II
—¿Eso es todo, ama?
Odette guardó la jarra en la alacena al ver asentir a Elmira. Por un instante, su mano rodeó el asa de barro y pudo verse a sí misma partiéndole la cabeza a su captora. Era frágil y lenta; Odette era joven y ágil. Pero también podría haberla estrangulado mientras dormía, o apuñarla hasta que dejase de respirar mientras preparaba uno de sus ungüentos dándole la espalda.
Si tan solo tuviera la certeza de que el hechizo se rompería con su muerte.
Elmira no se molestó en articular una respuesta. Gruñó y Odette miró de reojo a la puerta entreabierta de la choza. Lo había intentado tantas veces... y todas ellas habían acabado de la misma forma. Oyó el chasquido de esos dedos viejos y arrugados y cerró los ojos, intentando controlar la rabia e impotencia que sentía ante un evento que había sucedido demasiadas veces como para no conocer sus resultados.
La joven desapareció en un mar de humo y, cuando este se hubo dispersado, solo quedaba un ratón de campo en su lugar. La bruja la agarró del suelo con sus manos huesudas y la encerró en su jaula. Elmira sonrió, una imagen que Odette encontraba especialmente repugnante. Deslizó un trozo de queso entre los barrotes y el ratón lo mordió, obediente. La carcajada rota de Elmira inundó el aire que el animalillo respiraba con un aliento cargado de putrefacción, pero siguió comiendo.
Algún día el maldito vejestorio moriría y Odette volvería a saborear la libertad. Tenía planes para cuando esto ocurriera, por supuesto... pero por el momento, necesitaba sobrevivir. Y en el momento, sobrevivir significaba comer queso apestoso de la mano de una bruja.
Odette se había imaginado mil formas de escapar, cientos de venganzas posibles; pero ni una sola de ellas implicaba un rescate. Elmira no le permitía saber cuánto tiempo pasaba, y los días en el pantano no eran tan distintos a las noches. Sin embargo, las heridas que cicatrizaban y la costumbre a tareas que antaño le resultaban extraordinarias en el más turbador de los sentidos indicaban que Odette llevaba demasiado tiempo enjaulada en su ciénaga particular. Sabía que nadie vendría a por ella. La propia Elmira le había confesado lo que sus padres no se habían atrevido: Odette era una moneda de cambio, un medio para un fin.
—Naciste para pagar por la vida de tu hermano —solía recordarle la arpía—. Tu belleza y tu juventud me pertenecen. Nos marchitaremos juntas, aquí, hasta que las aguas y el fango inunden las paredes y nos ahoguemos en la oscuridad. No naciste para reinar. Naciste para pagar por la vida de tu hermano y naciste para ser mía. Aquí no hay princesas, solo alimañas.
Cuando estaba de buen humor, era un ratón. Otras veces no tenía tanta suerte. Odette había sentido en su propia piel lo mismo que sentía un sapo, una culebra, incluso una cucaracha. Había deseado arrancarse la piel a tiras y bañarse en sal con tal de dejar de experimentar las metamorfosis a las que era forzado su cuerpo.
Odette, en cualquiera de sus formas, jamás habría imaginado que alguien llamaría un día a la puerta y sería recibido por Elmira como un invitado de honor. Ni en sus mejores sueños habría visto a un desconocido usar magia contra la bruja, convertirla en piedra e ignorarla el medio de la habitación. No obstante, todo esto estaba ocurriendo, y el ratón seguía con ojillos frenéticos y el corazón desbocado los pasos del hombre. Era sin duda un gran hechicero; su magia lo perseguía como una sombra y se adhería a su túnica y capa, oscuras, elegantes y opulentas. El hombre parecía estar buscando algo sin mucho éxito. Revolvía estantes, calderos y mantas sin molestarse en volver a colocarlos. Su frustración era clara: desaparecía de vez en cuando para entrar en una alcoba o bajar por la trampilla, pero siempre volvía a la habitación principal. Se acariciaba la acicalada barba negra con impaciencia y sus pasos le comenzaban a llevar en círculos. Fue entonces cuando sus ojos se posaron en Odette.
El hechicero cruzó la sala, que ya de por sí no lucía por su tamaño, en dos grandes zancadas, quedando su cara a la altura de la jaula, que colgaba de un perchero. Era un hombre de mediana edad, atractivo, con las primeras canas de la madurez tiñendo su melena oscura. Observó a Odette durante unos segundos en silencio y esta se esforzó por permanecer inmóvil. Si vivir con una bruja le había enseñado algo, era que aquellos dotados de magia son tan imprevisibles como peligrosos.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo al cabo de un rato, acercando una mano enguantada a la puerta de la jaula. Odette no se movió—. Este no es lugar para una dama, ¿no creéis?
Lo sabía. Claro que lo sabía.
Odette dejó que el brujo la cogiera en su mano -con más delicadeza de lo que Elmira nunca lo hizo- y la sacase de su prisión en miniatura.
—Querida, no tenéis nada que temer. Teniendo en cuenta vuestra desventajosa situación, permitidme girar las tornas: mi nombre es Rothbart y creo que puedo seros de ayuda con vuestro curioso problema. —El brujo echó un vistazo alrededor y chasqueó la lengua, exasperado—. No aquí, por desgracia. Decidme, ¿qué os parecería abandonar este pérfido paisaje para siempre? Dudo que hayáis llevado la más liviana de las existencias en semejante lugar. Os ofrezco alojamiento digno de una dama y mi ayuda con el sortilegio que mi colega os ha impuesto. A cambio, quizá querríais informarme de la ubicación de su grimorio.
Odette escuchaba atenta cada palabra que salía de labios del brujo.
Así que eso era lo que quería. El gran tomo que Elmira releía de vez en cuando y que siempre escondía después... en el caldero del brebaje verde.
El ratón asintió, sus ojillos negros brillando con determinación, y Rothbart la posó en el suelo.
—¡Perfecto! Adelante, querida. El escenario es todo vuestro.
Odette correteó hasta el fogón, donde una pócima verdosa burbujeaba sobre las llamas. Tragándose su orgullo, hizo ruidos propios de un roedor para llamar su atención sobre el caldero. Rothbart alzó las cejas, dudando, y Odette temió que no la estuviese entendiendo. Acto seguido, sin embargo, el brujo se remangó y metió el brazo derecho en el mejunje, revolviendo hasta encontrar su recompensa. El grimorio salió impoluto, brillando con una tenue luz púrpura.
Rothbart sonrió y apoyó el libro en una mesa, mientras se limpiaba el brazo del asqueroso líquido verde. Odette seguía en el suelo, un lugar de lo menos conveniente cuando cualquiera puede pisarte y aplastarte el cráneo.
—Agradezco vuestra amabilidad —dijo, tendiéndole una mano para que subiese de nuevo—. Ahora permitidme cumplir con mi parte.
Grimorio, brujo y embrujada abandonaron la choza. Odette se giró una última vez hacia la estatua de Elmira y se prometió a sí misma que algún día volvería y la haría pedazos. Cuando su mirada se tornó al frente, su pequeño corazón casi no sobrevive ante la sorpresa.
—Oh, no os asustéis, querida. Tan solo es mi mascota. Y nuestro transporte.
Un dragón.
El brujo tenía un dragón.
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