Capítulo único
Plagio es crimen. Ninguna parte de este libro podrá ser reproducida, alterada o comercializada, sean cuáles fueron los medios empleados, sin el permiso de la autora.
Cálido y doloroso peso en la conciencia, que hace la mente de él girar y la inquietud esbozar el nerviosismo debido el arte de asesinar al vengarse del destino de mujeres que, con sus sortilegios y todo placer, destruyen a sus enemigos y tejen embarazosos infortunios por dinero.
Una nebulosa humo negro hacía la desesperación inconsciente tomar cuenta de sí mismo, la gente conversaba, bailaba y bebía, como en aquella noche en que estaba en el casino acompañado por ella, el juego conspiraba a su victoria, el gatillo tirado disparaba un tiro que hizo parar un corazón, los gritos resonaban, las manos ágiles de la muerte la abrazaban y los cuchillos giraban en la quietud del miedo.
Corina resurgía caminando por la calle con una rosa roja en su escote, ella se engañó y se juntó a los enemigos de él. Las flores venenosas de la traición con sus viejas raíces crecían y se arrastraban por el interior de la boca, de la nariz y de su oído, amordazando el arrepentimiento y la tristeza que querían gritar dentro de sí.
Las luces de los coches trazaban la avenida, la lluvia fría pintaba el cuadro rupestre en la pared amarilla de odio y sufrimiento penoso, las nubes corrían despacio por el cielo y la luna se apagaba con la interferencia de ellas, éste fue el final de la voluptuosidad que inundaba la piel y los ojos de él cuando ella se acercaba.
Caído en el suelo de la propia sala y llorando, él hizo Corina perder la vitalidad que estaba en su alma, los pájaros grisáceos golpeaban sus alas volando hacia el norte de crisantemos, de lágrimas de la pérdida, de falsa justicia y de secreta verdad injustificada en los bordones presos en el pozo de las tinieblas de los poetas que bordean de línea en línea las palabras jamás oídas.
Las hojas anaranjadas del otoño, sin estación, caían y bajaban hasta el suelo, la memoria se diluyó, el momento se licuó en polvo de un recuerdo que pesó en el gusto de hierro de las gotas de sangre a bajar por las manzanas del rostro de él. Toda la realidad fue reescrita en aquel sueño.
La cigarra cantaba y volaba por el mundo desde el exterior de la ventana. Arthur dormía sobre el sofá, él dejó el vaso vacío, que estaba en su mano izquierda, se colisionar en el suelo, con el ruido, él se despertó asustado, su cabeza dolía, como si la golpeara.
Arthur se colocó de rodillas sobre el sofá, no era fácil recordar aquella noche en que la mató, eso desestabilizaba sus pensamientos, era como si reviviera de nuevo aquel momento.
El detective de la ciudad, Edgar, aún investiga el caso para tener pruebas concretas sobre la muerte de Corina, pero todo fue hecho pensando en cada detalle, sin dejar ningún vestigio de culpa hacia atrás.
Arthur se levantó y se desperezó, su cuello hizo estallar. Un poco somnoliento, él se fue caminando en dirección a la cocina, pero, dejó de caminar cuando notó un par de zapatos rojos detrás de su sofá. No puede ser ella.
Como la llama de una vela encendida, envolvente y seductora era el laberinto de los ojos de ella. Al profundizar en las olas de su alma, los caminos de oscuridad ganaban simetría, su misterio estaba más allá de las palabras que salían de su boca, porque detrás de la sonrisa de ella y de sus chantajes baratos e irrecusables había los retratos finalizados incrustados por el presente.
Al acercarse, él empezó a llorar. Es el cuerpo muerto de Corina que está allí, caído en el suelo y ensangrentado, con los ojos abiertos e intactos, así como, en su pasado, él la vio en aquella noche de despedida. La mujer tuvo una muerte cruel y abrupta, silenciosa, como el abrir de una puerta, e inesperada.
Una secuencia de memorias pasó por la mente de él, ese dolor aún lo atormenta demasiado, su piel se rasga en rebanadas, la ilusión domina sus pensamientos y el sentimiento de culpa recorre los senderos de su conciencia. Arthur balancea la cabeza en negación, él sonríe, llora y cierra los ojos, en el intento de desaparecer aquella Corina que se materializó en su sala, después de tantos años de su muerte. Sólo puedo estar loco.
Arthur cogió la botella de whisky que estaba sobre la mesa de centro y en un solo trago bebió casi la mitad de la bebida. Él balbuceó el nombre de la mujer en que años atrás lo envenenó con la intensa pasión y deslizó la mano derecha sobre sus cabellos casi largos, por falta de ser recortado. Incrédulo, él caminó de costa para encarar Corina por unos minutos más, luego subió las escaleras y se fue a su dormitorio.
Se sintiendo perturbado, como si la propria vida exponía sus errores ante su mirada, él jugó todas sus ropas sobre la cama y se escondió dentro del guarda ropa vacío, al menos allí, junto con el olor de la naftalina y del moho, y, el ruido del carcomer de la madera por las termitas, él puede esconderse de sí mismo, y, de toda la sociedad, la tragedia que cometió.
Hoy, por haber revivido aquel momento, Arthur siente el martirio del castigo del destino entrando por las partículas de su piel, royendo sus huesos y lo intoxicando con el renacimiento de las flores púrpuras del remordimiento.
El arma disparó y la bala golpeó el corazón de ella. La vida continuaba bordeando sus pasos, sin creer, él se desesperó y la abandonó allí. Las personas asustadas, que transitaban por la calle, encaraban el cuerpo sin vigor de la joven, que abandonó su existencia, como una paloma blanca que perdió su nido por la deforestación del bosque.
Está todo grabado en la memoria de él, pero esta verdad lo corroe hasta el final de sus días. Por un segundo el tiempo se detuvo, Corina miró los ojos cubiertos de lágrimas de Arthur, el impacto del dolor explotó extensivamente por ella y destruyó las alas de todas las mariposas vitales que volaban en su interior. El cuerpo de ella se derrumbó en el medio hilo de Londres. Esta fue la única y última vez.
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