Capítulo 6
—¡Lucas!, qué bueno que te encontramos en casa. Decidimos venir porque no respondiste ninguna de nuestras llamadas. Estábamos preocupados por ti.
Ver a mis padres parados en la puerta de mi casa era como la peor de mis pesadillas. Sí, había estado evitándolos. Necesitaba ordenar mis ideas antes de contestar sus llamados porque, por supuesto, ellos no tenían que saber nada de lo que estaba pasando.
Mi madre dejó el bolso sobre la mesa y al disimulo le echó un vistazo a la casa mientras mi padre trataba de sacarme tema de conversación. Lo único que deseaba era pasar el resto de la tarde durmiendo, algo que ya no iba a ser posible.
—¿Se quedan a almorzar? —pregunté.
—Claro que sí. Viajamos tres horas y media para verte —dijo mi padre, serio.
—Voy a preparar tu plato favorito, Lucas, ¿tienes verduras?
—En la nevera... —dije tratando de ponerle un poco de alegría a mi voz. Mi madre asintió con una sonrisa y desapareció en la cocina.
Mi padre se acomodó en el sofá, y su mirada insistente me hizo sentir incómodo.
—¿Qué has estado haciendo?, tu madre estaba muy angustiada porque no respondías ni sus mensajes ni sus llamadas. ¿Qué puede ser más importante que tus padres?
—Tuve mucho trabajo —hice una mueca—. Me cambiaron los horarios y llegaba solo a dormir. Lo siento, no quise preocuparlos.
Él asintió, pero el gesto adusto de su rostro me hizo saber que no estaba conforme con mi respuesta.
—El pastor Franco te mandó saludos. Pregunta todo el tiempo por ti. Todavía recuerda cuando eras un niño y trepabas los naranjos de la capilla. ¿Tienes una cerca por acá?
—No, no lo sé... —respondí, un tanto fastidiado.
—Ay Lucas, ya hablé contigo sobre esa negación absurda que tienes. Llevas el nombre de un evangelista, tu destino ya está marcado, tú deberías seguir el camino que Dios tiene preparado para ti.
—Papá, no empieces con eso de nuevo. —Me levanté del sofá, buscando los manteles individuales para poner en la mesa—. Ya te dije que yo no quiero seguir ninguna religión; eso no es lo mío.
—No se trata de que sea lo tuyo o no. Eres mi hijo, tú debes seguir con nuestras costumbres. Puedes conseguir una esposa, una buena mujer que esté en el camino de Dios, puedes casarte y tener hijos. ¿No quieres esa vida para ti?
Mi puño cerrado golpeó la mesa y mi padre se sobresaltó.
—Esa es la vida que tú quieres, no la que yo quiero. Estoy bien así como estoy, deja de planear cosas en el aire porque no soy tu títere, papá.
—Ojalá el tiempo te haga recapacitar, Lucas... Le pediré a Dios por ti.
—Claro... —chasqueé la lengua.
Mi madre salió de la cocina al cabo de un rato, con una tarta de verduras en una bandeja. Mi padre y yo ya estábamos sentados en la mesa, uno en cada extremo. Nuestras miradas no volvieron a cruzarse. De vez en cuando escuchaba sus suspiros pesados, como si quisiera hacerme notar lo decepcionado que estaba de mí. Yo intenté pasar por alto su mala actitud solo para no angustiar a mi madre. Mi padre no tenía reparo en decir lo que pensaba; le importaba muy poco que otras personas estuvieran presentes, pero yo sabía que a mi madre no le gustaba escucharlo vociferar, se ponía muy nerviosa y casi siempre acababa llorando.
—Dime, Lucas, ¿cómo te ha ido en el trabajo?, ¿sigues en la misma empresa?
Mi madre había dejado la bandeja humeante en el centro de la mesa.
—Sí —me serví una porción de tarta y la partí con el tenedor—. La semana pasada cumplí tres años en ella. Estoy bastante cómodo.
—Si tu madre y yo no te hubiéramos pagado la carrera y no hubiésemos insistido, todavía seguirías de volantero en la calle —comentó mi padre, luego se llevó una porción de comida a la boca.
Mi madre tosió. Yo bajé la mirada y comencé a comer, en silencio.
—¿Conociste a alguien nuevo? —comenzó ella, intentando reanudar la conversación.
—¿Cómo? —La miré con los ojos bien abiertos, aterrado—. No...
—Con lo guapo que eres, seguro debes tener un montón de pretendientas. Sacaste los ojazos de tu abuelo, grises como en un día tormentoso, pero preciosos. —Me agarró el mentón con una mano en un gesto cariñoso, yo le sonreí—. Me muero por ver cómo serán mis nietos, ¿cuándo piensas casarte?
—No está en mis planes por el momento...
—Nunca estará en sus planes, Norma, recuerda que a él no le gustan "esas cosas".
Me mordí el labio, alzando una ceja; las provocaciones de mi padre estaban comenzando a fastidiarme. Él siempre tenía una respuesta para todo, y esta vez no era la excepción.
Antes de comer el postre, ayudé a mi madre a levantar la mesa. Ella había traído sus pequeños platos de porcelana para servir su tarta de manzana casera, mi preferida. Mi padre no paró de atacarme ni por un segundo; y aunque mi madre trataba de suavizar sus comentarios con sonrisas forzadas y chistes, a esas alturas ya no había nada que pudiera romper la tensión que se había generado en el ambiente.
Nada podía ser peor. Le di un mordisco a la tarta, intentando que el sabor dulce y nostálgico me hiciera más amena la visita. En ese momento, golpearon la puerta.
—Yo voy —dije con la boca llena, limpiándome con una servilleta.
Cuando abrí, mi sorpresa fue tan grande como mis ganas de morirme allí mismo.
—Hola, Lucas. Discúlpame por venir así, necesito hablar contigo.
—Santiago... —balbuceé, con los ojos bien abiertos—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Tu amiga me dio la dirección de tu casa. Mira, no quiero quitarte mucho tiempo, solo quería hacerte saber que siento lo que pasó la otra noche en el bar, estaba muy molesto y ofendido contigo, pero no debí comportarme de esa forma. —Yo solo asentí, duro como una roca. Cuando abrí la boca para decirle algo, él continuó hablando—. Tú sabes que lo que pasó entre nosotros para mí significó mucho más que una noche de sexo. Sé que para ti se está haciendo muy complicado esto de asumir..., bueno, ya sabes. Solo quiero que sepas que lo comprendo y que nunca quise forzarte a nada.
—No es... yo no... no es momento para hablar de esto... estoy...
—Lucas... ¿Qué es esto?
La voz de mi padre a mis espaldas hizo que el peor de mis temores se volviera una realidad. Me di vuelta de inmediato, con el estómago apretado; ambos estaban allí parados, escuchándolo todo. Miré a Santiago de nuevo, su rostro se contrajo en una mueca. Apretó los dientes y los colores se le subieron al rostro.
—Hijo, ¿quién es este hombre? —La voz trémula de mi madre fue como un flechazo que me desgarró el corazón.
—Mierda, Lucas..., ¿por qué no me dijiste...?
—No parabas de hablar... —respondí con la voz temblorosa.
La angustia y la vergüenza hicieron su parte cuando me topé con la mirada severa de mi padre, sus pupilas temblaban de enojo. No sabía qué responderles, y ellos estaban esperando una respuesta convincente.
—Lucas, por favor, dinos qué es lo que está pasando... —mi madre extendió las manos y quiso acercarse hasta mí, pero mi padre la detuvo.
—Qué pregunta más tonta, mujer. ¿No es obvio? ¡Es por esto que no quería hablarnos! Él es... Ni siquiera sé cómo decirlo. ¡Está haciendo cosas con ese tipo!
—No, papá, las cosas no son así...
—¡Yo lo escuché, Lucas! —gritó, furioso—. Escuché todo lo que te dijo. Eres un asqueroso. Jamás imaginé que tú serías capaz de hacerme esto. Hubiera preferido que fueras un delincuente.
—¡Horacio! —Mi madre le dedicó una mirada dura que mi padre esquivó—. Para ya con esto, deja que él hable.
—¿¡Qué va a decir!?, ya está todo claro. Deshonró el apellido, a mi familia; echó por la borda todo lo que le enseñamos.
—Papá, no hagas esto, yo no quise...
—No vuelvas a llamarme "papá". Yo ya no soy tu padre, ¿oíste?, estás muerto para mí, eres una vergüenza.
Tomó su abrigo, lo apretó en su mano y se marchó, pechándome a mí y a Santiago. Mi madre se quedó parada unos momentos en la sala, mirándonos a ambos, compungida, cubriéndose la boca con ambas manos.
Agarró su bolso, la chaqueta, y al pasar por mi lado me tomó del rostro y besó mis mejillas y mi frente.
—Luego hablamos, hijo.
Sentí que mi mundo acababa de derrumbarse. Las palabras duras de mi padre me hicieron tanto daño que comencé a sentir náuseas. Santiago cerró la puerta y me sostuvo por la espalda.
—Lo lamento tanto... —dijo casi en un susurro—. Yo no sabía que estaban aquí...
Su tacto era suave, temeroso.
Yo solo comencé a llorar. Dejé que las lágrimas se llevaran un poco de toda la angustia que cargaba en el pecho. Ya no me importaba que Santiago me viera en ese estado.
—Abrázame, por favor...
De inmediato sus brazos me rodearon y me apretaron contra su pecho. En ese pequeño refugio me sentí libre para llorar mientras mi mente repetía una y otra vez las palabras crueles de mi padre: Estás muerto para mí, eres una vergüenza.
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