haber salido de una centrifugadora y no era capaz de mantenerse en silencio más de treinta segundos seguidos. Con el pelo revuelto y las gafas un poco sucias, levantó la mano con insistencia, poniéndose de puntillas, algo que yo también solía hacer, para hacerse más visible ante Asunción

—¿Sí, señorita Ispoure? ¿Algo que añadir?

—Gracias, monitora Asun. Sí, mire... —dijo queriendo colocarse las gafas, si bien solo logró terminar con un anteojo a la altura de la frente y el otro por debajo de la nariz.

—¿Cómo se atreve, señorita Ispoure? No se le ocurra volver a llamarme Asun. Asunción.

Bihotz. Por mucho que supiera que no había sido ella quien me había tirado del pelo, me ponía de los nervios, tan sabelotodo, tan torpe al mismo tiempo... O, quizá sintiera pena por ella.

—¿A quién se refiere con «ellos»?

—¡¡A ELLOS!! —vociferó Asunción señalando al cielo, de la misma forma que clamaría un profeta.

—¡Venga ya! ¡Hombre! —Enara, aporreó la mesa, haciéndola sonar con un golpe seco que provocó que tanto yo como las otras muchachas rebotáramos en nuestros pupitres—. Corte el rollo con eso de Dios y toda la parafernalia.

—Dios no —aclaró Asunción, carraspeando—. Aunque no está de más que lo saque a colación, señorita Goikoetxea. Aun así, me refería a ¡¡ELLOS!!

—¿Alienígenas del espacio? —dijo Bihotz, interrumpiendo, incapaz de morderse la lengua—. ¿Es eso? Porque en un artículo de la revista Más Allá de la Ciencia leí que la vida extraterrestre inteligente podría ser posible en varios planetas, dependiendo de la casuística meteoroló...

—¡SILENCIO! No, Bihotz. Me refiero a ELLOS: ¡la Iglesia, el cura de su pueblo, el Estado, las empresas, la sociedad que les rodea, aquellos que dictan las normas! Si quieren ser alguien en esta vida, alguien respetable, no les quedará más remedio que comportarse como se espera de ustedes. No les quedará más remedio que formar parte del sistema y actuar tal y como la sociedad espera que ustedes actúen: educadas, complacientes, amables, sumisas, elegantes, sonrientes... ¡Absolutamente perfectas!

Pese al susto por el porrazo de Enara, los párpados se cerraban poco a poco. Advertí cómo se me cerraban los ojos, mis largas pestañas negras me acariciaban los pómulos y el peso de mi cabeza hizo que se me desestabilizase el cuello ligeramente hacia delante.

—Señorita Martínez.

Una tiza de color blanco chocó contra mi frente, dejándome un manchurrón difuminado.

—¡Despierte de su letargo! ¿No le interesa mi lección?

—Lo siento, señora, es que no he dormido demasiado bien.

—Pues preocúpese de dormir mejor por las noches.

Aparté la vista de la monitora y arranqué con los dientes el tapón de terciopelo rosado del bolígrafo, con la intención de fingir que tomaba apuntes de aquello que Asunción estaba explicando.

No había pegado ojo. Esa era la verdad. Alrededor de las cinco de la mañana había determinado que era mejor abrir los ojos definitivamente y parar de dar vueltas sobre el raído y viejo colchón del que sobresalían duros muelles de metal. Al principio, tiré de la almohada y la coloqué sobre mi rostro con la esperanza de dormir al menos media hora. Pero ni con el walkman de mi padre, que recuperé de la escalinata, y Tino Casal a todo volumen fui capaz de silenciar los ronquidos de Bihotz. Di un salto para salir de la cama, y descalza, posé un pie en la madera fría.

Caminé despacio y me acerqué al minúsculo ventanuco que daba a la calle. Corrí la cortina. Una rendija nada más. Lo justo para poder ver al otro lado. El cristal no estaba del todo limpio y la pintura de los marcos lucía desconchada. Era completamente de noche y apenas se distinguían los montes y la espesura del bosque a lo lejos. Unos metros más allá de la casa, descubrí dos figuras, dos sombras que buscaban cómo acceder al edificio. Agazapadas, moviéndose rápidamente, con un sigilo admirable.

Podría haberme asustado y haber salido zumbando de la habitación para llamar a la puerta de la monitora, sobre todo, después de que nos contara aquella leyenda de María Olabarri para hacernos llegar el mensaje de que el Campamento de Modales para Chicas era necesario. No lo hice, puesto que las desconocidas figuras no llegaron a preocuparme. Fue demasiado fácil saber que una de aquellas sombras pertenecía a Enara Goikoetxea. A esas horas su cama estaba vacía.

Todavía no comprendía cómo, habiendo dormido únicamente un par de horas, estaba fresca como una rosa en su pupitre, mientras yo me sentía tan cansada y tan marchita.

—Bien, señoritas. Ahora, recojan sus cosas. Las veo en quince minutos en el rellano.

Enara estaba de pie frente a mí y el resto de las muchachas ya estaban saliendo por la puerta.

—¡Y quiero puntualidad, por favor! Al parecer la cocinera Hortensia tiene algo que decirles —dijo Asunción, levantando la voz para que pudieran escucharla las chicas que ya habían salido.

Levanté la barbilla y me encontré con los ojos de Enara. La miré y ella me miró.

—¡Mierda! —bisbiseó—. Esto no me gusta.

▬▬▬▬▬ஜ۩۞۩ஜ▬▬▬▬▬



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top