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Francisco...

Su nombre recorría mi boca, me hacía cosquillas en el paladar y se perdía en mi garganta.

Después de haber pasado prácticamente toda la tarde conversando con él, se me hacía incluso más interesante que antes. Era un chico listo, risueño y apasionado. Su sencillez incluso me dio un poco de envidia. Él no tenía que aparentar. No tenía que cuidar sus modales o comportarse de cierta manera para que las malas lenguas no hablaran. Iba a un colegio normal, tenía una vida normal, alejada de las miradas malintencionadas de aquellos que disfrutan criticando al prójimo.

Era simplemente maravilloso.

Me senté en la mesa cuando mi madre comenzó a servir el almuerzo. Mi padre estaba completamente absorto mirando el canal de noticias en la televisión. Hasta el momento yo no había prestado demasiada atención a lo que estaban diciendo, hasta que, en un momento, las palabras del reportero me obligaron a girarme sobre la silla para comprobar con mis propios ojos que lo que estaba sucediendo era real y no una película de ciencia ficción.

El reportero explicaba que un incidente acabó con la muerte de dos jóvenes dado que "habían comenzando disturbios en la vía pública" y se negaron a escuchar el llamado de atención de las autoridades, llegando al desacato. Como consecuencia, la policía abrió fuego en contra de ellos, dándoles la muerte.

Se me revolvió el estómago de miedo mientras escuchaba la noticia.

Por supuesto, logré descifrar cuáles eran los disturbios de los que estaban hablando.

Esos dos chicos eran pareja.

Al parecer, estaban haciendo una manifestación frente a la casa del gobierno y la policía tomó aquello como una amenaza.

Hasta el momento nunca le había prestado demasiada atención a esa clase de noticias. Quizás de forma inconsciente había bloqueado toda la información que recibía por miedo. Pero últimamente las noticias, los diarios y la misma gente no paraban de hablar del tema.

El gobierno había penalizado cualquier tipo de actividad de carácter homosexual. Hablaban de una extraña enfermedad incurable que apareció de repente y que al parecer, comenzó a transmitirse entre la propia comunidad gay. El rechazo y el miedo que generó esto hizo que la sociedad comenzara a repudiar todo lo relacionado con este tema. Muchos tomaban justicia por su propia mano si sorprendían a dos personas mostrando cualquier clase de indicio de homosexualidad. En ocasiones mataban inocentes escudándose en esta premisa absurda.

—A lo que ha tenido que llegar la policía para mantener el orden...

El comentario de mi padre terminó de descomponerme.

—¿Cómo se les ocurre hacer esa clase de cosas? Ir a la casa del gobierno a armar un escándalo... —añadió mi madre.

—Sus derechos, dicen. Sus derechos acaban donde comienzan los míos. En el último mes han sido unos cuántos los que acabaron mal por desafiar al gobierno. Por eso están como están...

—Que Dios los libre...

Mi padre chasqueó la lengua.

—A esos no los libra nadie. Ya bastante tienen con lo que hacen y esa peste que están propagando. Si no los matan a tiros se van a matar entre ellos mismos.

Mis padres no supieron por qué salí corriendo al baño para vomitar.

Me temblaba todo el cuerpo, sentía náuseas y una sensación extraña en el estómago. Como un especie de nudo que me apretaba las entrañas hasta cortarme la respiración.

Estaba aterrado.

¿Qué tal si yo acababa como uno de esos muchachos?

Si resultaba ser descubierto y perseguido por la policía o por el propio gobierno. Si la sociedad me segregaba y me condenaba por tener un sentimiento que ni siquiera yo mismo sabía cómo manejar. ¿Acaso era esa la enfermedad de la que tanto se estaba hablando? ¿Acaso yo también estaba enfermo?

Otra bocanada de vómito me obligó a encorvarme sobre el inodoro.

Mi madre me trajo un vaso de agua con hielo y una pastilla. Seguro era de esas que mi padre siempre cargaba en su maletín.

—Toma esto, amor —me dijo ella mientras me extendía el vaso y la pastilla —. Tu padre dice que te vas a sentir mejor.

Estiré la mano para atrapar el vaso de agua y tomé un gran sorbo para quitarme el mal sabor de la boca. Luego seguí con la pastilla.

Mi madre me ayudó a salir del baño y me acompañó hasta la habitación.

—Acuéstate un rato —me dijo luego de abrir la ventana para que corriera un poco de aire.

Obedecí, tumbándome en la cama de costado. Ya no tenía más nada en el estómago, pero esa sensación de tener las tripas aplastadas no desaparecía. Obviamente, no podía decirle a mi madre cuál era el motivo de mi malestar. Ella no solo le contaba absolutamente todo a mi padre, sino que también coincidía con él.

Esa tarde permanecí encerrado en mi cuarto durante todo el día.

De pronto tenía hasta miedo de salir a la calle. Estaba demasiado abrumado.

Es terrible descubrir que eres un monstruo ante la sociedad. Pero es todavía peor caer en cuenta de que vas a tener que ocultar tu identidad por el resto de tu vida. El solo hecho de pensar que quienes sentían lo mismo que yo eran perseguidos hasta la muerte me ponía los pelos de punta. ¿Cómo se suponía que iba a ser mi vida entonces? Jamás me había planteado esa pregunta hasta ese preciso momento, en el que me encontraba acostado en posición fetal, abrazándome a mí mismo y con la cara empapada en lágrimas.

Había gente que prefería morir antes que sentirse encerrada dentro de sí misma. Pero yo le tenía mucho miedo a la muerte. Aunque entendía que, para muchos, morir era mejor que vivir siendo perseguido y despreciado.

¿Llegaría yo a esa conclusión alguna vez?

Apreté los ojos con fuerza y sentí las lágrimas derramándose por mis pómulos hasta perderse en la almohada. 

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