Epílogo: Me morí

Hace un par de días volví a Estados Unidos luego de casi tres años viviendo en México. La sensación de que no soy de aquí o de allá persiste, pero la acepto y me digo a mí mismo y al resto que no tengo por qué limitarme a un solo sitio.

Sucedieron una infinidad de cosas durante el tiempo que estuve fuera. A veces pensaba que mi llegada a la Ciudad de México fue mi verdadero despertar a la vida, sin embargo, decirlo sería ignorar lo que experimenté en mi adolescencia. No podía hacer menos lo que pasé junto a Dylan y los demás. En especial proque la intervención del güero me hizo ser quien soy ahora. Sé que también generé un cambio en su vida y me gusta alardear con que fue para bien. 

Luego de habernos despedido en el aeropuerto, Dylan luchó contra la horda de emociones que le generó mi partida y logró llamar a su padre para que lo recogiera. Joe se desconcertó y le preguntó por detalles, pero quizá al escuchar el estado en el que se encontraba su hijo decidió dejar sus dudas de lado. Al llegar, halló a Dylan sentado en el suelo del aeropuerto, abrazando sus rodillas y llorando en silencio. Una vez en su coche, Joe lo interrogó, él no pudo más y le soltó casi todo.

Le dijo que me fui a México por tiempo indefinido y que se ponía así porque no solo éramos amigos, sino novios. Todavía me hace gracia el hecho de que Joe intentó calmarlo diciendo que lo nuestro solo fue un corto noviazgo adolescente y que vendrían muchos más, y Dylan, con toda la frustración que tenía le gritó:

—¡JOE, NO FUE CUALQUIER COSA! ¡FRANK Y YO TUVIMOS SEXO!

Puedo imaginarme la expresión de estupor del hombre, así como el rostro empapado de lágrimas de mi exnovio. Lo que vino después ya no fue hilarante, pues una vez en casa, Joe llamó a Eleonor para avisarle lo que había sucedido. La mujer, quien todo el tiempo pensó que Dylan estaba con Babi, fue hecha una furia a casa de la adolescente a reclamar por lo sucedido, pero no pudo hacerlo, ya que ella se hallaba en el departamento de Jeff. Los padres de mi amiga también se sorprendieron al enterarse, pues creían que su hija se encontraba en casa de Dylan. Todos ellos fueron hilando las mentiras y pistas que quedaron y, para cuando yo estaba aterrizando, mi familia —con excepción de Verónica— apenas iba enterándose de todo.

Sé que papá y la tía Aidée por poco van a la policía a avisar lo que había hecho, pero mamá logró hacerles saber que no serviría de nada. Lo que hicieron fue llamar a la tía abuela con el objetivo de asegurar mi locación; para eso yo ya estaba con ella y su nieto Joel —el puto repostero—, en su casa intentando comer, pues traía unas náuseas horribles. A pesar de mi agotamiento físico y mental, estuve toda la noche dándoles a cada miembro de mi familia explicaciones. En un punto, me harté y les grité cómo me sentía y lo que me llevó a tomar esa decisión. Fue tan dramático que incluso lloramos al teléfono, y todos se disculparon por la manera en la que me trataron.

Lo bueno fue que la tía abuela no me echó y me dejó quedarme en su casa, compartiendo habitación con Joel, quien estudiaba la universidad en la ciudad y era su única compañía. Durante mis primeros días estuve luchando con un resfriado terrible y tratando de convencer a mis hermanos de que no se atrevieran a venir por mí antes del evento en donde me encontraría con Ana Valenzuela. Lo logré, pero ellos me hicieron prometer que después de eso regresaría. Acepté, pues yo también quería volver a mi pequeña localidad entre bosques, en donde nada pasaba y se encontraba mi güero.

No me enamoré al instante de la Ciudad de México como a casi todos los extranjeros les sucede. Era enorme, sobrepoblada, caótica, olía mal, nunca se encontraba en silencio, en temporada de lluvias se inundaba casi a diario, siempre había tráfico, todo quedaba bien pinche lejos, el mundo entero tenía prisas y sucedían miles de cosas a la vez.

El día de la charla en la universidad y del encuentro con Ana me dolía el pecho y estaba tan cansado que apenas me podía mover, pero me tragué el malestar para cumplir la última voluntad de mi viejo. La abuela de Dylan —cuyo número tenía porque el güero me lo pasó— me ayudó a colarme en el auditorio universitario y conseguir un asiento en primera fila. Reconocí a Ana a pesar del evidente paso del tiempo.  Era una mujer cansada, pero vivaz, segura de sí misma y con una increíble capacidad para dominar el escenario. 

Al término del evento, alcancé a colarme tras bambalinas. Mis piernas temblaban, la frente me sudaba por la puta fiebre, pero pude interceptar a Ana poniendo una mano en su hombro. La anciana se giró con violencia y se preparó para darme un golpe, pero al verme se quedó en una especie de shock. Puede que le recordara a «Dani», al hombre que tanto amó en su juventud.

—Mi abuelo, José Daniel Mendoza, dejó esto para usted —dije, al tiempo que sacaba la carta de la buchaca de la gabardina de cuero. Tuve que apoyarme en un muro, pues ya no podía sostenerme.

Los ojos de Ana se cristalizaron, puso una mano cerca de su boca y con la otra sostuvo el sobre.

—¿Por qué ahora? —preguntó ella, retiró su mano y cruzó los brazos—. ¿Se esperó a morirse para mandarte a ti?, ¿es acaso tan cobarde? Ese no era el Dani que conocía —se limpió las pocas lágrimas que soltó y después dio media vuelta.

Abrí la boca, pero no se me ocurría nada. No me quedó más que ir tras ella, sin embargo, mi cuerpo no pudo más y caí desmayado. Desperté horas después en la cama de un hospital. Ana se encontraba sentada en una silla de plástico delante de mí, sosteniendo el sobre del viejo. Me dijo que aceptaba leerlo, pero solo porque tuve la suficiente fuerza y valentía para viajar tanto e ir así de enfermo a buscarla.

El médico dijo que no solo me dio una fuerte pulmonía, sino que tenía anemia, las defensas bajas, que estaba muy agotado y que posiblemente somaticé todo el estrés que sufrí durante los últimos meses. En resumen, un poco más y acompañaba a mi viejo en el más allá, pero solo me jodí los pulmones a los dieciocho años. Sé que cuando mi familia y Dylan se enteraron de mi estado, ignoraron todas las asperezas que tenían, y casi toman un vuelo juntos para venir a cuidarme, sin embargo, alguien —que no sé hasta la fecha quien fue— logró convencerlos a ambos de no hacerlo. 

Como es obvio, no podía regresar a Estados Unidos hasta que me recuperara; para eso, debía seguir el tratamiento, llenarme de vitaminas en forma de suplementos alimenticios, subir algunos kilos y descansar todo lo que me fuera posible. Lo que se traducía a estar convaleciente durante casi dos meses, de modo que tanto mi familia, como Dylan y yo, tuvimos que abandonar la idea de que volvería a Estados Unidos pronto.

Ana regresó al hospital al día siguiente, entraba a la habitación, me miraba de refilón, preguntaba cómo estaba y se marchaba. Aunque en el fondo quisiera, no tenía fuerza y lucidez para pedirle que me dijera algo sobre la carta y mucho menos para reclamarle por haber pagado la cuenta del hospital. Me dejaron regresar a casa una semana después, pero necesitaba permanecer en cama, aunque yo ya me sintiera medianamente bien. 

Durante esos días mi único entretenimiento, aparte de las llamadas de horas con Dylan, era charlar con Joel. Él era un año mayor que yo, estudiaba Gastronomía y además se dedicaba a vender postres. Lo miraba romperse la cabeza todas las noches con las cuentas del negocio y, una de esas tantas veces, me harté de no tener nada que hacer y le pedí que me dejara ayudarlo. Al inicio no quiso, pues creía que ponerme a pensar empeoraría mi enfermo, desnutrido, anémico, estresado y agotado ser, pero luego de mucho insistir aceptó. Logré resolver su problema y, al ver que al día siguiente no amanecí peor, decidió dejarme esa tarea y dedicarse a cocinar. Se lo agradecí, siempre necesité mantener la mente entretenida. 

Las visitas de Ana continuaron pese al cambio de locación, pronto compartimos más qué un par de frases y logramos tener auténticas conversaciones. Cuando me encontré más fuerte, pude preguntarle si había leído la carta y qué pensaba; ella formó puños con ambas manos, se sentó en la orilla de mi cama y bajó la mirada.

—Estuve 56 años resentida con Dani, no puedo detenerme luego de leer esa carta, pero lo que leí hace que sea más fácil que lo intente y creo que voy bien —respondió ella con una sonrisa amarga—, al menos ya no me da coraje verte la cara.

Compartimos una risa, que tuve que detener porque continuaba doliéndome el pecho. Ana regresó al día siguiente con un viejo álbum de fotografías y una memoria USB en la que su asistente guardó algunos videos que logró grabar de esa época. La tía abuela y Joel se unieron a ese viaje al pasado e incluso llamé a Dylan para que también lo hiciera, pues él, al igual que yo, era parte de eso.

Lo habíamos logrado juntos y sé que mi abuelo, desde el más allá, nos lo agradecía.

Ana continúa siendo una buena amiga, creo que ve reflejado en mí el nieto que nunca tuvo y yo a veces pienso en ella como la abuela que nunca conocí. Me pregunto si a la verdadera le molestaría, pero me digo a mí mismo que no tendría por qué hacerlo, pues ya han pasado muchísimos años. 

Cuando tuve la suficiente fuerza, decidí arreglar otro asunto: los bienes que heredé. Necesitaba cobrar la herencia, ver qué pedo con el departamento y pensar en qué haría con todo eso. La tía abuela me convenció de alquilar el inmueble, en cuanto al dinero podría quedármelo para mis caprichos, sin embargo, me sabía mal. Intenté convencer a papá de recibirlo, aunque se negó. La respuesta de qué podría hacer llegó cuando vi a Joel molesto porque su bicicleta ya no le servía para las entregas en puntos lejanos. Le compré una motocicleta y él me dijo que le había ayudado tanto con el negocio que ya parecía su socio.

Sé que fue una broma, pero a partir de eso comenzó a pedirme consejos acerca de su emprendimiento. Él no deseaba tomar decisiones difíciles relacionadas con administración o entregas, solo deseaba hornear cosas, así que de a poco fue delegándome esas tareas. Casi un mes después, cuando me recuperé, estaba arriba de esa motocicleta para repartir galletas al otro lado de esa ciudad monstruosa.

No era mi pasión ser repartidor y administrador de la tienda en línea de postres de un primo lejano, pero me sentía satisfecho al ver que gracias a mí el negocio crecía. Como dije una vez: quizá estaba hecho para ayudar con mi supuesto talento a locos soñadores. No sé si fue por eso o por qué ya había aprendido a amar la ciudad que tomé la decisión de extender mi estancia por un año; todos se molestaron por unos días, todos con excepción de Dylan. El güero quizá se tragó su dolor y aceptó que me hacía bien estar ahí, aunque me hizo prometer que haría todo lo posible por no volver a estar al borde de la muerte.

Los primeros meses de llevar la relación a distancia no fueron tan malos, teníamos horarios para mensajearnos, llamarnos e incluso nos enviamos cosas. Sin embargo, los deberes del último año de preparatoria, la presidencia del comité estudiantil y la búsqueda por ingresar a la universidad comenzaron a quitarle tiempo a Dylan. A su vez, yo le tomé gusto a deambular por ciertas zonas culturales de la ciudad y logré formar un nuevo grupo de amigos con el que hacer pendejadas; como salir de fiesta, fraguar a mitad de la madrugada un plan para irnos a la playa más cercana —a cuatro horas y tres si le pisabas— y simplemente hacerlo. 

Recuerdo despertar, bajarme del coche y encontrarme en las costas de Veracruz. Tenía una resaca horrible, apestaba a algo dudoso y sabía que me regañarían cuando tuviera que explicar dónde estuve, pero también guardo en mi memoria la imagen del amanecer en la playa y el beso del agua salada en mi rostro.

Fue en una de esas fiestas de fin de semana en la Zona Rosa —que está llena de bares LGBT— en las que por poco y beso a un vato. No sé qué fue, todavía me arrepiento. Eso me supo tan mal que decidí confesárselo a Dylan, él se molestó, pero me contó que una chica del comité lo invitó a salir y que después de lo que le dije no sabía si aceptar o no. La parte más impulsiva y apasionada de mí me decía que me dejara de pendejadas y volviera a Estados Unidos, aunque para ese momento ya sentía que tenía los pininos de una vida, no ideal, pero que ya no me disgustaba.

Luego de unos días en los que ambos lo meditamos llegamos a la conclusión de que lo sano era terminar. Intenté tomármelo con madurez, pero mentiría si les dijera que no me puse mal y le estuve llorando por semanas. No podía pasar al lado de una pinche tienda de peces sin pensar en su mirada que casi nunca me dejaba ver, en sus manos que me acariciaban, la sonrisa que me convencía de todo y su bien intencionada, pero brutal, franqueza. Volví a salir de fiesta cuando todavía no lo superaba y me emborraché tanto que estuve a punto de comprar un boleto para volver a Estados Unidos. Mis amigos —que tampoco estaban muy lúcidos— me amarraron a una silla y me vigilaron hasta que el antro cerró. La dolorosa ironía de esa salida fue que perdí uno de los tenis que me había dado el güero. Eso sí, todavía conservo el collar de coral, aunque ya no lo uso.

Sé que Dylan también se puso mal, porque Babi me lo contó luego de mucho insistirle para que lo hiciera. Sin embargo, pocas cosas hay que el tiempo no cure y el dolor de nuestra separación no fue una de ellas. Supongo que ambos llegamos a la conclusión de que había vida más allá del amor que nos tuvimos. Me alegra que a él le haya ido bien; sé que dio el discurso de graduación de preparatoria, que entró a la misma universidad que Babi, que ahora vive con ella allá y que visita regularmente a su familia. 

El güero obtuvo todo lo que siempre quiso sin perderse a sí mismo y por eso continúo admirándolo.

Yo, por mi parte, comencé a ir a terapia por insistencia de Ana y la tía abuela, gracias a eso descubrí que Dylan siempre tuvo razón sobre mis capacidades. Saberlo a los casi diecinueve años no fue un desperdicio como creía, pues luego de la crisis existencial llegó un proceso de autodescubrimiento en el que todavía sigo. No poseo una certeza absoluta de quién soy, pero al menos estoy dejando de esconderme.

También soy medio dueño de una cafetería en una zona céntrica de la ciudad a la que por suerte le va bien, eché a los inquilinos del departamento de mi viejo y ahora vivo ahí y solo. Joel se burla diciendo que cumplí la fantasía más grande de toda persona de menos de cuarenta años en ese país. Además, estoy tentado a entrar a la universidad el siguiente año a estudiar Negocios o alguna mierda así, aunque todavía no me decido, Ana sigue intentando convencerme. Quizá haga el examen solo para ponerme a prueba, similar a lo que hice cuando me metí a un torneo regional de ajedrez y quedé en tercer lugar.

La relación con mi familia se volvió tensa durante el primer año que estuve fuera, aunque ellos no tardaron en aceptar que me estaba haciendo bien estar ahí e incluso cada uno de mis hermanos vino a verme por separado. Espero pronto poder recibir a mis padres en mi intento de hogar, pues ellos obtuvieron la nacionalidad al entrar Brandon a las fuerzas armadas de allá. Es esa la razón por la cual regresé, luego de tanto tiempo, a Estados Unidos, pues eso era algo que en serio tenía que celebrarse.

Cuando volví a ver a mamá no sabía qué cara poner, pero ella, luego de mirarme, me abrazó con fuerza, papá no tardó en unírsenos. Ambos se disculparon —por milésima ocasión— por no haber hecho más por mí y por orillarme a escapar. Yo les repetí lo que ya sabían; que fue una auténtica mierda, pero que gracias a eso me encuentro mejor que nunca.

Antes de la fiesta, decidí andar por todos esos lugares que me traían recuerdos de cuando tenía menos de veinte años. Pasé por el acuario en el que trabajaba, por la escuela y por el gimnasio; me fue imposible no sonreír con amargura cuando en mi cabeza se proyectó una imagen mía junto al güero, los dos montados en la vieja motocicleta que todavía extraño. Puede que eso me hiciera tomar la decisión de ir al bosque en el que ambos nos dimos nuestro primer beso, ahí donde le dediqué una cursi canción y nos dijimos por primera vez que nos amábamos.

Hacía un frío bien culero, pues estamos en pleno invierno, además de que me acostumbré ya al clima de la Ciudad de México. Aun así, me puse enfrente del lago por un buen rato y agaché la mirada para ver si encontraba algún pez. Cuando estaba a punto de irme, escuché el ruido de una rama romperse, me volteé con celeridad, encontrándome con un joven alto, con rebeldes cabellos rubios y mirada severa. Me tallé los ojos para confirmarme que a quien veía era a Dylan Friedman. Él se asustó, dio un respingo y sus pies acabaron metidos en el agua. Seguía siendo el güero que recordaba, pero había algo en su rostro que me decía que maduró. 

Guardé las manos en las buchacas de la gabardina de mi viejo y también metí los pies al lago para quedar a su altura. El güero me sonrió con ansiedad y caminó en el agua hasta acercárseme. Mi corazón latió con fuerza, quería preguntarle tantas cosas.

 ¿Cómo le había ido?

 ¿Qué hacía ahora en la universidad? 

¿Tenía nuevos corales?

¿Todavía pensaba en mí?

Creo que él deseaba lo mismo, pero no hizo más que soltar una risa nerviosa. No estábamos listos para preguntarnos y decirnos todo lo que queríamos, de modo que acordamos vernos hoy en la heladería a la que escapábamos cuando éramos todavía estudiantes de preparatoria. 

No sé qué sucederá entre los dos, pero estoy emocionado y sé que el chico que cultivaba arrecifes también lo está.

Fin.

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