Capítulo 8
—Pastor Franco, necesito hablar con usted sobre algo muy grave que sucedió con mi hijo.
—¿Lucas está bien?
—Sí, bueno... —hizo una pausa—. Fuimos a visitarlo con mi esposa la semana pasada y por obra de Dios descubrimos que andaba en malos pasos.
—Me resulta difícil creer que el pequeño Lucas sea un mal hombre. Ustedes lo criaron con muy buenos valores. ¿Qué fue lo que descubrieron, hermano?, no tenga miedo de decírmelo.
—Bueno, él es... Descubrimos que mantiene una relación con un hombre. Es... homosexual.
Se escuchó un breve silencio que fue interrumpido por un suspiro.
—El diablo anduvo metiendo la cola.
—No sé qué hacer, le hablé de la iglesia, lo invité a venir pero él está completamente negado, no quiere saber nada con los caminos del señor, creo que ya está completamente perdido.
—Pasame su número de teléfono, voy a llamarlo; una oveja descarriada no siempre se termina perdiendo. Tenga fé, Horacio.
El hombre le dictó el número de su hijo y colgó rápidamente cuando escuchó la puerta junto al sonido de las llaves golpeando unas contra otras. Su esposa lo miró seria, dejó las bolsas sobre la mesa de la cocina y caminó hacia él.
—¿Con quién hablabas?
—Con el pastor Franco —respondió seco.
—¿No le habrás dicho lo de Lucas, ¿verdad? —El silencio del hombre se lo confirmó—. Deja de exponer a nuestro hijo como si fuera un bicho raro; los problemas familiares deben quedarse en la familia, Horacio.
—¡Mi hijo no puede ser maricón! —gruñó, golpeando la pared con el puño—. Tú siempre lo consentías, lo criaste demasiado blando y ahora está torcido. El tiene que ser un hombre, Norma, ¡un hombre!
—Deja de buscar culpas donde no existen, Horacio; Lucas es tu hijo también, debes amarlo y respetar sus decisiones. No es menos hombre por ser homosexual.
—¿Ahora te pones de su lado?, eres necia, mujer. El chico se condenó, es una aberración, ¡una escoria!
Ella levantó la mano y acertó una bofetada que golpeó de lleno en la mejilla del hombre, quien se sobó el rostro, sorprendido.
—No vuelvas a hablar así de él, tú también estás pecando. Debes amar a tu hijo sea como sea y aceptarlo.
—¡De ninguna manera voy a aceptar esto!
—Entonces no eres un buen cristiano.
. . .
Estaba saliendo de la oficina cuando sentí el teléfono vibrar dentro de la mochila, antes de ver quien llamaba crucé la calle para llegar a la parada del autobús; esa tarde había quedado con Santiago y no quería retrasarme. Miré la pantalla del teléfono, entusiasmado, creyendo que él era quién me estaba llamando, pero figuraba un número desconocido. Chasqueé la lengua, luego me colgué la mochila al hombro, y el bus llegó justo cuando quise devolver la llamada. Supuse que si se trataba de algo importante volverían a llamar, así que me guardé el teléfono en el bolsillo y decidí no darle demasiada importancia.
Se habían cumplido tres semanas desde lo sucedido con mis padres. A pesar de haber pasado tanto tiempo sin comunicarnos, sin hablar con mi madre que acostumbraba a llamar semanalmente, la angustia y la culpa por fin estaban desalojando mi pecho.
Cuando llegué a mi casa me encontré a Santiago en el sofá, mirando televisión; me recibió con una de esas sonrisas encantadoras que solo a él le salían. Dejé la mochila sobre el sofá y me senté junto a él, aflojando el nudo de mi corbata.
—Te queda bastante bien el uniforme —comentó, extendiendo el brazo por el respaldo del sofá para disimular un abrazo.
—Cállate... —respondí avergonzado.
Santiago acabó yéndose con una copia de mis llaves el día en que mis padres lo supieron todo. Yo estaba lidiando bastante bien con la situación; él había cumplido con la promesa de ir despacio, notaba que a veces incluso se medía más de la cuenta. Sus atenciones no iban más allá de un abrazo o un beso fugaz que me robaba cuando estaba distraído. No habíamos vuelto a tener sexo a pesar de que pasábamos casi todas las noches juntos. Incluso me acostumbré a verlo llegar con el vestido rojo en el bolso y con la cara maquillada fin de semana por medio.
—¿Cómo te fue hoy?
—Bien, adelanté bastante trabajo. Me estuvo llamando un número desconocido cuando salí —dije, sacándome el teléfono del bolsillo—. Creí que eras tú.
—¿No serán tus padres?
—No, ellos no tienen celular.
—¿Por qué no devuelves la llamada?
—Supongo que si es algo importante volverá a llamar, no insistió demasiado así que no debe ser nada grave.
Dejé el teléfono sobre el brazo del sofá y lo miré de reojo. Cada vez que quería avanzar un poco más con él, la vergüenza me abofeteaba y me obligaba a quedarme en mi sitio, esperando a que él se animara a hacer algo. Sin embargo, se suponía que había sido yo el que había puesto los límites, por tanto era yo quien debía romperlos. Tomé aire, me giré hacia él y le di un beso en los labios.
—¿Qué fue eso? —preguntó sorprendido, con una sonrisa.
—Nada, ¿qué va a ser? —respondí enseguida—, solo un beso.
—Bien. Fue lindo, ¿puedo responder?
Asentí, encogiendo los hombros para parecer desinteresado.
La cuerina del sofá se quejó cuando Santiago se deslizó para acercarse a mí. Me agarró de la nuca con suavidad y respondió mi beso con uno profundo y ardiente. Suspiré sobre su boca, agarrándome de su ropa cuando el cosquilleo en mi estómago me sacudió hasta los pensamientos. Sus besos eran deliciosos, tan buenos que me hacían sentir que realmente tenía que haber algo mal con todo eso. Busqué su boca nuevamente, acariciándole el pecho, y en ese momento el teléfono comenzó a vibrar de nuevo.
—Carajo... —murmuré sobre su boca, haciéndolo sonreír.
—Contesta, voy a hacer la cena.
Cuando se levantó del sofá, yo tomé el teléfono de mala gana.
—¿Hola?
—¿Lucas?
—Sí, ¿quién habla?
—Qué bueno escucharte. Soy el pastor Franco, ¿te acuerdas de mí?
Santiago notó que algo andaba mal cuando vio la expresión en mi cara.
—Sí, me acuerdo —respondí seco.
—Tu voz ha cambiado mucho desde la última vez que te escuché. Suenas como todo un hombre. Imagino que sabrás por qué te llamo; tu padre me dio tu número, está muy preocupado por ti.
—¿Ya fue a decirle que tiene un hijo maricón? —contesté de mala gana.
—No me lo dijo con esas palabras... Lucas, me sorprende que después de grande se te ocurra hacer estas cosas. Yo tuve tu edad, sé que a los veinte uno quiere comerse el mundo y probarlo todo, pero, ¿realmente crees que estás yendo por el camino correcto?, ¿qué precio vas a pagar por experimentar?
Me masajeé el puente de la nariz, fastidiado. Santiago tomó asiento en el sofá individual, y me miró con preocupación.
—Mire, Pastor, no sé lo que le habrá dicho mi padre; tampoco es que haya podido contarle mucho porque se largó de mi casa sin siquiera permitir que yo le explicara nada, pero esto me parece una falta de respeto. Usted no sabe nada de mí, no debería llamarme para cuestionar lo que hago.
—Debes entender a tu padre, Lucas; los padres siempre queremos lo mejor para nuestros hijos, él está realmente angustiado por ti. Lo que tú tienes es un ataque de rebeldía, estás viviendo una ilusión, pero estás tan cegado que no eres capaz de ver que te estás condenando.
—No entiendo por qué, no maté a nadie ni soy un mafioso. Solo tuve sexo con un hombre y me gustó —escupí con desdén.
Santiago me miraba desde su sitio, con los ojos bien abiertos.
—Pareces muy orgulloso por tu pecado.
—Estoy orgulloso porque finalmente entendí que todo lo que estuve haciendo hasta ahora era para complacer a mi padre. Yo no era feliz, no tenía vida, pero ahora las cosas son diferentes. Mire, pastor, aprecio mucho su llamada, pero esta conversación se termina aquí. Si ustedes quieren seguir al pie de la letra lo que dice la biblia, cásense con sus hermanas para seguir la descendencia, tire la primera piedra si nunca cometió un puto pecado, y principalmente deje de escudarse en su religión para condenar a la gente porque usted no es Dios, y si ese Dios del que hablan realmente existe, que sea Él quien me juzgue cuando sea el momento. Ni usted ni mi padre tienen ese derecho.
Colgué la llamada con las manos temblorosas por la rabia. Santiago se levantó para acercarse a mí. Me aferré a su espalda cuando él me dio un abrazo, y escondiendo el rostro en el hueco entre su cuello y su hombro. Estaba angustiado y furioso en partes iguales, no terminaba de creerme lo que mi padre estaba haciendo.
En ese momento comprendí lo que la gente sentía cada vez que yo los señalaba con asco y me burlaba de ellos. Recordé las ocasiones en las que escupía palabras de odio, las mismas que me habían sido impuestas durante toda mi infancia. Comprendí que yo no era nadie para juzgar y sentí pena de mí mismo. No importaba que aquello fuera producto de una crianza dogmática, el daño estaba hecho y ahora me tocaba a mí vivir lo mismo en carne propia.
—A veces somos tan hipócritas —dije con la voz ahogada, apoyando la mejilla en el hombro de Santiago—. Creemos que lo sabemos todo, que somos buena gente y que tenemos el derecho de escupir toda la mierda que se nos cruza en la cabeza.
Sentí sus brazos rodear mi espalda, sus manos acariciándome los omóplatos y la nuca.
—Saca lo bueno de todo esto, estás haciendo catarsis y de paso estás aprendiendo otra vez.
—Lo siento tanto...
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