6
Mi hermana y yo no habíamos vuelto a hablar luego del incidente en la playa. La conocía de sobra como para saber que, aunque supiera que estaba equivocada, jamás admitiría su error y mucho menos pediría disculpas. Ella heredó, entre otras cosas, el carácter tozudo de mi padre.
Sin embargo, yo no estaba de acuerdo con absolutamente nada de lo que Josefa había dicho. Incluso sentía vergüenza de que los amigos de Francisco creyeran que los dos compartíamos la misma opinión. Lo peor de todo fue que yo ni siquiera tuve la oportunidad de disculparme.
Francisco no fue a trabajar en el jardín de mi madre ese día.
Mi hermana tampoco mencionó absolutamente nada al respecto, Supongo que pretendía fingir que no había quedado en ridículo en frente de unos cuántos chicos por repetir las idioteces de mi padre. Pero lo cierto era que nada podía cambiar lo que había pasado.
A mis padres se les ocurrió salir a recorrer la ciudad. Paramos a comer a un restaurante que estaba justo frente a una playa; un lugar precioso con reposeras, sombrillas y una cabeza de Buda gigante enterrada en la arena a modo de decoración.
A mí ya no me encandilaba nada de eso. Lo único que quería era ver a Francisco y pedirle perdón.
Me comí un estofado de gambas sin muchas ganas. Mis padres conversaban entre ellos sobre lo linda que se veía la playa, mi hermana no dijo absolutamente nada.
—Bueno —inició mi madre—. No nos han contado cómo les fue en la fiesta de ayer. Llegaron temprano. ¿Estuvo buena?
Josefa asintió apenas. Yo no contesté.
—Tienen cara de que se lo pasaron fatal —continuó mi padre.
—Algunos chicos no me cayeron bien —dijo Josefa.
—¿Y eso por qué? —Mi madre quería seguir indagando.
Josefa se encogió de hombros.
—Su forma de pensar no encaja con la mía.
—Pero claro, hija. No solo eres más grande, sino que también perteneces a otro tipo de mundo. No me parece mal que interactúes con otros chicos, pero la verdad no me sorprende que su pensamiento no encaje con el tuyo.
Mi padre acababa de rematarla. Me lo pensé dos veces antes de contestarle y a decir verdad mi primer plan fue quedarme callado, pero yo era demasiado impulsivo cuando se trataba de llevarle la contraria a mi padre, más cuando metía sus bolsillos llenos de dinero por delante de cualquier otra cosa.
—No tiene nada que ver con el dinero, papá.
—Claro que sí. El dinero te da herramientas para que puedas estudiar y no ser un ignorante bueno para nada.
—Hay personas muy adineradas que son ignorantes y buenos para nada.
Mi hermana, que estaba sentada junto a mí, me dio un codazo al disimulo.
—A veces la gente pobre es más inteligente que la gente rica —continué, ignorando a Josefa—. El dinero solo es un empujón, pero tampoco hace magia.
Mi padre arrugó el entrecejo. Estaba seguro de que no me había dado una bofetada solo porque estábamos en un lugar público y él odiaba hacer escándalo.
En ocasiones me costaba entender exactamente cuáles eran sus intenciones conmigo. Solía decirme que su meta como padre era que yo me convirtiera en un hombre inteligente, que pensara por sí mismo y no me dejara embaucar por las tonterías de los demás. Pero supongo que eso no aplicaba si las tonterías de los demás, eran en realidad las tonterías que él quería meterme en la cabeza.
Creo que ya mencioné antes que para mi papá, todos eran tontos, menos él.
Como era de esperarse, el almuerzo familiar terminó siendo una auténtica porquería. Nadie volvió a abrir la boca, ni siquiera mi padre. Comimos, él pagó la cuenta y regresamos a casa.
Eran apenas las cuatro de la tarde, así que me di una ducha rápida y antes de que me dieran el sermón, salí de mi casa para dar una vuelta.
Tenía la esperanza de encontrar a Francisco. Necesitaba hablar con él.
Caminé por una calle llena de puestos de souvenirs y trajes de baño, pasé frente a un hotel donde solo se quedaba la gente con dinero y al final de la cuadra, en una plaza apodada por la gente del lugar como "la plaza del reloj" estaba Francisco con sus amigos. Estaban todos sentados al pie de la torre que tenía un reloj solar gigante —de allí el nombre de la plaza—. Todos ellos me miraron como si estuvieran realmente enojados conmigo, y en parte tenían razón.
—Francisco, ¿podemos hablar un minuto?
Francisco levantó la vista. Él también estaba enojado, lo supe por su entrecejo fruncido y la manera en la que me miró.
—Lo que tengas que decir dilo frente a mis amigos.
Tragué saliva.
—Pienso hacerlo, pero primero quiero hablar a solas contigo.
—Estos ricachones de mierda se creen que pueden venir a darnos órdenes —comentó el otro chico, el que había iniciado la discusión con mi hermana.
—No soy ningún ricachón y no pretendo venir a darles órdenes. El dinero lo tiene mi padre, si me abandonara en esta ciudad y se largara, yo no tendría ni dónde caerme muerto. Yo no soy doctor, apenas estoy en secundaria.
Todos se quedaron mirándome en silencio. Por un instante creí que había vuelto a arruinarlo, pero cuando Francisco se puso de pie y caminó hasta mí, sentí un alivio tremendo.
Caminamos juntos sin decirnos una palabra durante un par de minutos. Francisco miró de soslayo por encima de su hombro y solo cuando estuvo seguro de que estaba lo suficientemente lejos de sus amigos, habló:
—Ese chico de ahí es mi mejor amigo. Nos conocemos desde que tenemos como dos años. Es mi vecino y mi hermano del alma. Hace un año perdió a su hermano mayor, Gerardo. ¿Sabes cómo? —Hice un gesto negativo con la cabeza—. Lo mataron. Gerardo era gay y tenía SIDA. Lo supo poco tiempo antes de que lo mataran. Salió junto a varios chicos más a manifestarse de forma pacífica y la policía lo mató a golpes por estar promoviendo "conductas sexuales desviadas".
—Eso es terrible...
—Lo es, ¿cierto? Gerardo también era mi amigo. También nos conocíamos desde que éramos niños. También iba a las fogatas en la playa y ahora ya no está. Lo que dijo tu hermana fue una mierda.
—Lo sé. De eso quería hablarte. Yo no estoy de acuerdo con ella, de hecho creo que ni ella misma está de acuerdo con lo que dijo. Solo repite las estupideces que dice mi padre. Quería disculparme... Por mí y en nombre de mi hermana.
Noté que Francisco apretó los labios. No supe qué fue exactamente lo que esperaba, pero quizá no una disculpa.
—Para mis amigos ustedes dos son unos ricachones de mierda y unos homofóbicos. ¿Cómo vas a cambiar eso?
—Pidiéndoles disculpas a ellos también.
—Tus disculpas no harán que Gerardo regrese. Por personas como tu padre es que están matando gente como si sus vidas no valieran una mierda.
—Pero yo no soy mi padre. Yo soy yo.
—Tú eres Joaquín Hernández. Es todo lo que sé de ti.
—Mi nombre completo es Joaquín Sebastián Hernández Victorino. Tengo dieciséis. Mis padres son ricos, no yo. Yo solo soy un adolescente y no estoy a favor de ningún movimiento político que promueva la discriminación y la violencia. Ahí lo tienes, ahora sabes algo más de mí.
Mi último comentario lo hizo sonreír.
—Muy bien, Joaquín Sebastián Hernández Victorino. Digamos que te creo y que te perdono. Tu trabajo ahora es convencer a mis amigos de que no eres un cretino.
Asentí con energía.
—Para eso vine.
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