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Alguna vez leí por ahí algo sobre el amor.
Había escuchado bastante sobre eso, pero siempre me daba la sensación de que, en realidad, la gente no tenía idea de lo que significaba el amor en realidad.
Muchos pueden pensar que uno a los dieciséis tampoco tiene ni la más remota idea de lo que significa, pero la verdad es que yo siempre estuve en desacuerdo.
El problema es que los adultos siempre creen que lo saben todo.
Saben cómo gobernar un país, cómo criar a sus hijos y cómo amar.
Y un carajo.
En realidad, ellos no saben nada. Muchos menos lo que es el amor.
Pero hay un momento, una etapa de sus vidas en la que no solo lo saben, también lo sienten y lo experimentan. Durante la adolescencia. Muchos permiten que eso traspase las barreras del tiempo, otros sienten que es demasiado y lo frenan antes de que llegue más lejos. Esos son los adultos infelices y frustrados que vemos en la sociedad; esos que critican a quienes se expresan libremente porque se proyectan en esa libertad que jamás se atrevieron a tomar. Chasquean la lengua cuando escuchan a los manifestantes decir que el amor es amor, porque ellos no tienen ni idea de lo que significa esa frase en realidad.
Amor es amor.
Una frase tan linda y tan distorsionada por la gente.
Mi madre encendió la televisión esa mañana mientras desayunábamos. Mi padre estaba con el periódico frente a su cara y su taza de café bien fuerte humeando sobre la mesa redonda. Otra vez había noticias sobre los manifestantes que marchaban con pancartas pidiendo que sus derechos sean respetados, pero el título, en vez de plasmar lo que estaba sucediendo, colocaba "Manifestantes forman disturbios en las calles". Hablemos de distorsionar las cosas.
—Después se quejan... —comentó mi padre por lo bajo.
—Papá, ¿qué se sabe sobre ese medicamento que salió al mercado? —Mi padre me miró por encima del periódico—. El que dijeron que podía tratar esa enfermedad...
—Está siendo estudiado —respondió él, con ese característico tono de voz hostil que usaba cuando hablaba de algo que le provocaba rechazo—. Para lo único que puede servir esta gente es como conejillos de indias. Aunque si me preguntas, yo no me atrevería a atender a ninguno.
Supongo que mi padre se dio cuenta de mi molestia cuando me vio fruncir el entrecejo.
—Hiciste un juramento. Debes tratar a todos los pacientes de la misma forma.
—Oh, no saques la carta del juramento, Joaquín. El día que tú seas un médico reconocido y consigas la reputación que tengo yo, tomarás tus propias decisiones. Hasta entonces solo eres un mocoso insolente.
Mi madre y mi hermana solo observaban la discusión en completo silencio. Ellas nunca intervenían cuando mi padre y yo nos peleábamos.
—Seré médico solo para no ser como tú.
Y en medio del silencio se escuchó un golpe seco.
Mi padre se había levantado, el diario acabó en el suelo y la taza de café derramada sobre la mesa.
—Ya me tienes harto, Joaquín —dijo mientras se quitaba el cinturón.
Mi madre intentó detenerlo pero no pudo con él. Mi hermana se mantuvo inmóvil en su sitio, probablemente porque estaba tan asustada que ni siquiera supo qué podía hacer para ayudarme.
Fueron tres o cuatro golpes en mi espalda. No recuerdo muy bien. Lo único que todavía recuerdo muy claramente, es que ardía como el infierno.
Me encerré en la habitación y lloré como nunca. Era la primera vez que mi padre me golpeaba de esa manera.
Mi madre entró al cabo de un rato con una taza de té en la mano. Yo estaba acostado en la cama, en posición fetal, con las lágrimas secas sobre mi rostro compungido.
—Te traje esto —dijo, dejando la taza sobre mi mesa de luz—. Tu padre...
—Si vas a defenderlo es mejor que no digas nada, mamá.
—Él se excedió, es verdad. Se puso demasiado nervioso y se pasó de la raya. Pero tú también lo provocas, Joaquín. Sabes lo susceptible que se pone con ese tema. Pero él es tu padre y te ama.
—Nunca supe de nadie que amara a otra persona y le hiciera esto.
—Es que él solo quiere lo mejor para ti. Quiere que te conviertas en un hombre de bien y con buenos valores.
Miré a mi madre con la incredulidad plasmada en el rostro.
—Mamá, si yo fuera homosexual, ¿tú me amarías igual?
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza y se llevó una mano a la boca.
—No digas esas cosas, Joaquín.
Chasqueé la lengua, luego me di media vuelta para no seguir viéndole la cara.
—Ustedes dos y su amor selectivo...
Supongo que ella no se atrevió a seguir con la discusión. No es que yo tuviera la intención de salir del armario en ese momento, pero la sola pregunta fue suficiente para ponerle los nervios de punta.
Amor es amor. Pero cuando los prejuicios están de por medio, a veces ni siquiera el amor es suficiente.
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