4
Mis pies descalzos hundidos en la arena tibia.
Las olas rompiendo contra el conjunto de rocas, donde un pescador se encontraba sentado, con su gorro de paja y la caña entre las manos.
Tuve la sensación de que así mismo se sentía la libertad. Pero no estaba seguro si alguna vez en mi vida podría experimentarla en carne propia. Tal vez mi destino solo era ser un espectador. Sentirla de lejos y nada más.
Todavía recuerdo la sensación desagradable que tenía en el pecho esa mañana, cuando salí de mi casa como un loco, rumbo a la playa. Había tenido una discusión con mi padre porque hizo un comentario que simplemente me sacó de mis casillas. Con él solíamos discutir de vez en cuando, pero mi padre tenía la particularidad de acabar las discusiones con un golpe cuando las cosas dejaban de estar a su favor. Así que esa mañana escuché su comentario despectivo, le contesté, discutimos y me golpeó.
Era algo que sucedía a menudo.
Para mis padres yo era la oveja negra, el renegado, el rebelde. Alzar la voz y empoderarme significaba faltarles el respeto.
Me tumbé de espaldas sobre la arena, con ambos brazos extendidos y los ojos cerrados para evitar la luz del sol. Estaba tan agobiado que ni siquiera me había salido el llanto. Supongo que, de alguna manera, me había acostumbrado a ese tipo de situaciones. A mi padre siendo despectivo, altanero y soez. A mí mismo siendo sumiso pero explotando de repente y al final, recibiendo un golpe que me devolvía a mi cruda realidad.
—Te vas a cocinar al sol.
Reconocí aquella voz de inmediato.
Abrí los ojos de par en par y me senté de golpe.
—Sí, bueno... No me molestaría tanto en estos momentos.
El chico se sentó junto a mí. Las piernas contra su pecho y sus dos brazos abrazando sus rodillas.
—Hay maneras menos dolorosas de morir.
Esbocé una débil sonrisa.
—¿Viniste solo?
—Sí. Me peleé con mi padre y solo me fui. Necesitaba tomar un poco de aire o algo por el estilo.
—La marca en tu cara me indica que el que debería tomar un poco de aire es tu padre. Con todo respeto que me merece el señor Hernández.
—Mi padre no merece ningún tipo de respeto cuando se pone así —respondí a secas.
Francisco me miraba de reojo, mientras jugaba con sus pies en la arena. Yo sabía que quería preguntarme qué había pasado, pero no se animaba a hacerlo para no pecar de chismoso.
—Peleamos porque a veces dice cosas que no están bien —expliqué de forma escueta.
—Al parecer para él sí está bien. Ya sabes cómo son los adultos. Su verdad es la única que existe.
Me encogí de hombros.
—A veces me pregunto cómo sería el mundo si fuera gobernado por adolescentes. Puede que a veces seamos algo caóticos, pero tampoco es que estemos tan mal todo el tiempo. Creo que algunas veces sí usamos la cabeza para pensar en cosas buenas.
Francisco se volvió a reír.
Noté que, de forma inconsciente, escondía su rostro cada vez que sonreía. Inclinaba la cabeza hacia abajo, como si estuviera reservando aquel gesto solo para quién se lo mereciera.
—¿Y qué tal tus padres? —continué—. ¿También se ponen intensos de vez en cuando?
—Mis padres pertenecen a la clase social baja. Vivimos en una casa pequeña con mis tres hermanos menores. Vivimos de hacer pequeños trabajos de jardinería, limpieza de casas y esas cosas. La gente como nosotros tampoco tiene mucho derecho a opinar, así que supongo que a veces ellos también deben sentirse como adolescentes. El gobierno no es amable con la gente pobre, ni con nadie que haga o diga algo distinto de lo que ellos predican.
Asentí.
En ese instante comprendí cuán privilegiado era. Mi padre tenía un puesto importante, hacía cosas importantes y se codeaba con otras personas que tenían una opinión válida en la sociedad en la que vivíamos. Él era considerado un héroe por salvar vidas. Era relevante solo por ejercer la medicina. Sin embargo, ¿cuántas personas hacían otras cosas importantes sin ser tomadas en cuenta? Jamás me había hecho esa pregunta porque vivía en una posición privilegiada que me mantenía en una burbuja. Pero esa mañana comprendí algo extremadamente importante: el privilegio era como una cuerda floja. Si dabas mal un paso caías al vacío, al pozo de los marginados, de los olvidados. De quienes gritaban hasta perder la voz pero nunca eran escuchados. Porque para la sociedad, todos aquellos que caen de la cuerda floja no son dignos de alzar la voz.
—En otras palabras —continuó Francisco—. Ser pobre y ser adolescente es casi lo mismo. En ninguno de los casos tenemos derecho a réplica. —Rio.
—Si lo pones así, realmente apesta —agregué yo.
Cuando llegué a mi casa, las luces del comedor estaban encendidas. Mi padre estaba sentado en la sala, con sus shorts de vestir, las medias hasta las rodillas y sus zapatos de charol. Estaba leyendo el diario. Mi madre estaba en la cocina y mi hermana perdida en su mundo, como de costumbre.
—¿Dónde estabas?
Escuché la voz de mi padre pero no le vi la cara, puesto que tenía el diario en frente.
—Fui a la playa —contesté a secas mientras me limpiaba la arena de los pies en la alfombra de la entrada.
Escuché un sonido bajo de desaprobación. Ese que solía hacer cuando algo no le gustaba mucho.
—Tú eres mi hijo, Joaquín. Y ningún hijo mío me falta el respeto y se sale con la suya. Te lo advierto, no te vuelvas a pasar de listo.
Preferí no enroscarme en la discusión que mi padre pretendía reanudar. Así que, cuando terminé de limpiarme los pies, me marché a mi habitación.
Tenía un montón de reproches. Por supuesto que los tenía. Estaban atorados en la punta de la lengua, esperando el momento oportuno para salir disparados de mi boca. Pero sabía que todo ataque de rebeldía tenía sus consecuencias, así que, por el momento, la mejor decisión que podía tomar era mantenerme en silencio.
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