Daniel
Me levanté con el estridente ruido de la canción "Despacito". Diablos, incluso con el volumen al mínimo esa canción rompía mi sueño de la misma forma que una bola de bolos aplasta una frágil mariquita.
De un manotazo apagué el despertador, y este rebotó cayendo al suelo. Deseé que se rompiera. Tal vez tuviese más suerte la próxima vez.
Fui al baño a mirar mi horrible cara en frente del espejo. Quería odiarme a mí mismo, pero no podía. Porque yo sabía que a pesar de todo, yo era la leche. Y me gustaba mi físico. Mi pelo castaño, largo, bien cuidado y despeinado a la vez. Me encantaba ese efecto. Mis ojos marrón oscuro y mi piel blanca, y más tarde me pondría mis gafas negras y rectangulares.
Me aseé y me vestí con una curiosa motivación, y me encontré a mi madre en la mesa del desayuno, a la que me esforcé por recibir con una radiante sonrisa.
-Buenos días, mamá. -le di un beso en la mejilla. Ya tenía diecinueve años, y me consideraba muy maduro, pero lo que respecta al afecto era todavía un niño. Sí, era alguien raro. Muy raro.
-Buenos días, hijo. -me devolvió el beso.
Su aliento olía a café, y un bostezo delató que no durmió bien. Ahogué la pregunta de si había estado pensando en papá otra vez. Sus ojos ligeramente rojos gritaban que así era. Y no la culpo; a mí también me perseguía a veces el recuerdo de su muerte.
Desayuné, me despedí de ella y me fui a la universidad. Lo único que quería era salir de una vez de ese centro educativo y no volver jamás.
A veces debatía mentalmente si la razón de mi depresión era la gente que me rodeaba. Mi madre no estaba mal. Tenía sus defectos, como todas las personas, pero la quería. Sin embargo esa norma sólo se cumplía con ella.
El resto de personas que me rodeaban eran pésimas. Todos escuchaban la misma música, todos tenían el mismo concepto sobre la palabra amor -o sea; salir una semana, cortar, y luego no pasar más de tres días sin pareja-, todos tenían las mismas preocupaciones -ser popular-, y todos me caían mal.
Resumiendo; todos me parecían iguales. Nadie me llamaba lo suficiente la atención como para querer hablar con esa persona. Con un simple vistazo deducía qué le gustaba y qué había estado haciendo los últimos tres años. Era lo que pasaba cuando te veías todas las pelis, series y libros de Sherlock Holmes.
Al pasar por el pasillo de la universidad pasó lo mismo de cada día. Chicas y chicos venían como animales a por mí. Algunos intentaban comenzar una conversación civilizada destinada a acabar preguntándome qué tipo de chicas me gustan, qué chicas me parecían guapas y cosas así. Siempre chicas.
A otros con que les dirigiese una palabra les bastaba, aunque fuese de desprecio. El caso es que todo el mundo quería saber de mí, y yo nunca respondía a nada ni a nadie -excepto, claramente a los profesores-, porque yo era el que mejor notas sacaba, el mejor en los deportes y en casi todo, de hecho. Era lo que tenía haber sido un ladrón anónimo durante seis años: aprendías a memorizar, actuar, pensar y moverte con rapidez.
Lo único que no se me daba bien era lo que más me gustaba hacee: dibujar. En cualquier otra cosa podía ser imbatible, pero en arte no. Imaginar era lo mío, pero interpretar lo que imaginaba sobre un papel en blanco no, y me pasaba las clases dibujando y prestando atención a la vez. Hacer dos cosas a la vez era un don que tenía.
Llegué a mi clase, y a los dos segundos estaba rodeado de gente hablando a la vez y haciendo preguntas, la mayoría pidiéndome el número de teléfono. Al principio me agobiaba mucho, nunca me ha gustado el sonido. Pero ahora estaba acostumbrado a ignorarles.
La profe entró en el aula, y todos se fueron a sus asientos. Menos mal. Me puse bien las gafas.
Oh, y luego estaba el pesado que se sentaba detrás de mí. Agradecí sentarme delante del todo y no tener a alguien más en frente mío. Conté los segundos que tardaría en llamarme tocándome el cuello e intentar dialogar conmigo.
Uno... Dos... Tres... Cua-
-Muy buena tu técnica. -me dijo. Bueno, esta vez no me tocó el cuello. Aleluya.
Me giré levemente y le miré de reojo, dando a entender que le escuchaba.
-Eso de hacerse el difícil y antisocial para ligar con las tías. Muy eficaz.
Le miré con desprecio y puse atención en la profesora. Qué idiota. Como si quisiera estar interesado en gotas de agua simétricamente iguales. Para mí eso eran las personas: gotas de agua.
El día prosiguió con normalidad: gente que me miraba mientras susurraban, las caras sonrientes de las chicas, cartas de amor en la taquilla... Eso era lo que más rabia me daba. No puedes declarar tu amor a alguien con quien no has hablado en tu vida. Aquellas cartas las rompía en pedacitos o las quemaba delante de todos, y me quedaba tan agusto.
Y llegó la hora de la materia que menos me gustaba: educación física. Ojalá poder saltarme esa clase. ¿Que por qué lo odiaba si se me dan genial los deportes? Simple: por el trabajo en equipo. En realidad me daría igual trabajar en equipo; me relacionaba por señas y sin dirigirle la palabra a nadie, y si alguien hacía mal su trabajo una simple mirada de desaprobación bastaba para que se activasen.
Lo que pasa es que siempre me ponían con un equipo que apestaba. No tengo nada en contra de los gordos, pero me ponían con un equipo lleno de ellos que se quedaban como pasmarotes y se movían lo menos posible.
De camino al patio donde hacíamos ejercicio me quedé contemplando a la chica que más odiaba de toda la clase: Marina. La típica popular forrada que está... Demasiado desarroyada, digamos. O eso creían todos. Yo me acababa de dar cuenta de que sus senos eran operados, y su nariz, y sus ojos.
Lo de los senos era obvio si te fijabas; estaban muy desproporcionados al resto del cuerpo y estaban muy juntos, sin dejar ver carne entre medias. En realidad esa mujer no tenía nada de qué presumir: su físico era falso, su dinero era de sus padres y era un asco de persona. Ojalá algún día se me acercase a preguntarme qué pensaba de ella.
Entonces me di cuenta de que me estaban mirando. Mierda, me había pillado mirándole los pechos.
Aparté la mirada rápidamente, y advertí que se dirigía hacia mí. Resoplé. Déjame en paz por favor...
-Oye... -me dijo-. ¿Me estabas mirando lo que tú ya sabes? -preguntó, con un tono como si pudiese hacerlo siempre que yo quiera. Me dio tanta rabia que me subió un escalofrío.
Siempre he querido dar el siguiente consejo: si a alguien le estás mirando lo que no debes, disimula, pero si te pilla, admítelo. Mejor quedar como alguien sincero a como un cobarde.
-Pues sí -le respondí-. Lo lamento, no volverá a suceder.
Quise irme, pero ella me cogió de la mano.
-Y... ¿Qué opinas sobre ellos? -dijo estrujándose el cuerpo. Luché contra mis instintos para no mirar.
Y luego me concentré en la pregunta, y me emocioné. Oh dios mío, ¿de verdad me había preguntado eso? Iba a llorar de la emoción. No me pensaba contener.
-Opino que son tan grandes como falsos. Opino que no hay absolutamente nada en tí que sea natural salvo la repugnancia que transmites. Opino que no eres más que una niña mimada a la que sus papis le han dado todo lo que ha querido y se cree la más guay de su pueblo por tener un cuerpo falso, un dinero que no es suyo y unos amigos que la pasta te ha traído. Ah, y opino que eres una cerda.
Marina se me quedó mirando. "Hazlo", le supliqué mentalmente.
Y lo hizo. Me pegó una torta que me dejó bien calentito. Y cuando se fue empecé a reírme como un desgraciado. Bueno, ya sabía lo que tocaba: al día siguiente los chicos que estaban interesados en ella me darían una paliza, y yo me dejaría. A veces me preguntaba si sonreía en situaciones así por masoquismo o por apreciar muy poco mi vida. O ambas cosas.
El profesor llegó con nosotros, y se me quedó mirando. Reí con más fuerza al pensar que me había dejado la marca de su mano en la cara.
-Alumnos -anunciaba el anfitrión-, hoy jugaremos a balón prisionero.
Me retoqué las gafas. Me entró la alegría en el cuerpo. Era el único juego en grupo en el que daba lo mismo trabajar en equipo. Yo siempre era el último superviviente y conseguía la victoria. Ese juego era para mí un reto personal. Yo contra el mundo.
Y esta vez el profesor me sorprendió: hizo los equipos algo más equilibrados. Me sorprendió que metiese a uno que jugaba a balonmano conmigo.
Y también puso a alguien a quien no había visto nunca. Bueno, sí lo había visto, pero nunca me había fijado en él, porque él al contrario que todo el mundo no se hacía notar. Era un chico rubio con ojos azules que estaba siempre callado, haciendo su trabajo y sin molestar a nadie. Y nunca había intentado hablar conmigo. Sólo por eso ya me caía bien.
El balón prisionero consistía en que te lanzaban el balón, y tenías solo dos opciones: atraparla o esquivarla. Si la atrapabas, el miembro del equipo contrario que te la haya lanzado queda eliminado, y si te da y cae al suelo, te eliminan. Yo llamaba a ese juego "la escopeta", porque cuando me intentan eliminar les sale el tiro por la culata. Un chiste malo de los míos.
El juego comenzó, y el primero en morir fue el jugador de balonmano. Quiso atrapar la pelota con una pirueta y se le resbaló de las manos. Maravillosa jugada, imbécil.
El juego continuó, y ya estaban eliminados la mitad de mi equipo. Contaba las muertes desde el principio de la partida, y los contrincantes nos ganaban con tres personas de más. Le tocaba lanzar al más fuerte de los rivales.
Me puse en la línea delantera. Por esta vez quería jugar con compañerismo. El chico con el balón fijó su mirada en mí, y yo sonreí por dentro.
Análisis: el chico era jugador de béisbol, así que apuntaría de cintura hacia arriba. Seguramente apunte al pecho o la cabeza, y tal vez se desvíe hacia mi hombro. En esos dos casos me tiraré al suelo, y si va hacia mi pecho la atraparé. Lo importante era tener un plan de antemano ante cualquier posibilidad. Me puse bien las gafas.
Mi contrincante se preparó para lanzar, con el mítico movimiento de lanzador de béisbol, y me preparé flexionando rodillas y brazos.
Lanzó, y la pelota iba directa a mi pecho. Perfecto. Pero en el último momento se convirrió en un tiro con efecto y se desvió hacia mi brazo, y no tenía tiempo de reacción. Lo único que pude hacer fue intentar que el balón rebotase hacia arriba para darme el tiempo suficiente de volver a por el balón y atraparlo al vuelo. Pero me salió mal, y rebotó hacia adelante. No me molesté en tirarme; no llegaría a tiempo. Estaba eliminado. Y no valía la pena depositar mis esperanzas en que alguien coja la pelota por mí y arriesgarse a quedarse fuera.
Era la primera vez que me eliminaban en este juego desde la primaria. Pero la próxima vez ganaría. Y vaya que sí; esto no iba a quedar así. Me dirigí hacia el banquillo, pero a medio camino me di cuenta de que algo no era como de costumbre. Lo normal eran gritos de vacilación y cosas por el estilo, pero ahora todos retenían el aliento. Tal vez por la sorpresa de que me echaran fuera.
De todas formas me di la vuelta, y descubrí que yo no era el protagonista. El chico rubio estaba en el suelo, con el balón en las manos.
Me recoloqué las gafas. Vaya, primera sorpresa en toda la semana. Y en todo el mes, de hecho.
Después de clases quise hablar con él. Sí, ¿por qué no? Después de todo, en realidad me moría por conocer a alguien distinto al resto. Alguien que no fuese otra gota de agua. Pero claro, si quería hablar con él, tenía que ser a escondidas. No quería que nadie empezase a hacerle preguntas sobre qué había averiguado sobre mí. Sería estresante para ambos, y no quería causarle problemas, igual que yo no quería que nadie me los causase a mí.
Le seguí a hurtadillas, y cuando vi que doblaba una esquina saliendo de la zona escolar quise acercarme a él. Y cuando doblaé la esquina, él me estaba esperando tras una farola, mirando al suelo. Al ver que percataba de ello, me dirigió la mirada y levantó levemente la cabeza. “¿Qué hay?”, decía.
Y entonces me di cuenta de que hablar con gente que no conocía volvía a ser algo nuevo para mí, así que hablé sin rodeos.
-¿Por qué te tiraste a por el balón? No estabas en mi campo de visión, por lo que estabas lejos, y te podrían haber eliminado por intentar salvarme.
Él se encogió de hombros.
-Si no lo intentaba, no sabría si llegaría. –dijo. Su voz era muy suave, y hablaba bajito, pero de forma audible.
-¿Y sólo por eso decidiste arriesgarte? –le pregunté. Entonces me surgió una hipótesis: lo hizo para conseguir hablar conmigo. Pero algo me hizo descartarla. No me hablaba con entusiasmo, ni me había preguntado nada personal, al menos todavía. Entonces, ¿por qué?
-Para mí los juegos existen para arriesgarse. Si siempre juegas escondiéndote, no es divertido.
Interesante opinión. Pero no me lo tragaba. Mi instinto a veces me dice que hay truco. Y la mayoría de veces acierto.
-Si quieres te acompaño a casa y hablamos por el camino. –sugerí. El chico asintió sin mucha alegría, observando la calle. “Si quieres…”
Había algo en él que estaba oculto. Lo presentía. Y pensaba dar con ello.
-No has estado en mi instituto desde siempre. ¿Hace cuánto que estás por aquí?
-Antes vivía en el bosque –explicó-. Todo esto es nuevo para mí. Incluso hacer amigos.
Se quedó mirando un coche como si fuese la primera vez en la vida que veía uno.
Y por eso le creí. Parecía una persona muy observadora, como si mereciese la pena tener curiosidad por todo. Tal vez vio que yo le seguía a través del cristal de alguna tienda. Tenía sentido.
-No has respondido a mi pregunta –le dije con dureza-. ¿Hace cuánto que estás aquí?
-Dos años.
-¿Y te sigue sorprendiendo ver un coche? –Intentaba cazarle una mentira.
El chico no me respondió. Siguió mirando el coche, y dio un leve respingo cuando arrancó. Decidí seguir creyéndole de momento.
-¿Y por qué no tienes interés en mi? Si la gente descubre que has hablado conmigo podrías hacer amigos –Él negó con la cabeza y se dio dos flojas palmadas en el pecho. Quería conseguirlos por su cuenta-. Ah.
-Además no me interesa nadie todavía –entonces captó toda mi intriga-. Quiero conocer a alguien que me enseñe cosas nuevas. Con esa gente sólo aprenderé las mismas cosas todos los días. Todos hacen siempre lo mismo.
Esta vez sí que rompió mis esquemas. No era posible que acabase de encontrar a alguien como yo. No me lo creía. Y lo que hace un detective retirado cuando está desconcertado es analizar.
Tenía alguna que otra cicatriz en la cara, una muy fina que atravesaba su mejilla, y otra un poco más vieja, gruesa y corta sobre su ceja derecha. Ese chico trabajaba de algo con lo que se pudiese herir, en alguna indústria pesada en la que se fabricase algún material. Eso explicaría también las ampollas de sus manos. Imaginé que debían ser duras y fuertes.
-¿Cómo te hiciste lo de la frente?
-Me corté haciendo muebles en mi antigua casa. –su voz calmada y lenta cortaba por completo con la mía, áspera y contundente.
-¿Y lo de la cara?
-Haciendo esgrima.
-Pero las espadas de esgrima son muy flexibles y tienen una pequeña bola en la punta para no dañar al adversario. –Le pillé.
-No si hago esgrima con mi padre. Usamos espadas de verdad. –Eso sí me sorprendió. Pero eso explicaría también las ampollas de las manos y la velocidad de reacción al tirarse a por el balón en educación física.
-¿Qué sentido tiene eso? –el chaval hizo una mueca de dolor.
-No grites tanto –dijo con cara de estar malherido- no me gusta el ruido.
Igual que a mí. Me pregunté por qué hablaba tan alto y seco si a mí también me gustaba el silencio.
-Perdón –Era la primera vez en siglos que me disculpaba, y me sentí extraño-. ¿Entonces no escuchas música?
-Música –repitió con curiosidad-. ¿Qué es eso?
Me quedé a cuadros. ¿Me estaba tomando el pelo? Me pregunté cómo sería mi personalidad sin música clásica. Era lo único que escuchaba, y sin ella… Creo que me habría suicidado. Era lo único que ayudaba cuando mi padre murió. Y también cuando vi a mi compañero fallecer delante de mí.
-Si quieres te lo enseño. –le ofrecí. ¿Qué estaba diciendo? Era obvio que mentía, y muy mal además.
Entonces una mujer salió de una casa, enfurecida. Y empezó a hablar por señas con el chico rubio. Al cabo de un rato, la mujer entró de nuevo en la casa, indignada, y el chaval se volvió hacia mí.
-¿Otro día quedamos y me enseñas lo que es la música? También podemos jugar a esgrima, si quieres.
Observé que dijo que la esgrima es un juego.
-C-claro… -estaba demasiado confuso. El chico entró con un optimismo nunca antes mostrado en su casa. Y antes de irse se dio la vuelta para decirme algo. Vi mover sus labios, y como no escuché lo que decía, opté por leerlos.
-Por cierto, me llamo Daniel. Puedes llamarme Dani.
-E-está bien –dije lo más bajo posible-. Yo soy Oscar.
Daniel sonrió, me hizo un gesto mostrando dos dedos de la mano ante sus ojos y se fue.
Y aquella fue la primera vez en años que alguien me llamó la atención.
Me puse bien las gafas y me dirigí hacia mi casa intentando encontrarle otro sentido a lo que ese chico era. Pero lo único coherente era lo que él me decía. O eso o que había sido esclavizado por unos narcotraficantes y obligado a hacer tareas de esfuerzo físico por años, pero no parecía traumatizado.
Llegué a mi casa. Normalmente gritaba “ya he llegado”, pero no me apetecía provocar sonido alguno, y por esa razón mi madre se asustó al creer que yo era un intruso.
-Por cierto, hoy ha llegado correo. –me informó ella.
-¿Factura? –me extrañé.
-No. Una carta para ti. La dejé en tu habitación.
El día cada vez era más raro. Subí al segundo piso, entré en mi cuarto y allí estaba, encima de mi escritorio. No tenía remitente, y el sello era de una joya. Me resultaba extrañamente familiar.
Abrí el sobre, y allí sólo estaban escritas tres palabras. Unas palabras que dieron un vuelco a mi corazón.
“Pedro está vivo”, decía la carta. La dejé caer al suelo sin saber cómo reaccionar.
Pedro era mi compañero de robos.
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