8
Cuando era niño mi padre solía hacer fiestas en casa. Invitaba a todos sus amigos y colegas del trabajo y ofrecía una gran cena. A mí nunca me gustó estar metido en ese ambiente. Detestaba a los amigos ricachones de mi padre y la forma en la que formaban debates ridículos sobre quién tenía la mejor casa de veraneo o el mejor auto. Si no era eso, hablaban de medicina. Meneaban sus copas de vino o champagne en una mano mientras fingían ser los reyes del mundo.
Obviamente yo tenía que estar ahí. Era el hijo varón, el orgullo de mi padre. Me obligaba a usar un traje horroroso y peinarme con gomina. Me sentía como un adorno que tenía como única función pararse en un rincón de la casa y sobreírle a todo aquel que se acercara a saludarme.
Porque, obviamente, mi padre no me dejaba hablar más de lo necesario.
Siempre tenía miedo de que mi elocuencia lo dejara mal parado.
Así que esa mañana, cuando mi madre anunció con un particular brillo en los ojos que habría una fiesta en casa, no pude hacer otra cosa más que bufar.
Los amigos de veraneo de mi padre podían ser incluso peores. Y ni hablemos de las amigas de mi madre. Viejas chismosas que se amontonaban en un rincón con un cigarro en una mano, una copa de vermú en la otra y la lengua lo suficientemente afilada como para apuñalar a alguien.
—Ni siquiera tengo un traje —le dije a Francisco.
Le estaba haciendo compañía mientras él terminaba de podar el césped.
—Es obvio. ¿Quién empaca un traje cuando se va de vacaciones?
—Mi padre—contesté.
A Francisco se le escapó una risita.
—Vas a hacer que me despidan.
—No si mi padre no nos escucha.
Ambos nos lanzamos una mirada cómplice.
—Esta noche voy a estar en la playa con los chicos. Si logras escaparte de la fiesta ya sabes hacia dónde puedes ir.
—Suena genial.
Mi nueva meta era idear un plan para lograr escabullirme de la dichosa fiesta.
Sabía que mi padre se olvidaba de nosotros cuando se ponía a conversar con sus amigos, así que lo único que tenía que hacer era estar para saludar a todos los invitados, luego inventar una excusa para desaparecer sin levantar sospechas.
Así que, cuando llegó la hora de la verdad, allí estaba yo, con el traje que mi madre me había comprado, el pelo engominado y los zapatos de charol, tan lustrados que incluso podía verme reflejado en ellos.
Fuimos recibiendo a todos los invitados a medida que iban llegando. Mi hermana ayudaba a mi madre con los bocadillos mientras mi padre conversaba un poquito con cada invitado. Se sentía el alma de la fiesta, pero yo sabía que todos los presentes solo fingían que sus chistes malos causaban alguna gracia.
Cuando llegó el momento de la verdad, me acerqué a mi madre.
Me sobé la barriga y le dije que algo me había sentado muy mal, así que quería irme a la cama. Mi madre estaba en modo fiesta, así que solo me indicó que buscara los medicamentos en el botiquín del baño y que no me acostara boca abajo. Yo sabía que ella se encargaría de excusarme con papá, así que solo asentí, me despedí de todos y me encerré en mi habitación.
No era la primera vez que dejaba un señuelo en la cama y me escapaba por la ventana. Lo hice algunas veces en el colegio para no perderme alguna fiesta clandestina que organizaban los estudiantes.
Cuando logré salir del predio, corrí por la calle desierta rumbo a la playa, que por fortuna no quedaba demasiado lejos, ya que los zapatos me estaban matando.
Cuando llegué, me quité los zapatos, me aflojé la pajarita y caminé con mis pies descalzos por la arena.
A lo lejos se veía una luz naranja chisporroteando. A su alrededor, algunos chicos, incluído Francisco.
—No llegué demasiado tarde, ¿verdad?
Él me sonrió.
—Llegas justo a tiempo.
Obviamente la velada no comenzó sin que los amigos de Francisco me molestaran por llevar un traje y el pelo engominado. Lucía como un ricachón, sí, pero la pajarita desarmada y los zapatos enganchados en mis dedos me hacían sentir como un renegado.
—¿Vamos a caminar? —me preguntó Francisco luego de que pasamos un rato con los demás.
Dejamos atrás el jolgorio para encontrarnos con el sonido de las olas rompiendo en la orilla. El cielo estrellado se veía magnífico desde donde estábamos. No había ninguna luz que lo contaminara.
Caminamos en silencio durante un rato, hasta que la voz de Francisco se escuchó:
—¿Cómo conseguiste escaparte de tu casa?
—Le inventé a mi madre que me dolía el estómago y salí por la ventana. Probablemente mis dos padres terminen ebrios, así que no creo que vayan a ver cómo estoy. Mientras regrese antes del desayuno estaré bien.
Él me dedicó una sonrisa.
En ese momento tuve la intención de decirle lo bonita que me parecía su sonrisa, pero, para ser honesto, tenía miedo de que se lo tomara a mal.
—¿En qué te quedaste pensando? —me preguntó cuando notó que bajé la mirada.
—Oh... En una tontería. No tiene importancia.
—Cuéntamela.
—No, olvídalo.
Francisco se adelantó para pararse frente a mí, con las manos ocultas en su espalda.
—Cuéntamela —repitió—. Quiero saber.
Me reí, un tanto avergonzado.
—De verdad no tiene importancia.
—¿Tiene que ver con tus padres?
—No —contesté.
—¿Con mis amigos?
—Tampoco.
—¿Con tu hermana?
Solté un suspiro.
—Tiene que ver contigo.
Se quedó en silencio durante unos momentos, quizá esperando que yo continuara, pero como vio que yo solo seguí caminando, me jaló con suavidad del brazo.
—Entonces necesito saberlo.
Solté una carcajada. Había descubierto un rasgo de Francisco: era extremadamente curioso.
—No es algo relevante. Créeme, no es algo que "necesites" saber.
En ese momento, él me dio un golpecito suave en el hombro.
—Bueno, tal vez no lo necesite, pero quiero saberlo. Dímelo, porque estaré persiguiéndote por el resto de tu vida.
Me volví a reír. Esta vez con algo de nerviosismo.
—Bueno, bueno... —Me aclaré la garganta un par de veces—. Estaba pensando que, bueno... tú... Que tienes una bonita sonrisa. ¿Ves? Eso es todo, es una tontería.
Francisco abrió los ojos de par en par. Pero no fue enojo ni molestia lo que me encontré en aquella expresión. Estaba sorprendido como cuando a un niño le pones una bolsa de caramelos delante.
—¿De verdad crees eso?
—Pues... Sí. ¿Por qué te veo tan sorprendido?
—¡Porque es genial! —exclamó—. Nunca me lo habían dicho.
—Por favor, pero si eres... —Me detuve.
Me estaba yendo por las ramas. Estaba permitiendo que el valor del momento hablara por mí, pero no sabía cómo iba a repercutir eso en mi relación con Francisco.
—¿Qué? —preguntó.
Sabía que volver a responderle "nada" sería totalmente inútil. Ya estaba bastante comprometido, así que no me quedaba más que apechugar la situación como un verdadero hombre.
—Que eres precioso —dije sin más, en un tono áspero.
Francisco estaba extasiado.
—No me creo que alguien como tú me esté diciendo eso.
—¿Qué tiene de importante que sea yo?
—¡Eres tú! O sea, mírate... Con tu traje, los zapatos y todo eso, tú sí eres precioso, yo solo soy... yo.
Me detuve. Me quité la pajarita del cuello y me acerqué a Francisco para colocársela. Cuando la armé en su cuello, puse los zapatos sobre la arena y lo invité a calzárselos. Él parecía estar en un parque de diversiones.
—Estas son cosas que compra el dinero, pero no te hacen hermoso. Tú seguirás siendo el hermoso chico de las flores. No necesitas nada de esto.
Todavía recuerdo aquella noche.
La brisa nos acarició el pelo y apartó algunos mechones rebeldes del rostro de Francisco. Él se abalanzó hacia mí y pude sentir su cuerpo menudo apretándose contra el mío en un abrazo infinito. Yo lo rodeé con mis brazos y apoyé el mentón sobre su hombro. En ese instante pude comprobar, con absoluto placer, que su cabello olía a humo y a jazmines.
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