El último robo
-John, he dejado una bolsa negra en la puerta del museo -decía el policía a su compañero desde el coche-. Llévala a la sala donde se anunció el robo. Dice el jefe que examinará el interior más tarde.
-Entendido. -John colgó el teléfono.
-No te vas a salir con la tuya. Estás cometiendo un error. -me dijo el policía al que amenazaba con una pistola, el cual también tenía las manos atadas en el asiento, inmovilizado.
- ¿Eso crees? -sonreí- Porque para mí todo va según el plan. Ahora, si me disculpas, tengo trabajo. Sayonara, baby.
Y simplemente tomé su ropa de miembro policial y salí del coche. El gas que puse allí dentro se encargaría de dejarle fuera de combate durante el show.
Miré el reloj. Diez minutos antes del espectáculo. Debía darme prisa.
Me dirigí hacia el callejón donde residían los fusibles del museo. ¿Sólo cinco guardias allí? ¿En serio? Menudos polis de pacotilla... Fui hacia ellos con mi mejor sonrisa. Sus vidas dependían de mi reputación con ellos. Ojalá fuesen tan tontos como siempre por su bien.
-¡Javier! -me llamó uno de ellos al verme.
-¡Ey, tíos! ¿Qué tal? -Respondí.
-Pues nada, aquí aburridísimos. Oye, ¿podrías relevarnos un segundo? -ahí estaba. El deseo de aprovecharse de un compañero inocente de buena fe. El tipo de persona que había aparentado ser con ellos- Sólo será medio segundo. Tenemos que asegurarnos de algo.
De eso nada; se iban a pirar y me iban a echar a mí las culpas de que ellos desapareciesen. Afortunadamente, eso no iba a ocurrir.
-¡Claro, tíos! -me ofrecí.
Y ellos se largaron sin preocupación alguna. Hice lo que tenía que hacer y me fui.
Entré en el museo con total confianza. Examiné el entorno. Dos guardias escoltaban cada puerta. Había quince en total, sumando a los que patrullaban e informaban.
Dirigí la mirada más allá. Vaya, vaya, mi viejo amigo el detective Alfred estaba allí. Bien. Luces, cámara y acción. Me hice el asustado y corrí hacia él.
-¡Quieto! -me cortó el paso- La lista dice que deben haber cuatrocientos policías aquí dentro, y tú deberías...
-¡Señor, le he visto! ¡Ha capturado a Freddy!
El detective me miró con los ojos desorbitados. Se lo tragó.
-Imposible. Él montaba guardia fuera y luego debía ir arriba, y hay muchos testigos. No es posible que nadie excepto tú le haya visto.
Y es cierto, era imposible. A no ser que yo ya estuviese ya dentro del coche y esperase hasta que él mismo me llevase a mi teatro. Fingí que el pánico me podía, hablando con un toque de tartamudeo.
-Yo... tampoco sé cómo lo hizo, p-pero le vi salir del coche de Freddy. Y no sé si él estaba dormido o...
Y el toque final: una lágrima para demostrar pena por mi amigo caído.
El detective intentó contactar con el policía abatido, pero no hubo respuesta. El gas ya había hecho efecto. Maravilloso.
-Bien -cayó Alfred ante la presión-, cubre su puesto en la sala donde se realizará el delito. Te quiero allí ¡ya!
-Sí, señor. -me sequé las lágrimas y eché a correr. Por dentro sonreí como un cabrón.
De camino a la última planta puse una barricada de cosas frágiles y pesadas. A los refuerzos les llevaría su tiempo subir.
Llegué al escenario del espectáculo fácilmente. Allí me encontré con John junto a una multitud de policías. Sería complicado esta vez. Pero eso le gusta al artista... Ahogué una sonrisa al ver mi mochila colocada en el suelo. Entonces llegó Rubén, el jefe al cargo del caso.
-¿Quién eres tú? -me interrogó el jefe.
-¡Javier Domínguez, s-señor! -respondí con tono contundente, aparentando estar nervioso- Vengo a cubrir el puesto de Freddy. Ha sido neutralizado.
Rubén se quedó confuso, intentando adivinar cómo sucedió eso. Pero mantuvo la mente fría. Y más le valía seguir así.
-Bien, enséñeme su placa señor Domínguez.
Saqué una tarjeta de identidad falsa de mi bolsillo y se la mostré. De hecho, me sorprendió que "el detective número uno" no me lo pidiese antes. Tal vez mi actuación frente a él fue demasiado sobresaliente.
-De acuerdo -me dio indicaciones-, colóquese de espaldas a la urna. Y pase lo que pase, no la toque.
"Es eléctrica", pensé. "Bueno, inspector, ¿qué piensa hacer si su electricidad dejase de funcionar?"
Junto a otros cuerpos armados formamos un círculo alrededor de la urna de cristal. La urna que contenía el mayor zafiro del país. Su color azul deslumbraba ante mis ojos. Ya era mío... sólo un poco de paciencia.
Miré el reloj. Y en la calle resonaron los gritos de mis fans. "Diez, nueve, ocho..." la cuenta atrás. Comprobé el estado de mi entorno. Cinco guardias rodeando la joya, diez apuntando a los cristales de la sala y tres alrededor de la puerta de entrada. Más el jefe, sumaban diecinueve enemigos. La prensa ya nos grababa desde un helicóptero.
Pero el helicóptero desde el que rodaban no era el de ellos. Y sonreí al saberlo. Los fans gritaron en los últimos cinco segundos. Y entonces las luces del local se apagaron. Ups, qué casualidad. Cundió el pánico. Perfecto. Entonces ocurrió algo maravilloso: el caos. Demasiadas cosas a la vez, tanto sonora como visualmente.
-¡Todos, mantengan la calma! ¡No abandonen sus puestos! -ordenaba Rubén, casi sin éxito. Retumbaban los gritos de los fanáticos.
"Tres... Dos... Uno..."
Y cuando el reloj marcó las once en punto, mi cómplice flasheó a los policías con los focos del helicóptero a control remoto. Esa era mi introducción.
Me deshice de la ropa de policía, y mostré mi mítico disfraz de los años 80. Pantalones negros, anchos pero elegantes, que conjuntaban con mi Chesterfield negra que a medida que caía a mis rodillas se convertía en azul marino, con un toque de decorado color oro y botones blancos, reflejando las tonalidades del cielo del anochecer, y con mi capa azul oscuro a juego.
Siempre con mi sombrero de ala plana y mis botas, ambas escondiendo varios ases bajo la manga para pasar del plan A al B, del B al C, y así hasta la Z, y hasta continuar.
Y por supuesto, mi antifaz para ocultar mi identidad. Adoraba mi uniforme.
Me coloqué encima de la bóveda de cristal de un salto. Mi compañero me estaba transmitiendo en directo, y los fans enloquecieron al verme, y empezó a sonar por unos altavoces repartidos alrededor del museo mi propio "Main Theme".
-Ladies and gentleman! -anuncié mi llegada- Muchas gracias a todos por acudir hoy a mi función. ¡Esta noche, iluminaré vuestro cielo con unos trucos que os dejarán sin aliento! ¡Espero que disfruten de la velada!
Los policías parecieron espabilarse, y mi cómplice dejó de flashearles.
-¡Fuego! -gritó Rubén.
Plan: lanzar mi capa, saltar tras la urna, cubrir mis puntos vitales con los brazos y maniobrar. Iba a usar la fuerza de las armas de fuego contra ellos. Ellos abrirían la bóveda por mí.
Inicié la estrategia, y conseguí ponerme a salvo tras un mueble sin un disparo. Perfecto. Segunda fase: confusión. Pulsé un botón en mi bolsillo y la mochila negra explotó llenando la sala de humo, y los policías dispararon como locos hacia el humo pensando que yo estaba allí. Sonó el maravilloso sonido del cristal rompiéndose. Habían roto la urna.
Ahora tocaba lo difícil. Pero no iba a decepcionar a mis fans: esta vez traía un truco innovador.
De una voltereta recuperé mi capa y me volví a poner a cubierto.
-¡Ahí está! ¡A por él! -gritó un policía.
Eso, venid a por mí.
Cuando los guardias corrieron hacia mí los fusibles volvieron a funcionar, y la joya soltó una descarga eléctrica al volver a fluir electricidad. Conté a los abatidos rápidamente. Eran seis. Quedaban trece.
Piqué el suelo con el puño dos veces, y mi amigo quitó la losa en la que yo estaba, caí al piso de abajo y volvimos a colocar el suelo.
-¿Todo bien? -le pregunté. Él me levantó el pulgar.
Y continuó el espectáculo. Usé otras trampillas para volver a subir y bajar unas cinco veces. Dejaba que me vieran y me volvía a ir, y como el humo estaba presente daba la impresión de que me esfumaba, y conseguí coger el zafiro sin que nadie se diese cuenta, evitando la parte que daba calambre.
Mi cómplice usó unas trampillas del techo para llevarse a unos cuantos guardias, tapándoles la boca para que el ruido se resumiera en un murmullo inaudible.
Quedaban ocho. Ahora podríamos simplemente usar las trampillas para bajar y subir, romper los cristales con una pistola, caer entre la multitud de ahí abajo y quitarnos los trajes. Pero eso decepcionaría al público. Así que debía continuar el show.
En la sala entraron diez personas vestidas como yo, con la boca tapada y las manos atadas a la espalda. Y yo entré con ellos. Los policías que quedaban se volvieron locos. La ilusión de verme aparecer y desaparecer, sus compañeros desapareciendo de repente y ahora esto. Pero para lo que unos es caos y descontrol, para otros es orden y armonía.
Todos, incluidos yo, fingimos ser rehenes de los ladrones. Pero entonces sucedió algo un tanto inesperado. El detective entró también.
-Desatadlos y quitadles los antifaces uno a uno. Hay uno que es el real. -dijo Alfred.
Cuatro de los policías nos desenmascaraban por turnos, mientras los otros cuatro nos apuntaban con una pistola.
Uno se puso delante de mí y cuando iba a tocarme abandoné mi rostro desesperado, me desaté y le inmovilicé. Luego saqué una pistola que simplemente hacía luz y sonido -pero era inofensiva- y fingí disparar a las autoridades.
Estos se tiraron al suelo, y solté el truco final.
Lancé el zafiro hacia la urna electrificada y la joya hizo que, con una chispa, brotase el fuego, y las personas cercanas a la bóveda salieron volando por el impulso de la explosión. El detective entre ellos.
Me adentré en el humo, le di una patada a los circuitos que electrificaban la urna y quedó junto al enorme cristal de la sala, y esta se rompió al cortocircuitarse con los cables.
Rápido vistazo a mi alrededor. Siete de los guardias estaban abatidos en el suelo, y entre ellos y yo había un muro de fuego. Faltaba uno. El jefe.
Me di la vuelta y me lo encontré de frente, apuntándome con un arma de fuego. Durante un segundo fugaz me di cuenta de que tenía los ojos rojos e inflamados. Tenía fotofobia. Era sensible a la luz.
Al tirarme al suelo se escucharon dos disparos fallidos, y corrí a ponerme a cubierto.
Rápido análisis: lo primero era conseguir desarmarle, así que saltaría sobre él. Rubén me dispararía al cuerpo, pero no importaba porque tenía chaleco antibalas. Arrebatarle la pistola y realizar el primer ataque.
El hombre tenía un auricular en la oreja, así golpe con la palma justo ahí. Segundo ataque: tenía fotofobia, así que flashear con la linterna ultra potente que tenía mi antifaz. También era fumador, así que cortarle la respiración cogiéndole del cuello y esquivar un posible golpe de rodilla o codazo, era lo más probable ya que eran golpes rápidos y a corta distancia.
Tercero: acorralarle contra la pared y golpe firme en el pecho. Consecuencias: ceguera y dificultad para respirar y actuar con rapidez. Tiempo mínimo: tres segundos.
Pensaba en idear un cuarto ataque, pero creí que con eso tendría suficiente. Tres segundos me bastaban para desaparecer. Además, ese memo me metió prisa. Me puse encima del mueble con tras el que estaba, salté sobre él y después de que me disparase en el cuerpo tuve que improvisar al cubrirme de un golpe con su pistola directo hacia mi cara. Lo bloqueé con el antebrazo a duras penas, y tuve que forcejear con él por tener el control del arma.
Pero después de propinarle una patada en los bajos delanteros todo prosiguió según el plan de nuevo. Golpe en el oído, agarre en el cuello, bloqueo de un rodillazo, acorralar contra la pared y golpe en el pecho. Creo que me pasé un poco con la fuerza porque cayó al suelo inconsciente, pero bueno, mejor para mí.
Y ahora sí; hora del truco final.
Cogí el zafiro y lo atravesé con la luz de mi antifaz, y la luz se reflejó en todas partes gracias a su forma octagonal. Sonreí al ver que funcionaba. Así que me asomé la enorme ventana rota, y los fans clamaron mi nombre al verme.
En el tejado del edificio vecino estaba mi compañero. Pulsé un botón del antifaz que transformaba esa parte de mi disfraz en un prismático. Y le vi levantar el pulgar. Perfecto: había neutralizado a los francotiradores.
Volví a hacer que la luz de mi antifaz atravesase la joya, y mi cara se vio reflejada de color azul por todas partes.
Al ver que cautivé la atención del público, saqué una bola de cristal que guardaba en el traje, y empecé a girarla lentamente hacia arriba mientras mi luz la iluminaba. El resultado eran unas flechas señalaban al cielo al tiempo que subían en el edificio de la calle de en frente.
Y a los tres segundos, mi compañero empezó a lanzar fuegos artificiales. Eran unos doce.
Hasta yo disfrutaba de lo que yo mismo había montado. Pero un sonido hizo que me apresurase. Golpes en la puerta. Los refuerzos habían conseguido llegar hasta mí.
Pulsé otro botón en mi antifaz y hablé.
-Están aquí. Acabemos.
Y colgué. Fue una pena no lanzar todos los petardos, pero mi libertad era más importante que eso. Mi amigo me enfocó con un foco, y las miradas de los espectadores volvieron a mí. Entonces me puse de espaldas para saludar con un gesto a los policías que acababan de entrar en la galería.
Y me dejé caer al vacío. Mientras caía disparé con un arma especial a las nubes de humo que dejaron los fuegos artificiales, y dibujé un corazón. Luego me di la vuelta para "convertirme" en palomas blancas con un fogonazo, deshacerme de mi disfraz y caer en los brazos de mi cómplice, el cual llegaba por los pelos.
-No sé cómo cojones has llegado a tiempo, pero eres un puto héroe. -le dije a mi compañero y profesor de magia.
Él simplemente sonrió y me bajó al suelo. Él era más de expresar lo que quería decir con gestos. Algo que me gustaba mucho de él.
Echamos a caminar a casa, cuando de repente él se echó al suelo. Pensé que era una de sus bromas o algún truco suyo, hasta que cayó boca arriba, mirándome con los ojos desorbitados... Y sacando sangre de su pecho. Una bala le había penetrado.
-¡Le tenemos! -gritó un policía, y me apartó bruscamente.
Otros miembros de la FBI le rodearon, y vi en primera persona como le cogían de su rubio pelo y acababan con su vida de un balazo en la frente.
Y ese fue el principio... del fin.
Mi verdadero nombre es Oscar, y llevo una triple vida como estudiante, ladrón de guante blanco y detective.
Y odio cada una de mis tres vidas.
Después de ese día nunca volví a ser el mismo. Nada volvió a serlo. Y menos cuando un año después de ese evento, me llegó una carta. Cuando un año después, conocí a quien sería tanto mi salvación como mi perdición. A alguien a quien odiaba tanto que acabó entrando en mi pétreo corazón.
El día en que conocí a Daniel.
Esa mañana empezó como cualquier otra; con la única motivación de querer suicidarme y a la vez de no quererlo, como si la vida me desafiase y yo estuviese hasta los huevos de ese desafío, y a la vez pensar "por mis huevos que no me rindo".
Cada día me preguntaba cuándo mi vida volvería a importarme, si es que volvía a hacerlo algún día.
Lo único que me gusta de la vida es que no tienes ni puta idea de cuándo van a cambiar las cosas. Que a veces el cambio lo vemos muy lejos, pero en realidad está delante de nuestras narices. Y a veces ni nos enteramos de que está cambiando.
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