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"Para Helena:
Hola, cielo. Espero que leas esto con tiempo, porque la carta no es breve. Poseo mucho papel, y ganas de explicarte todo eso que te he ocultado durante tanto tiempo. Una historia pasada y presente, que en algún momento será tu responsabilidad continuar.
Empezaré por el principio, si te parece bien.
Todo empezó el día en que conocí a una mujer tan hermosa como cualquier atardecer. La mujer que, durante mucho tiempo, pensé que daba sentido a mi vida. Por aquel entonces, yo tenía treinta años. Me había retirado del ejército por una pequeña lesión en el hígado, y había partido de España, mi patria, con el corazón partido por no poder continuar mi pasión. Pero todo aquello se esfumó cuando la vi.
Esa mujer era tu madre. Te pareces tanto a ella, que a veces me cuesta distinguiros. Tienes su pelo y su porte, y una tendencia natural a la manipulación. Y su sonrisa, sobre todo, tienes su sonrisa. Esa sonrisa que podría atar a cualquier hombre y dominar a cualquier fiera.
Como te iba diciendo, conocí a una mujer muy hermosa. Se llamaba Elizabeth Hamilton, y tenía veinte años. Nunca creí que me aceptaría, pero una noche me aseguró que nuestro destino era estar juntos. Ella se fue del bucle en el que había estado viviendo, lo abandonó todo para acompañarme a un mundo normal. Un mundo donde la peculiaridad estaba prohibida. Pero era determinada, y no le importaba lo que otros pensasen. A mí también me dio igual.
Con el tiempo, nos casamos y tuvimos dos criaturas. Dos hermosos mellizos, y descubrí que podía amar a alguien más de lo que amaba a tu madre. Jamás, en todos mis años de vida, había estado tan orgulloso de alguien hasta que tu llegaste. Mi valiente pequeña, siempre dispuesta a enfrentarse a lo que le cayese encima.
Tu hermano nunca fue así. Víctor era extrovertido y alegre, pero nunca tuvo ese hierro interior que yo podía percibir en ti. Erais la noche y el día, la luz y la oscuridad, el yin y el yan.
En un momento dado, tu madre y yo tuvimos que tomar una decisión. Ambos os amamos con todo nuestro corazón a los dos, pero no podíamos permitir que siguiéseis juntos. No podíamos permitir que os influenciáseis.
Yo te llevé conmigo a Estados Unidos, donde podría enseñarte a manejar armas, a cazar... Donde podría enseñarte a sobrevivir, a honrar a nuestro legado. Quería que tu continuaras un trabajo que sabía que en algún momento yo ya no podría hacer. Yo nunca fui peculiar, pero trabajaba con personas que sí que lo eran. Ese era el legado que me dejaron tu abuelo, y tu bisabuelo antes que él. Una relación inquebrantable con el mundo peculiar.
Por eso nos mudábamos tanto: yo iba de un lado para otro, según donde necesitasen cazadores de huecos. Incluso después del accidente, seguí desplazándome. Visitamos los cincuenta estados, y en cada uno de ellos conociste a una persona. Conociste a P, a H, a C y otros etcéteras.
Todos ellos eran y son cazadores de huecos, Helena, gente que sacrifica sus vidas a la causa. Y yo estaba y estoy convencido, de que serás la más grande de todos ellos. Naciste con un don más grande que el de ningún otro, y por eso tu vinistes conmigo. Decidimos que tú tenías talento para la muerte, y no solo para la vida, mientras que tu hermano era más apto para la protección y los sentimientos.
Por eso, tu viniste conmigo a aprender a sobrevivir en cualquier circunstancia, a aprender el legado de las armas. Y él se quedó con tu madre, para que ella le pudiese dejar a tu hermano su propio legado, el legado de las Ymbrynes: el afecto y la protección. Os preparamos por separado para misiones distintas que están destinadas a ayudarse mutuamente.
Quiero que leas el libro, porque no es sobre aves. Quiero que leas el libro, porque si estás leyendo esto, yo ya estoy muerto, estas responsabilidades ya han caído sobre ti, y debes estar preparada. El libro lo cuenta todo, desde la historia de la familia hasta las fichas de mis cacerías de huecos.
Quiero pedirte un último favor, Lena. Necesito que no vendas la casa. La escogí como residencia definitiva, y tiene muchos secretos en ella, así que consérvala a toda costa. Allí está nuestro cuartel general ahora.
Con cariño, papá".
Su carta consigue que me deshaga en lágrimas. Siento unos brazos fuertes rodear mis hombros y me doy la vuelta para encontrarme con mi hermano. Puedo apreciar, bajo la luz del fuego que hay en mi dedo, la duda en su mirada. Sé que quiere que le cuente lo que me ha causado esto, pero por ahora prefiero mantener esta carta en privado. Esto es algo entre papá y yo, al menos hasta que resuelva el desorden emocional y psicológico que me ha dejado esta carta.
Decido comenzar a leer el libro. Papá dice explícitamente que me será útil, y aunque dudo que se refiera a la situación en la que estoy, espero con ansias que así sea. Sobre la dedicatoria de la primera página, está escrito: "Lo que se debe saber sobre el Mundo Peculiar". Supongo que será el título del libro. Paso la página para encontrarme con el índice, que dice así:
Lo Que Se Debe Saber Sobre El Mundo Peculiar
Los Peculiares
1.1. Las Ymbrynes
1.2. Los Bucles
1.3. Las Peculiaridades Más Frecuentes
El Experimento
2.1. Lista de Partícipes del experimento
2.2. Los Huecos
2.2.1. Huecos asesinados
2.3. Wights
2.3.1. Wights aniquilados
3. Cazadores de Huecos
3.1. A
3.2. B
3.3. C
3.4. D
3.5. E
Y sigue así durante todas las letras del abecedario. Con curiosidad, abro el libro por la página donde queda la letra "G", inicial del apellido de mi padre. Él siempre insistió en que yo debía usar como apellido el primer apellido de mamá, Hamilton, pero papá se apellidaba García. En el libro parece venir todo.
"Familia García:
Nuestra extensa tradición, nuestro legado en el arte de cazar huecos viene desde el mismo inicio del experimento. O más bien desde su final. En 1909, después de aquella explosión que hizo temblar incluso los pilares de la tierra, Ambrosio García se encontraba en italia. Ambrosio estaba allí con su mujer y su hijo, y alrededor de un mes después, empezaron a recibir refugiados en bucles cercanos.
Los refugiados contaban toda clase de historias sobre monstruos invisibles que devoraban los ojos de sus víctimas. Así fue como el señor Ambrosio, tu bisabuelo, descubrió que no era una persona normal como había pensado. Helena, tu bisabuelo podía ver a los huecos.
Aterrado por las historias que se contaba sobre ellos, se unió inmediatamente a la causa, pensando en proteger a su mujer y a su hijo (tu abuelo Diego) de esos monstruos letales y fétidos. Ahí empezó todo para la familia García. Tu bisabuelo viajó de tierra en tierra, regresó a España y llegó a estar en australia, cazando huecos en todas partes.
Él, junto con todos los demás, formó una alianza de la que quedó como líder. Una alianza destinada a estar en constante contacto, detectar bolsas conflictivas de huecos y actuar para erradicarlas. Una alianza de gente con un único compromiso: eliminar a todo aquel hueco o wight que amenace las vidas peculiares. La llamaron I. Por "Invisible".
..."
Dejo el libro a un lado. Alianzas, cazadores de huecos, protectores de niños. Se me escapa una risita histérica que procuro contener, porque, al fin y al cabo, ahora incluso mi hermano está dormido. Guardo el libro, apago el fuego de mi dedo, y me acuesto con cierta pereza. Mis pesadillas me han quitado el sueño durante años, pero ahora mismo estoy tan agotada, que no creo que puedan impedirme descansar.
Me despierto ya de madrugada solo para darme cuenta de lo equivocada que estaba cuando he dicho que las pesadillas no me van a impedir descansar. Miro la hora que es en el reloj de bolsillo que Millard me regaló. Las dos de la madrugada. He dormido unas dos horas o menos, pero me siento curiosamente activa. Abro mi mochila y saco del bote hermético en el que están metidas mis pastillas una. Me obligo a tomármela sin agua, porque carecemos de agua potable.
Vuelvo a acostarme en el suelo, dispuesta a volver a dormirme, pero escucho una débil tosecita. Bronwyn se levanta para ir a atender a Claire, y yo avanzo a gatas hacia ellas también.
—¿Qué sucede? —pregunto.
—Creo que tiene fiebre —responde Bronwyn, con evidente preocupación.
—Iré a buscar a Taima. No sé si su peculiaridad sirve también para las enfermedades, o solo es con las heridas sangrantes, pero...
Busco entre la oscuridad al chico, pero apenas sí puedo ver. Enciendo una llamita en mi meñique para buscarlo mejor. Taima está justo donde estaba antes. Me acerco gateando hasta él y me esfuerzo por despertarlo, pero es difícil. Incluso aunque lo zarandeo con violencia, el chico no abre los ojos.
—Vamos —susurro—. Te necesito.
—¿Qué pasa? —abre los ojos adormilado, casi como si lo hubiera invocado.
—Claire está enferma —murmuro—. Necesito saber si puedes curarla.
—Lo siento. Mi don solo funciona con las heridas externas. Puedo curar cosas como una pierna rota o un corte, pero con bacterias o virus soy completamente inútil.
Asiento y vuelvo hacia dónde está Claire. Por desgracia, no tengo manera de ayudarla. Todo lo que puedo hacer es darle el jarabe que hay en mi botiquín, pero sé que no le hará demasiado. Maldigo el momento en el que he dejado que la niña pase frío. Yo creía que con mi chaqueta iba a bastar. Me duermo de nuevo abrazada a ella, rezando para que la mañana llegue pronto, porque vamos a necesitar un lugar seguro donde intentar curar a la niña.
Cuando despierto, con las primeras luces de la aurora que se cuelan entre pequeñas rendijas en la cobertura de plantas sobre nosotros, me encuentro abrazada a Claire. La pequeña respira agitadamente contra mi cuerpo, ardiendo de fiebre. Mi corazón se acelera de espanto ante la idea de que su enfermedad pueda matarla, y me vuelvo para mirar a mi alrededor. Tenemos que levantarnos y buscar un lugar seguro, pronto. Percibo la mirada del Pájaro sobre mí.
—Espero no haberos fallado tan pronto, Miss —le susurro, poniendo un mechón del bello cabello rubio de Claire tras su oído. Luego me vuelvo hacia Taima, que es el que más cerca queda—. Ayúdame a despertar a los demás. No hay tiempo que perder, tenemos que encontrar ayuda para Miss Peregrine, y también para Claire.
Siento el estómago encogido por la falta de comida. Ayer tuvimos que abandonar la escasa caza que Taima y yo habíamos conseguido, con las prisas por huir de los wights. Llevamos sin comer desde la cena de ayer, a las 18:00 de la tarde, o así. Y hemos hecho mucho deporte, y yo he dependido mucho de peculiaridades que no he desarrollado demasiado. El agotamiento me pesa, a pesar de las horas de sueño.
Con ayuda de Taima, despierto a todos los demás rápidamente. Mi hermano y yo somos los primeros en salir del refugio, aunque me empeño en ir delante de él, por lo que pudiera pasar. Al fin y al cabo, como afirma la carta de papá, yo estoy entrenada para matar... y él no. No sé si alguna vez entenderé el verdadero, o los verdaderos motivos que llevaron a mi padre a entrenarme a mí y no a mi hermano, pero tampoco es como si tuviera momentos de ocio para pensarlo.
Siento el aire helado, que después de toda la noche pegada a una niña enferma, es bien recibido durante unos instantes. Me apoyo en el hombro de mi hermano, que por mucho que no sea un líder nato, es mi apoyo, mi pilar, desde que tengo memoria. Miro en todas las direcciones, tratando de ubicarnos en algún lugar del mapa de Britania, pero el bosque es igualmente frondoso en todas direcciones. Estamos irremediablemente perdidos, y aunque eso me alarma, me lo tomo con una calma poco propia de mí.
Los niños salen uno a uno de la carpa. Enoch se coloca a mi lado, y él también evalúa nuestra situación con ojo crítico. Casi puedo leer los pensamientos que pasan por su mente, aunque esa no se cuente entre las peculiaridades que he adquirido con el tiempo. Me fijo en Bronwyn, que tiene a Claire sobre el regazo. No creo que valga la pena echar a andar, al menos no hasta que hayamos comido algo. No tenemos cuerda alguna para izarme en el aire, de modo que tampoco puedo subir por sobre los árboles y dictarles el camino.
—¿Se pondrá bien? —pregunta Jacob a Bronwyn, con los ojos fijos en la niña rubia.
—Tiene fiebre y necesitamos medicamentos para ella —responde Bronwyn—. Creo que la medicina que Helena le dio anoche le ha hecho algo, pero no estoy segura de que sea lo bastante fuerte.
—No creo que lo sea —afirmo yo—. Pero puedo darle otra dosis ahora, para ver si le hace algún efecto.
Dicho y hecho, saco de mi bolsillo, donde lo había dejado, el bote de jarabe y le doy otra dosis a Claire, que sigue temblando en los brazos de Bronwyn. Víctor (mi hermano) y Victor (el hermano de Bronwyn) nos miran con aire compungido desde un lado.
—Necesitamos encontrar la salida de este maldito bosque —refunfuña Millard.
—Ante todo, lo que necesitamos es comida —replica Enoch, con el ceño fruncido—. Necesitamos comer y discutir nuestras, realmente, muy pocas opciones para continuar.
—¿Continuar hacia dónde? —pregunta Emma.
—No lo sé —responde él—. Pero tú tampoco, de modo que no creo que tengas derecho a criticar nada —se vuelve hacia mí—. ¿Qué hay de ti, Hamilton? ¿Se te ha ocurrido algún súper plan mientras te desvelabas esta noche?
—Temo que no, mis opciones son tan limitadas como las vuestras. Sacad algo de comer, y discutiremos las ideas que tengamos.
Nos sentamos en el suelo y comemos lo único que hay. Lo único que tenemos. Unas asquerosas latas que tenemos que repartir de dos en dos. Enoch y yo nos sentamos juntos, y parecemos igual de disgustados. Su mirada dice a gritos que (oh, vaya sorpresa) está molesto. Mira a todos lados como si la respuesta fuera a aparecer de pronto, milagrosamente, entre los árboles.
—Cogí cinco gallinas en salazón y tres latas de foie-gras con pepinillos —anuncia con amargura Horace—, y esto es lo que ha sobrevivido del naufragio. —Se tapa la nariz y engulle una croqueta gelatinosa sin tan siquiera masticarla—. Creo que estamos siendo castigados.
—¿Por qué motivo? —pregunta Emma—. Hemos sido ángeles. Bueno, la mayoría.
—Por los pecados de nuestras vida pasadas. No lo sé.
—Los peculiares no tienen vidas pasadas —replica Millard—. Las vivimos todas a la vez.
Enoch y yo tenemos nuestra propia discusión. Aunque lo cierto es que la conversación no desemboca en nada, no conseguimos armar ningún plan que pueda ayudarnos a salir de esta. Sugiero izarme de nuevo por el cielo, y él me contradice arguyendo que, si siguen por aquí los zepelines, nos descubrirán y me matarán. Que aunque fuera invisible, la cuerda se vería. Y tampoco tenemos muchas más opciones, salvo andar, en una u otra dirección, y rezar para ser afortunados.
Algo así como, "¿hola? ¿Dios? Escucha, sé que nunca hemos sido muy amigos y que no te hablo ni te rezo lo bastante, pero, ¿me harías el pequeño favor de...?". No parece muy sutil, y dudo que el Altísimo mire por la vida de unos cuantos niños peculiares. Suspiro, sintiéndome repentinamente derrotada. Lo cierto es que nunca me ha gustado sentirme así, me rehuso siempre a dejar que me pasen por encima, o que me tiren al suelo. Incluso cuando la que me la juega es la vida, mi costumbre es salir adelante. El problema es que, ahora mismo, no veo cómo.
Terminamos de comer en silencio, cada uno haciendo muecas de asco por su cuenta, sentados en pequeños corros que lindan con los otros, o por parejas. Todos intentando pensar algo brillante para sacarnos de aquí, sin éxito alguno.
Es entonces cuando Hugh llega al claro donde estamos, respirando agitadamente. Ha venido corriendo. No me había dado cuenta de que faltaba, y me pongo en pie de un salto, dispuesta a regañarlo por irse a no se sabe dónde en semejante situación. Podrían haberlo matado, o nos podríamos haber ido sin él, y ha salido sin avisar y él solo, el muy imprudente.
—¿De dónde sales tú ahora? —le pregunta Enoch, antes de que pueda hacerlo yo.
—Necesitaba un poco de intimidad para atender mis cuestiones matutinas, que por cierto a ti no te importan en absoluto —responde Hugh —, y he encontrado...
—¿Y quién te ha dado permiso para alejarte de nuestra vista? — prosigue Enoch—. ¡Casi nos largamos sin ti!
—¿Desde cuándo necesito permiso? Bueno, da lo mismo, la cuestión es que he visto...
—¡No puedes alejarte así porque sí! ¿Y si te hubieras perdido? —le regaño. Él me mira, al parecer esperaba mi apoyo.
—¿Acaso no estamos ya perdidos?
—¡Ignorante! ¿Y si no hubieses encontrado el camino de vuelta? —le dice Enoch, frunciendo los labios en su habitual gesto de descontento.
—He dejado un rastro de abejas, como hago siempre...
—¡¿Podrías ser tan amable de dejarlo acabar?! —grita Emma.
—Gracias —Suspira Hugh, y se vuelve para señalar la dirección por donde ha venido—. He visto agua, mucha, entre aquellos árboles de allí.
—Intentamos alejarnos del mar, no volver a él —dice Emma, preocupada—. Debemos de haber retrocedido durante la noche.
—Lo dudo —respondo yo—. Si realmente estamos tan cerca, habríamos escuchado las olas al romper, con la tormenta que hay.
Seguimos a Hugh por donde ha venido, Bronwyn lleva a Miss Peregrine y su hermano a Claire. Pasan unos cien metros, muy posiblemente menos, y empezamos a distinguir el color grisáceo de las aguas.
—Oh, esto es horroroso —exclama Horace—. ¡Nos han cazado bien cazados!
—No oigo a ningún soldado —apunta Emma—. De hecho, no oigo nada. Ni siquiera el sonido del mar.
—Porque no es el mar, boba —dice Enoch, con obviedad—. Eso ya lo ha dicho Helena.
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