Capítulo 2
"Holi, estoy planeando una reunión en casa por mi cumple, ya sabes, la tradición de todos los años. Clau y Sebas van a venir, ¿y tú?".
Recibí el mensaje de Gigi cuando estaba regresando a casa del trabajo. Cuando conseguí un asiento libre en el autobús, me acomodé y le respondí:
"Claro, ¿a qué hora es?, ¿qué quieres que te regale este año?".
"Va a ser el viernes, como a las seis de la tarde, a esa hora salen los chicos de trabajar. Tráeme lo que quieras, igual con tu presencia es más que suficiente <3".
"Bien, cuenta con eso entonces, nos vemos en dos días :)".
Bajé del bus y caminé a mi casa con los auriculares puestos, disfrutando de la brisa nocturna que acariciaba mi rostro y me alborotaba el pelo.
Llegar a casa después de una eterna jornada laboral para mí era la gloria. Solía quitarme los zapatos y dejar mi mochila en el primer lugar que cayera, era como una forma simbólica de quitarme toda la mala vibra del día.
Cuando llegué, seguí mi ritual al pie de la letra: caminé descalzo hasta el comedor y luego de ponerle comida a mi gato revisé mi contestador. Tenía tres mensajes, dos sin mucha importancia y el tercero de mis padres.
"Hola, Lucas, esperamos que estés bien. Tu madre y yo pensábamos ir a visitarte o invitarte a comer a casa, hace un mes que no nos vemos y te extrañamos mucho. Cuando llegues a tu casa llámanos".
Al escuchar la voz de mi padre se me revolvió el estómago de nervios. Obviamente él no sabía absolutamente nada de lo que había pasado, era imposible que se enterara porque nadie más que yo y Santiago lo sabíamos, pero yo sentía que lo tenía escrito por toda la cara, con lujo de detalles. ¿Cómo se supone que lo miraría a los ojos después de haberme pasado toda su enseñanza por el arco del triunfo? Mis padres eran tan perceptivos que sabían cuando algo me pasaba aunque yo no dijera una palabra, y quizás por preocupación o por curiosidad, me hostigaban hasta averiguarlo. La mayor parte del tiempo me inventaba alguna excusa creíble: mucho estrés en el trabajo, problemas en mis relaciones amorosas —inexistentes desde hace meses—, o cualquier otra cosa que los dejara tranquilos. Lamentablemente la relación con ellos no era tan estrecha; los amaba y sabía que ellos me amaban, pero eran tan cerrados, tan chapados a la antigua, que en ocasiones rayaba lo absurdo. Sumado a eso, su fanatismo religioso pretendía arrastrarme a una rutina que incluía ir a misa los domingos y rezar un "Padre Nuestro" antes de cada comida.
—Mañana los llamo —dije en voz alta, tirándome en el sillón, con el control de la tele en la mano.
. . .
El viernes salí del trabajo a las corridas. Pasé por una tienda para comprarle un presente a Gigi, luego tomé un taxi hasta mi casa. Tenía una hora para aprontarme antes de salir, Gigi detestaba que llegara tarde.
Cuando terminé de adecentarme, agarré lo necesario y salí de mi casa. Tenía dos llamadas perdidas y una nota de voz de Gigi recordándome lo impuntual que era. Me bajé del taxi, revisé mis bolsillos y me metí a su casa.
—Llegaste tarde —me dijo, dándome un beso en la mejilla con cara de pocos amigos.
—Perdón. —Le entregué su presente—. Me hicieron perder el tiempo en el trabajo, vine lo más rápido que pude.
Gigi asintió, haciéndome un gesto con la mano.
—Vamos adentro, Clau y Sebas ya llegaron.
Me sorprendía ver la cantidad de gente que había acudido a la "reunión". Reconocí a algunos invitados que me saludaron al llegar: amigos de Gigi, compañeros de trabajo con sus parejas, y algún familiar.
Sebas y Claudia me recibieron con un abrazo y un beso en la mejilla. Nos sentamos los tres en un sillón cuando Gigi se fue a recibir al resto de los invitados. Por lo menos no me iba a aburrir demasiado si ellos estaban conmigo.
—A ver si no tomas más de la cuenta y le arruinas la fiesta a Gigi, huevón —me dijo Sebas, con una sonrisa.
—Cállate, Sebastián —respondí enojado.
—Chicos, no se pongan a discutir ahora porque les doy un golpe a cada uno.
Sebas se carcajeó, yo me crucé de brazos, molesto.
Al cabo de un rato, entre charlas y risas, la situación se puso un poco más amena.
Llevábamos un rato sin ver a Gigi, hasta que apareció entre los invitados, trayendo a alguien de la mano.
—Chicos, ¡miren quién llegó!
Justo cuando creía que todo estaría bien, se me congeló hasta el alma. Me paré rápido, con los ojos bien abiertos. El vaso de bebida se me cayó al piso, creí firmemente que estaba parado frente a una de las peores visiones.
—Oh, el que le salvó el culo a Lucas —comentó Sebas, luego le extendió la mano para saludarlo.
—Hola, chico del vestido —saludó Clau, coqueta.
—Soy Santiago, es un gusto verlos de nuevo —dijo con esa desesperante sonrisa encantadora que parecía ser capaz de convencer hasta al más negado—. Hola, Lucas.
Escuchar mi nombre fue como recibir un flechazo en medio del pecho. Tragué duro, haciendo una mueca que quiso parecerse a una sonrisa.
—Hola. Gigi... —la agarré del brazo con fuerza —, ¿podemos hablar un momento?
La saqué de la ronda sin darle tiempo a responderme. Los demás se quedaron conversando con Santiago, que parecía muy cómodo con toda la situación.
—¿Qué te pasa, Lucas?
—¿Qué está haciendo el barman acá?
—Yo lo invité para agradecerle por el buen gesto que tuvo contigo la otra vez. ¿Cuál es el problema?
—No era necesario que hicieras eso —dije en tono molesto, Gigi me miraba extrañada.
—¿Por qué te enoja tanto? Si no fuera por él, seguro terminabas en cualquier lado. Muy poca gente haría lo que hizo Santiago por ti.
—Sí, lo dudo... —murmuré, con los dientes apretados.
—Si pasó algo malo con él cuéntamelo y le digo que se vaya.
—No..., no pasó nada. Es solo que me sorprendió un poco verlo por acá, nada más. Está todo bien, tranquila.
Gigi me conocía demasiado bien como para no saber que le estaba mintiendo descaradamente. A pesar de eso prefirió dejar las cosas como estaban y continuar con la fiesta, pero yo sabía que aquel silencio no duraría mucho, su expresión me lo dijo todo.
Regresamos al rincón donde los chicos seguían charlando, Santiago se había apoyado en la pared, con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un vaso con refresco. Su amabilidad y simpatía hizo que cayera en gracia de inmediato, era el tipo de persona que encajaba en todos lados. Yo me mantuve todo el rato en silencio, respondiendo las preguntas o los chistes con gestos o monosílabos. Estaba incómodo y avergonzado; me sentía un idiota por dejarme en evidencia yo mismo.
Sentí que alguien se sentó junto a mí y cuando giré la cabeza lo primero que vi fueron un par de ojos azules que me sacaban radiografía. Desvié la mirada, incómodo.
—¿Qué pasa contigo?
—¿Qué te importa? No deberías estar aquí.
Santiago se rió ante mi respuesta infantil.
—Tu amiga me invitó y me pidió encarecidamente que viniera. No quise ser grosero.
—Ni siquiera la conoces.
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿No debo ser cortés con alguien porque no lo conozco? Entonces debí haber dejado que ese tipo del bar te llevara.
—Quizás sí, yo podría haberme defendido.
—Sí, claro, no podías ni mantenerte parado.
Bufé, fastidiado.
—¿Qué quieres?
—¿Yo? —preguntó en tono inocente, con una sonrisa—. Yo nada, solo vine a charlar contigo porque pareces un niño empacado en el rincón. Tus amigos son simpáticos.
—Sí, qué bueno que te hayan caído bien —dije en tono sarcástico—. Ya eres como de la familia.
—No sabía que eras tan fastidioso, Lucas. ¿Por qué estás tan enojado conmigo?
—Yo no estoy enojado contigo, ni siquiera te conozco.
De nuevo lo escuché reírse. Tomó un sorbo de refresco antes de responder.
—Claro, imagino que no. —Se levantó—. Te estás comportando como un niño inmaduro. Si pretendes ocultar algo, déjame decirte que lo estás dejando muy en evidencia.
—¡Cállate! —Me puse de pie como si el sillón me hubiese mordido el trasero. Apoyé mi mano en su pecho, pegándole un empujón corto y seco que apenas consiguió moverlo—. Vamos a hablar a otro lado, muévete.
Lo llevé a los empujones hacia el baño después de asegurarme de que nadie nos estuviera viendo. Cerré la puerta y coloqué el seguro, Santiago mantenía esa tonta sonrisa socarrona que me sacaba de quicio.
—¿Qué pasa contigo? —alcanzó a preguntar antes de que le diera un golpe en la cara.
—Ni siquiera te atrevas a hablar de lo que pasó frente a mis amigos, ¿entendiste? —dije, furioso.
Santiago se llevó una mano a la boca, mordiéndose el labio inferior. El golpe le había borrado la sonrisa del rostro. Levantó la vista, dedicándome una mirada extraña; era como una mezcla entre bronca y sorpresa. Me empujó contra la pared, tomando mis muñecas para apretarlas contra la superficie de baldosa.
—La próxima vez que se te ocurra golpearme, vas a tener problemas, ¿oíste?
—Suéltame —dije en tono amenazante.
Las manos de Santiago ejercieron más presión sobre mis muñecas cuando intenté soltarme. Sentía su aliento sobre mi boca, amenazándome, probando mi fortaleza. Me quedé quieto y enfrenté sus dos cielos con una rebeldía que pretendía ocultar todos los sentimientos que amenazaban con volverme loco.
—Escúchame bien, Lucas —comenzó, apoyando su frente contra la mía—. Si tú tienes un maldito problema con tu sexualidad, no me metas en medio. Tú viniste a buscarme después de aquella noche. Sabías lo que iba a pasar, ya no eres un niño. Decídete, chico, ¿qué es lo que quieres?, ¿qué estás buscando de mí?
—Nada —dije rápidamente, bajando la mirada hacia su boca, donde un hilo de sangre se escurría por la comisura de su labio.
En ese instante, sentí un impulso eléctrico recorriendo mi espina dorsal, un cosquilleo que me llegó hasta la nuca. Estiré el cuello para llegar a su boca, y lo besé. Sus manos aflojaron el agarre de mis muñecas y yo aproveché para empujarlo contra el lavabo. El franeleo duró un par de minutos, hasta que sentí un empujón seco que me volvió a mi centro. Santiago se limpió la boca con el dorso de la mano, se pasó la mano por el pelo y me miró.
—Deja de jugar conmigo, estoy hablando en serio. Decídete, y cuando dejes de entrar y salir del clóset, me avisas. Yo ya pasé por esto, no quiero hacerlo otra vez.
Salió del baño después de acomodarse la ropa. Yo me quedé allí, pasmado, sorprendido y terriblemente avergonzado. ¿Qué estaba haciendo?
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