Capítulo I. El cirio de Navidad

Dedicada a emiliano7322

24 de Diciembre del año 2060

Los falsos copos de nieve, caían desde los paneles holográficos, ubicados en el elevado techo del Centro Comercial, aportando esa imagen invernal que hacía tiempo había abandonado a la ciudad de Nueva York, en esa época del año.

El calentamiento global había hecho serios estragos en la climatología mundial, y en varios puntos del globo, los inviernos eran prácticamente nulos.

De todas formas, las ventajas de la tecnología moderna, eran bien aprovechadas por los astutos encargados de la mercadotecnia, quienes tenían una gran experiencia en hacer sentir enteramente satisfecho al consumidor.

Y ciertamente, cuando Eli ingresó al amplio recinto, lo primero que notó, a parte del tumultuoso colectivo humano -que se adentraba frenético e indiferente del prójimo y del entorno,  en las tiendas- y de su estruendoso bullicio, fue el hermoso cielo cubierto y la blanca nevisca que llovía, calma y grácil, como azúcar glaseada, sobre sus indeferentes cabezas, y sonrió complacida por ello, pues, aunque siempre había tenido la ilusión de ver y tocar nieve auténtica, mientras ahorrara el dinero suficiente para vacacionar en el Polo Norte-el sitio top del turismo actual- se conformaba con esas vistas y las agradecía.

Ese día había tenido, en su Restaurante, una jornada de trabajo exhaustiva, debido a las vísperas. Parecía que a la gente se le despertaba un apetito voraz y resultaban más demandantes y deseosos que nunca, por probar las múltiples exquisiteces culinarias que allí se servían.

Aquel era de los pocos Restó de la cuidad que aún mantenían vivas algunas recetas de índole tradicional, con el adicional "secreto" de que muchos de los productos usados para su elaboración, especialmente las hortalizas, eran libres de los conservantes que poseían la mayoría de los alimentos transgénicos; y eso era gracias a la huerta orgánica que Eli se obcecaba en mantener en su invernadero privado.

Muchas veces los mismos comensales le habían sugerido quitarlo y ampliar el espacio, para recibir más clientela y aumentar sus ganancias, pero ella se negaba a hacerlo. Prefería ganar menos, pero dejar al público más satisfecho y un poco más sano.

Bastante elevado era número de obesos entre la población, producto de la excesiva ingesta de carbohidratos.

De todas formas, pese a su estado de cansancio, nada le impediría disfrutar de ese día y especialmente de la "Gran Barata", pues ese era el propósito de la Noche Buena y de la Navidad: comprar desaforadamente una multiplicidad de cosas -la mayoría obsoletas- y variopintos artilugios- mayormente innecesarios- al mejor precio del año.

Con suerte, podría conseguir varios de los artefactos culinarios que necesitaba para la cocina del Restó.

Su propósito no era modernizarla en este caso, sino lo opuesto, deseaba aportar un poco más de aquel estilo típico, folclórico, que lo caracterizaba e incluir alguna que otra maquinaria de antaño.

Por eso, su sonrisa se amplió cuando halló aquella pequeña tienda, ubicada en el último, de los siete pisos distribuidos en espiral, que componían el Magno Mercado.

Se trataba de un anticuario. La misma fachada de la tienda, desprovista de luminiscentes letreros digitales y vidrieras interactivas, se lo anticipaba.

Ansiosa, ingresó a la tienda y comenzó a recorrer las estanterías repletas de antiguos objetos, que parecían transportarla a sitios lejanos, que solo había vislumbrado en las páginas de sus libros y en algunas revistas retro y empezó a llenar "la bolsa Pandora", que regalaba el Centro Comercial a todos sus clientes, para otorgarle la "más cómoda y feliz experiencia de compra".

Resta decir que no era necesario que la persona cargara con la misma pues, "La bolsa Pandora", además de ser sumamente amplia y expansible, también tenía ruedas.

Mientras sus ojos anhelantes barrían las vitrinas, más rápido que sus manos las vaciaban, ella reparó en un objeto que le llamó la atención, más por el letrero informativo, que por su esencia en sí mismo.

Se trataba de un grueso cirio blanco que estaba a medio consumir, surcado aquí y allí por las irregulares estrías que la cera caliente había dejado en el descenso por la vela.

En el distintivo identificatorio se leía: "Cirio mágico de Navidad"

"Mágico. Sí, cómo no" pensó la chica, aunque en realidad quizá lo había dicho en voz alta. Tenía que ser así, puesto que alguien le respondió.

—Así que no crees en la magia, jovencita —musitó una voz a sus espaldas y Eli, de inmediato, volteó sobresaltada, para toparse con un hombre anciano, quien probablemente era el dueño de la tienda.

Al menos a simple vista parecía humano, pues aunque los androides habían evolucionado mucho y se asemejaban bastante al hombre, en aspecto y conducta, todavía era posible distinguirlos por el excesivo brillo que proyectaba el interior del iris, y por aquel tono monocorde, mecánico, que conservaba su lenguaje.

—Tengo veinte años. Ya no creo en muchas cosas —fue su respuesta, seguida de una sonrisa. Eli era bastante amigable —. Además, en el siglo que vivimos, la única magia de la que dispone el hombre, es aquella que le aporta la tecnología. "Estas son nuestras maravillas"—añadió la chica, y dirigió la vista, nostálgica, a través de la vidriera, hacia el ficticio techo del Centro Comercial.

—Puede que tengas razón, en nuestro siglo es así —convino el hombre, en tono amable—. Pero esta vela no es de este tiempo.

—¿Y de qué siglo es?—inquirió la joven, más por educación, que por verdadero interés.

—De varios en general y de ninguno en particular —respondió ambiguamente, con una pisca de picardía brillando en sus ojos celestes—. Cuenta la leyenda que aquella persona pura de corazón, que encienda la lumbre de esta vela en vísperas navideñas, se transporta mágicamente a otras épocas donde el cirio ha estado—informó.

—Es una bonita historia—respondió la chica y posó sus ojos verdes en el velón, que a simple vista no tenía nada de fascinante.

"Seguramente ahora viene la parte donde intenta vendérmelo" pensó.

¡Todo era consumismo! Pero tenía que admitir que, al menos, el vendedor se había inventado una historia original para un objeto tan poco peculiar y corriente.

Ya se estaba descubriendo su muñeca, cuyo interior albergaba el micro-chip con sus datos crediticios, para efectuar el pago automático de la "caduca vela", cuando el anciano dijo:

—Aquí tienes lumbre, si quieres encenderla y salir de dudas—acercó un encendedor automático a la chica, y luego añadió una oferta—. Si lo haces y no pasa nada, tus compras serán completamente gratis.

"¿Acaso me cree tan ingenua o es que en serio él mismo piensa que la historia es cierta?"

Aquello último era lo más probable. Regalar la compra, significaría una gran pérdida.

Al fin decidió que lo haría. Encendería la tosca vela y le diría al buen samaritano que había hecho un viaje astral con su mente a otras épocas y visto cosas extraordinarias, para dejarlo satisfecho, pero insistiría en pagar la compra.

Segundos después, Eli encendió la mecha y la pequeña flama creció tanto, que la terminó consumiendo también a ella.

Parpadeó un par de veces para adaptar su vista al ambiente, y cuando dejó de ver destellos luminosos, notó que ya no se encontraba en la tienda.

"¿Acaso aquel sujeto me ha noqueado y secuestrado? ¡No debí ser tan ingenua!" pensó con desespero.

Aunque el crimen se había reducido considerablemente, todavía quedaban algunos psicópatas seriales pululando por allí. Tanta amabilidad no podía ser real.

Dejó de sopesar esa posibilidad cuando comprobó que estaba rodeada de gente.

Primero, escuchó el bullicio de sus voces, luego distinguió la música, y también reconoció a la banda, ubicada sobre un pedestal, flaqueado por lisas columnas de fuste cilíndrico, decoradas de forma geométrica, muy al estilo Romano.

De hecho, el vestuario de aquellos extraños –y sorprendentemente el suyo- seguía su misma línea de túnicas y togas, lo mismo que el resto de las construcciones que rodeaban aquel foro central, su tipo de arquitectura. 

Vio mesas repletas de múltiples platillos, adornados con bayas y flores, y bebida en abundancia, distribuidas a lo largo de la plaza, donde varios individuos comían y bebían desaforadamente. Otros se dedicaban a la danza, los juegos de azar, o a "lúdicos" algo más indecorosos.

La animosidad del ágape público llenaba la atmósfera y los vítores y gritos de euforia aumentaban cuando alguien clamaba el nombre del Dios Saturno. Fue en ese momento que se dio cuenta que podía entender claramente el idioma, pese a que sabía que era otra lengua.

De pronto, un individuo tomó a Eli de las manos y la arrastró al corazón de la "fiesta" en el fragor de la danza.

Aunque todavía estaba absorta y maravillada con la magia del entorno, se dejó llevar sin protesta, pensando ahora que quizá todo era parte de un sueño inducido o una simulación de realidad virtual que iniciaba al prender la vela.

Más tarde, algo deshidratada, probó el vino y de paso algún que otro plato típico; y entre quesos, y mieles, vid y pescado, se fue acercando al Templo donde la figura del Dios, inmortalizada en la esculpida roca, componía una de las mayólicas piezas de aquel recinto y estaba rodeada por múltiples ofrendas ceremoniales.

En ese momento casi amanecía y la luz de la alborada alcanzaba indiscriminadamente las siluetas animadas e inanimadas, tiñéndolas de un único matiz anaranjado, aportando la claridad necesaria a la escena, y "Enhorabuena" pues las luces de los múltiples cirios, repartidos a lo largo y ancho del recinto, ya se estaban consumiendo.

Fue en ese momento cuando Eli notó aquella voluminosa vela blanca, que alguien había colocado pulcramente en la mano del Dios, como su antorcha personal, y recordó aquel objeto que la había llevado hasta ese punto temporal.

No sabía si se trataba del mismo cirio, pues ese le pareció un poco más entero, pero de todas formas avanzó hacia el mismo, con intención de examinarlo de cerca.

Fue en ese momento, que la multitud anunció a viva voz que ya era el tiempo del "Sol invicto" y tras esas palabras, por arte de magia, la flama de la vela volvió a embargarla.

Esta vez, el flash de luces no la encandiló, sino que fue más tenue, pues ella había cerrado los ojos a tiempo.

Se encontraba ahora en una antigüa ciudad doblemente amurallada, por ladrillo y por montaña.

Un monte destacaba sobre el resto, buscando alcanzar el cielo con su brazo de piedra, que brillaba bajo la luna plata.

Frente a sus ojos azorados, se alzaba, imponente, La Iglesia, cubierta por un velo invisible de beatitud.

Sus oídos pronto se llenaron con los cánticos y rezos de los feligreses.

Arrastrada por aquella aura ceremonial, oyó la misa sobre el Nacimiento del Mesías, compartió la Santa Cena- miga de pan y vino- y en breve peregrinaje con la multitud, visitó cada una de capillas que componían la construcción, deleitándose con los vitrales empíreos y vislumbrando El Calvario, El Aljibe, El Santo Sepulcro, y el Pesebre donde la gente dejaba sus velas encendidas como signo de fe, amor y esperanza.

No pudo evitar reparar también en el ancho cirio, cuya llama relucía como la misma estrella de Belén, por sobre el resto.

Aquella lumbre pareció guiñarle, ante el nuevo reconocimiento, mientras una música de campanas resonaba en el aire, justo antes de que la claridad la abrazara por completo.

Abrió los ojos al insólito espacio descubriendo que, esta vez, no era tan lejano en el tiempo.

La decoración de la vivienda la había visto en sus revistas Retro y muchos de los artefactos tecnológicos - electrodomésticos y dispositivos electrónicos- formaban partes de los anticuarios que ella solía frecuentar.

Pero lo que captó su atención sin duda, eran los múltiples adornos festivos y ornamentos que engalanaban la Sala. Las borlas brillantes, las tupidas guirnaldas y coronas de muérdago, colocadas en ventanales y puertas, los centros de mesa con frutos secos, las botas de terciopelo que colgaban del hogar chispeante y el inmenso pino cargado de galas, afeites y luces rutilantes y bajo aquel, los obsequios.

Desde el exterior le llegaron deliciosos aromas, el sonido de melodiosos cánticos y las voces dispares de otro grupo humano.

Salió fuera de la vivienda y contempló a varios individuos que compartían una cena comunitaria, al "fresco" aire libre, bajo la monocromática luz pálida de los distantes astros titilantes, y las coloridas led que adornaban las casas y los jardines de las mismas.

Alguien la vió sola, de pie en el umbral y la invitó a unirse a la celebración.

Eli aceptó gustosa.

Comió varios de los platos típicos: pavo, jamón, tartas, panes dulces rellenos, frutas abrillantadas, turrones, y bebió vino y sidra para calentarse, pues pese a que tenía puesta ropa de invierno, la brisa se tornaba cada vez más gélida, aunque la calidez la aportaban también la música, la charla, las bromas, y anécdotas compartidas.

Al final, cuando se alzaron las copas para el brindis de media noche, entre abrazos y buenos deseos, por parte de los adultos, e ilusiones de infantes -que afirmaban ver a Santa y a sus renos, aún entre las densas nubes que se habían ido apilando sobre el firmamento- empezaron a caer algunos copos de nieve, evento que no ocurría hacia tiempo, como signo de un auténtico milagro navideño.

Eli aunó sus manos, para dejar que se llenaran con un puñado de aquellas gemas de nieve, una imagen que atesoraría en su memoria por siempre.

Cuando la última perla helada se disolvió, ella seguía contemplando con anhelo, el hueco vacío de su mano, que alguien volvió a llenar prontamente con un velón.

Por primera vez, el cirio milenario estaba en su posesión, y ciertamente lo sintió mágico y más pequeño en tamaño.

Y mientras estallaban los fuegos de artificio en el cielo, una última vez su lumbre pestañeó en la tierra, antes de extinguirse por completo, al tiempo que la noche descendía plena sobre la escena y sobre ella.

El entorno se fue materializando bajo la fosforescencia de las luces artificiales y la realidad de su tiempo la asaltó, aunque ya no estaba en la tienda.

Eli se encontraba en un lugar más familiar y propio, su Restó.

Aún faltaban algunas horas para la media noche y el último comensal y empleado se había retirado hacía largo rato, puesto que todos deseaban aprovechar "La Gran Barata Navideña". Hecho que le dio el tiempo suficiente para preparar la "verdadera" celebración.

Entonces, recordando cada detalle de sus vivencias por los distintos parajes histórico-temporales que había visitado, comenzó a engalanar el espacio y a preparar la cena, no solo para ella, sino para todas aquellas personas que desearan sumarse y esperaba que fueran muchos, cuando anunciara que la cena sería gratis.

Tiempo después, cuando todo estaba dispuesto, Eli abrió las puertas de su pequeño Restaurante, que ahora se sentía más grande que nunca, y los curiosos transeúntes comenzaron a acercarse, atraídos no solo por su peculiar gastronomía sino también por la atractiva y pintoresca dinámica del espacio.

Muchos se maravillaban con los adornos y galas, con el árbol, los obsequios, el pesebre, y mientras más veían, algo en su interior se despertaba.

Los adormecidos recuerdos, el verdadero significado de las Fiestas, se hacía presente en su aletargada memoria, encandilada, por los brillantes eslogan publicitarios, de la sociedad de consumo.

Su espíritu individualista de dispendio se fue desvaneciendo y renació el espíritu de reunión, de solidaridad, el de celebración, de paz, de alegría y de amor.

Y así, luego de mucho tiempo de olvido, las luces de todos sus cirios interiores, también se fueron encendiendo. 

Fin.

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