Navegando entre fantasmas
Mar aún discutía con Inés cuando Jack, el barbudo, interrumpió:
—Capitán, se acerca un galeote con bandera pirata. Es, es... ¡el Buitre!
—Maldito —masculló Mar mirando al galeote—. ¡Preparad los cañones!
Zarpamos con presteza, pero la nave del Buitre se acercaba inexorable. El galeote no era un gran barco, pero era más grande que el Amanecer. De aspecto abandonado, su bandera mostraba un buitre bebiendo de una copa roja sobre dos calaveras. Sus compuertas laterales se elevaron empujadas por cañones, y se oyeron varios zambombazos que nos pasaron rozando.
—Capitán, sus cañones ya nos alcanzan —gritó un mestizo—, y desde aquí, nuestros morteros no llegarían ni a mitad del trayecto. Nos tienen atrapados por la costa. O rendimos la nave, o nos hundirán.
—¡Situad al Amanecer de frente al Galeote! Sus disparos son principalmente laterales. No podrán acertarnos a traviesa —Después añadió entre dientes—. Prefiero morir, a rendirme ante el Buitre. Algún día le ajustaré cuentas...
En el galeote, el capitán Robert, el Buitre, conversaba con el jefe de guardia y con Miguel, su timonel: un tipo bajito, con anteojos y pelo rubio y rizado.
—Bien, bien, son avispados. En la actual disposición del Amanecer, nuestros cañones no les atinarán. Miguel, mantened el rumbo recto. ¡Y vosotros, seguid disparando para retenerles! Les capturaremos vivos y no lastimaremos vuestro precioso cuadro, ¿verdad? Espero por tu bien, artista —advirtió el Buitre al timonel—, que me satisfaga tu labor, o ya sabes qué consecuencias tendrá —sentenció pasando su dedo índice por la garganta.
El jefe de guardia contempló indignado la escena, pero prefirió mirar a otro lado.
—Capitán —interrumpió el contramaestre bigotudo—, el Amanecer vira hacia la costa: se arriesgarán a maniobrar entre las rocas. Es un barco pequeño y quizás lo consiga.
—¡Maldita sea! Nosotros no podemos seguirlos con nuestro galeón. ¡Artista! Retírenos del litoral y aguarde a ver hacia donde se dirige —ordenó alejándose con el catalejo para otear la maniobra.
El jefe de guardia se dio la vuelta sobresaltado, alguien le agarraba por el hombro. Era Miguel que con una mano sujetaba el timón y con la otra le agarraba.
—¡Ayudadme! El capitán Robert me tiene secuestrado...
—¡Dejadme en paz! Vuestra situación con Robert no es asunto mío.
—Pero, ¡vos sois un caballero! Podríais pedir ayuda en la primera isla en la que desembarquéis. Mi familia es muy influyente, os puede...
—¡Os repito que me dejéis en paz! Tengo órdenes. En lo que a mí respecta, el capitán Robert es un aliado. No son de mi incumbencia vuestras contrariedades con él.
Mar había cogido el timón.
—Estáis loco —chillaba Inés—. Nos habéis metido en el litoral: ¡Vamos a encallar!
—Tranquilizaos, no es la primera vez que lo hacemos... aunque quizás sea la última —añadió en voz baja.
—De aquí no salimos —se lamentó Antonio.
Mar nos miró con el ceño fruncido y aseguró:
—Este barco es tan ligero, que puede navegar con este calado.
—¡Capitán, la nave del Buitre ha virado! —anunció Jack.
—Bien, continuaremos entre las rocas, no nos podrán alcanzar.
—Pero, capitán, si seguimos por este camino, nos quedaremos atrapados en el arrecife. Todo el que conoce la zona sabe...
—Eso es cosa mía.
El Amanecer navegaba entre los rompientes con arriesgadas maniobras. En ocasiones, las rocas rozaban la embarcación que gemía roncamente, aunque no hubo ningún daño apreciable.
Inés miraba intranquila al capitán, que para tranquilizarla, le guiñó un ojo.
—Si logramos llegar al otro lado de la isla, no nos alcanzarán. Su navío es mayor, y por tanto, más lento. Una vez salgamos a océano abierto, les perderemos de vista: tenemos el viento favor.
Una roca rechinó al rozar con el barco. Mar ordenó buscar y reparar las posibles averías. Poco rato después, llegamos a lo que parecía el final de las rocas, y como el capitán había previsto, navegamos sin divisar a nuestros persecutores.
La climatología cambió: primero llovió con ganas; luego, suave; y a la caída de la noche, se tornó en espesa niebla.
Avanzábamos con precaución, pues aún nos encontrábamos peñascos de cuando en cuando. Mar estuvo en todo momento pendiente.
En mitad de la noche, Inés salió del camarote y se acercó al timón.
—¡Tu perro corretea por la habitación y no me deja dormir!
—¿Marqués? Si lleva toda la noche conmigo —aseguró señalando al diminuto chucho.
—¿Entonces qué era lo de ahí dentro?—preguntó con asco.
Mar se encogió de hombros y respondió:
—En el barco hay ratas.
—¿Ratas? ¡No pienso regresar hay dentro! Además, este ambiente tiene algo que no sé...
—Barco a babor —gritó Jack, y en voz baja añadió—, y por el amor de Dios, qué barco.
Los marinos de cubierta se apresuraron a verlo. Algunos, recién levantados, se restregaban los ojos y maldecían; los menos, empuñaron sus armas.
—Es un barco fantasma —aseguraban.
Me acerqué a mirar: envuelto en la niebla, el barco navegaba con parte del casco tronchado. En su cubierta, un esqueleto de sombrero negro y plumón blanquecino nos miraba con sus cuencas vacías.
El temor se contagió entre los hombres, y debo confesar que un desagradable cosquilleó erizó mi piel.
—¡Bajad el ancla! Voy a inspeccionarlo —ordenó Mar.
Los hombres refunfuñaron.
—¡He dicho que bajéis el ancla! —Miró a Inés y preguntó— ¿Quieres venir?
—No tengo intención de pisar ese barco —aseguró asustada.
—Escucha, Jack —prosiguió Mar—, si no retorno antes de amanecer, podéis marcharos; pero si alguien intenta marcharse antes, pegadle un tiro. Ya sabes que si yo no vuelvo, no conseguiréis el dinero que os prometí al llegar a Isla de Fuego, y es nuestra próxima parada.
Después se acercó a mí y me tendió su pistola. La acepté sin saber qué decir, me espantaba acompañarle.
—Voy contigo —aseguré intentando impresionarle.
—Gracias, Juan, pero prefiero que cuides el barco. No me gustaría que me dejasen solo en ese cascarón. Mantén los ojos bien abiertos y no pierdas de vista a Antonio. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Tomó un farol, se montó en el bote y remó hasta la embarcación cercana. Permanecí tembloroso con la pistola. Jack, el barbudo, suspiró.
—Si le pasa algo, adiós dinero.
La expresión de tristeza ambiciosa hizo que Inés y yo nos mirásemos. Creo que en esa mirada, nació nuestra amistad, aunque ella tardaría aún un tiempo en confiar en mí.
Cuando Mar alcanzó su destino, observó el malogrado barco encallado en una de las rocas del arrecife. Se apoyó en la borda para subir, pero la madera cedió a su peso en mitad de la operación, y con un traspié tuvo que apoyarse en el esqueleto de sombrero de plumón, que se mantenía en pie gracias a una cuerda. Maldiciendo por el golpe, observó cómo posiblemente el desventurado se ató a sí mismo cuando le fallaron las fuerzas, para poder otear el horizonte hasta el último momento en busca de una ayuda que nunca llegó.
—¿Qué hace? —preguntó Jack al mestizo, que miraba con un catalejo.
—Creo que está hablando con los fantasmas, hasta le ha dado un abrazo a uno.
La tripulación se quedó sin palabras.
Mar inspeccionó el barco con cuidado, ya que la madera cedía y las piernas se le hundían, de tal forma, que una de las veces estuvo a punto de ser engullido por uno de esos agujeros. Accedió a las estancias que aún permanecían a flote, las examinó, cogió varios documentos e inspeccionó el diario de bitácora.
Volvió a cubierta con el libro bajo el brazo. De nuevo sorteó la madera podrida hasta que llegó junto a los esqueletos. Cogió el sombrero negro de plumón blanco, sacudió el polvo del mismo, se lo puso y subió al bote.
Cuando regresó al barco, los piratas le miraban con estupor.
—Ya podemos irnos —dispuso al instante de pisar la cubierta.
Antonio estaba en el suelo con las manos en la cabeza, Inés lo apuntaba con su arma.
—¡Ha intentado amotinarse! —voceé—, pero Jack, Inés y yo lo hemos impedido.
—Muy bien Juan. Antonio, ya conoces las normas, aunque por ahora no haré uso de mi derecho, y no te ejecutaré. Quedas relegado de tu parte del botín y viajaras atado hasta que lleguemos a puerto.
Tras las órdenes pertinentes, pusimos rumbo a Isla de Fuego, donde se encontraba el tercer retrato.
Mar entró en su camarote y estudio el diario de bitácora que había traído. Al rato, se levantó y llamó a Inés, que ya se movía entre nosotros como uno más.
—Creo que han tendido una trampa a tu padre.
—¿A qué te refieres?
—He sacado información del barco que he visitado: iba a Isla Jardín por encargo de tu padre. El patrón del navío sospechaba de una conspiración para perseguir y destruir a vuestros barcos.
—Pero eso es un disparate: ¿quién desearía perjudicar a mi padre?
—No lo sé, pero fue el Buitre el que hostigó a este barco. El capitán sabía lo que significaba la copa roja en la bandera del Buitre: que no toman rehenes. Optaron por huir entre las rocas, pero no tuvieron tanta suerte como nosotros.
—¿Entonces...?
—Él es de los piratas más vivaces de por aquí, así que no es de extrañar que sea el causante de muchas de las fechorías de la zona, pero...
—¿Pero qué?
—Peroes chocante que según el capitán persiga a todos los barcos de tu padre. Lotiene que hacer con alguna finalidad.
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