Ladrones en la mansión de Isla Jardín
Isla Jardín lucía tan vistosa como de costumbre. Hacía honor a su nombre con abundante y cuidada vegetación.
Mar y yo bajamos del Amanecer ataviados de mercaderes ambulantes y, siguiendo un cuidado camino de piedras, llegamos al pueblo. En las ventanas se agolpaban flores de colores que olían a hospitalidad.
Tras dar un par de vueltas, nos dedicamos a la venta de baratijas. La mañana pasó sin una sola ganancia. Cuando el reloj de la plaza daba las doce, me acerqué a Mar para advertirle:
—Creo que has puesto los collares demasiado caros.
Me hizo callar con un gesto, mientras atendía a las campanadas.
—Mejor —respondió—, así no nos incomodarán los lugareños.
Cuando el reloj dio las doce y media, y yo me encontraba más que aburrido, una muchacha vestida de blanco, rubia y gallarda, se acercó a las baratijas de Mar. Tras estudiar los collares, le miró a la cara.
—Te conozco. ¿No has venido antes por aquí?
Mar encogió sus hombros sin articular respuesta.
La muchacha fijó sus ojos verdes en las baratijas y exclamó:
—¡Tus collares son más caros que los del resto de comerciantes!
—Es que los míos son auténticos —respondió Mar sonriendo.
—¿Auténticos? ¡Auténticas engañifas! —replicó—. Soy Inés, la hija del gobernador, y no me agrada que haya estafadores en mi mercado.
—Yo no engaño a nadie, cada cual es libre de comprar donde quiera.
La muchacha respondió con una mirada de reprobación.
—Eres un mal ejemplo para el chico —añadió señalándome. Después, se perdió entre el gentío.
Mar se encogió de hombros, me miró y sonrió.
—Supongo que tiene razón en lo del mal ejemplo —concluyó—. Algún día tendrás que buscarte un lugar donde vivir honradamente.
Pasamos el resto del día almorzando, remoloneando y deambulando de un lado a otro. Cuando los isleños pernoctaban, Mar sacó varios utensilios: una larga cuerda con un triple garfio en su extremo, unos ganchitos a los que llamó ganzúas, un cuchillo viejo, una piedra negra y una pistola.
Nos acercamos a la mansión del gobernador. Justo cuando el reloj dio las doce de la noche, arrojó el gancho contra la fachada del edificio, pero no se sujetó y casi nos golpea en la cabeza al caer. Con precipitación, hubo un segundo intento más afortunado, ya que se aferró a una de las estatuas de la parte superior de la fachada. Tiró varias veces, para verificar que estaba bien amarrado.
—Si no recuerdo mal, estamos debajo de la sala del retrato —afirmó.
—¿Has estado ya en la mansión? —pregunté extrañado.
—Primero subiré yo, luego tú, si puedes.
—¡Claro que puedo! —refunfuñé.
Trepó por la cuerda y, cuando llegó al piso de arriba, se acomodó en la amplia repisa de un ventanal. Entonces ascendí yo: con las piernas atrapaba la cuerda, mientras que con los brazos iba subiendo, tal y como me habían enseñado en el barco. Pese a mi buena técnica, llegué jadeante.
Al llegar a la repisa, observé un cerrojo en la ventana que imposibilitaba la entrada.
—Tendremos que buscar otro sitio por donde pasar —sugerí.
Mar arrimó la mano al pequeño cerrojo y poco a poco, el hierro se movió al otro lado de la ventana hasta que se abrió. Quedé impresionado al ver semejante poder.
—¡Es imposible!
—No, si tienes esto en la mano —aclaró mostrándome la piedra negra—. Se llama imán, y atrae algunos metales.
Abrimos la ventana con sigilo y entramos al edificio. Mar sacó los ganchitos de su bolsillo, los introdujo en la cerradura de una puerta y los removió. La puerta se abrió y accedimos a una habitación iluminada por la luna. Parecía un largo comedor con muchas puertas a los lados y una gran mesa en el centro rodeada de elegantes sillas.
Se acercó al cuadro de una mujer que colgaba sobre la chimenea. Inspeccionó alrededor de él, para cerciorarse de que no había ningún hilo ni mecanismo que alertara a los dueños.
—Todo está en orden —susurró—. Guarda sigilo y todo saldrá bien. ¡Es pan comido!
Cuando levantó el cuadro con ambas manos, un cristal cayó desde la parte posterior del mismo, creando un gran estruendo al romperse en mil pedazos.
Al instante todas las puertas de la sala se abrieron, y en cada una de ellas apareció un puñado de guardias apuntándonos con pistolas y mosquetes. Mar, sobresaltado, llevó la mano a su pistola, pero no la sacó del cinto; yo, atemorizado, levanté los brazos como señal de rendición.
—No malgastéis vuestras vidas, caballeros —nos aconsejó un señor de pelo blanco y rica bata encarnada—. Os estábamos esperando. Si os viene a bien conversar conmigo, entregad las armas y acompañadme. Por cierto, si deseáis esa pintura, os la regalo. Aunque me temo que no es la que buscáis.
Mar sonrió y permitió que le desarmasen con gesto dócil. Seguimos al hombre que nos condujo a otra pomposa estancia similar a la que nos encontrábamos, pero una planta más arriba. Había una mesa llena de comida: pan, queso, carne, pucheros... Nos hizo una señal para que tomáramos asiento, cosa que acogí con agrado, ya que las piernas aún me temblaban del susto.
—¡Serénate, muchacho! —me aconsejó Mar, descansando su mano en mi hombro.
El hombre realizó otro ademán para indicar que podíamos empezar. Pese a mis nervios, comí a dos carillos. Mar, más contenido, no cató nada de momento.
—Permitidme presentarme, me llamo Arturo Duarte. Soy el gobernante de Isla Jardín, y vos, si no ando mal encaminado, sois el afamado Demonio del Mar.
—Preferiría que me llamaseis capitán Mar. Este es Juan, el más fiero de mis hombres —añadió mientras me guiñaba un ojo.
Hice una pequeña reverencia. El gobernador, tras sonreírme, reanudó su charla.
—Bien, capitán Mar, no penséis que solemos tratar así a todos los ladrones, pero me parece tan inverosímil que os hayáis enterado de nuestro... secreto. Pero si habéis venido hasta aquí a robar un cuadro después de haber sustraído otro en la fortaleza de Cariván, es evidente que no es por azar. Permitidme una cuestión indiscreta, ¿cómo ha llegado a vuestros oídos la historia?
—Bueno, todos guardamos secretos.
Mar se aproximó a una panoplia ornamental que colgaba sobre la chimenea: un escudo cruzado por una espada. El arma tenía un mango de plata, con la figura de una mujer grabada en él.
—¿Os gusta la espada? —preguntó el gobernador Arturo.
—Me resulta familiar.
—¿Habéis visto a su hermana? —Los ojos del gobernador brillaron clavándose en Mar—. Hace tiempo, dos de estas espadas se forjaron con los mismos adornos, las dos hermanas las llamábamos. Si me procuráis la otra espada, por medios honestos, os pagaré... ¡Vaya! Por un momento olvidé la situación de mis finanzas... Esa espada me traería gratos recuerdos. Pero volvamos a lo nuestro: decid capitán Mar, ¿qué es exactamente lo que conocéis?
—Sé que existen tres retratos que, unidos, muestran la ubicación exacta de una isla donde se encuentra el Alma de Sevilla y parte de su oro, si no se lo ha llevado nadie aún.
—Es una larga historia que, si me permitís, os desvelaré mientras cenáis: "Hace casi cien años, una nave cargada de oro partió hacia España, se llamaba el Alma de Sevilla. Nunca llegó a puerto, ya que se extravió en una zona de terribles tempestades. Cincuenta años después, otra tormenta llevó a un barco con cuatro pescadores a una isla retirada, donde encontraron la nave y su tesoro. Uno de ellos murió en la isla, así que, solo la abandonaron tres pescadores con todo el oro que pudieron cargar. Durante el viaje de retorno fueron registrando su trayectoria, creando una carta portulana de tres páginas. A su regreso cada uno se quedó con una hoja. En un principio, los tres vivieron juntos y enviaron una expedición en busca del resto del oro, pero nunca regresó. Durante este período, mi padre, que era aficionado a la pintura, dibujó tras los tres lienzos un retrato. Dos de ellos eran de las respectivas mujeres de los pescadores, en el tercero dibujó a su compañero, el que murió en la isla. Después sus rumbos se separaron, adquirieron propiedades y a día de hoy sus herederos somos los gobernantes de Isla Jardín, Isla de Fuego e Isla de Plata. Creo que aún vive el anciano padre del gobernador de la Isla de Fuego que fue uno de los pescadores que encontraron el oro".
—Os agradezco la historia —señaló Mar dando cuenta de un racimo de uvas—, pero desearía saber cuál es el propósito de contárnosla.
—Muy sencillo, capitán. Últimamente mis negocios van de mal en peor, las tempestades han hecho que mis barcos no lleguen a puerto y estoy casi en quiebra. Preciso dinero con urgencia y he pensado que quizás, si os indico la ubicación del retrato de mi madre, os comprometeréis a darme una tercera parte de las ganancias. Las necesito para pagar mis deudas y entiendo que es justo, ya que es la parte correspondiente a lo que mi padre dejó allí.
—Sin embargo, el recobrar el oro tiene un gran costo. Digamos que os doy una doceava parte, siempre que nos ayudéis con algunos soldados.
—Quinta.
—Décima, y es mi última oferta.
—Conforme, será una décima parte. ¡Pero sólo os ayudaré explicándoos donde están los otros cuadros! Tampoco marcho bien de hombres: la guerra ha llamado a filas a la mitad de mis jóvenes.
—Está bien, podré apañármelas sin sus hombres.
—Antes de daros la información, quiero que me deis vuestra palabra de que traeréis aquí mi décima parte.
—¿Desde cuándo confiáis en la palabra de un hombre de mar?
—Aseguran que sois un hombre de palabra, y vuestros ojos me lo corroboran.
—Bueno, si eso os tranquiliza, os doy mi palabra: si consigo llevar adelante esta empresa, una décima parte del oro es vuestra.
Detrás de una de las puertas gritó una voz femenina:
—¡Padre! No os fieis del Demonio de Mar.
Los guardias la intentaron sujetar, pero la muchacha se zafó irrumpiendo en la sala. Era la chica que habíamos conocido en el mercado por la mañana, y que no paraba de insistir:
—No os fieis ni una palabra. Son unos embaucadores. Apenas les digáis lo que quieren saber, saldrán por la puerta y no les volveréis a ver más. Además, es un tercio y no una décima parte lo que nos pertenece.
—Hija, no tenemos elección, estos caballeros ya poseen uno de los cuadros. Si no colaboramos con ellos, jamás conseguiremos el oro, además, una décima parte es suficiente para saldar nuestras deudas.
—Sois demasiado condescendiente, padre. Al menos mandad algunos soldados para que les vigilen.
—Apenas nos quedan un puñado de hombres para defender la isla. Quizás el tesorero...
—¡Un tesorero! No me concedéis ningún hombre de ayuda y pretendéis enviar un recaudador. Prefiero que no mandéis a nadie, ya tengo bastantes problemas como para cargar con un funcionario. Si me apodero del oro, os traeré vuestra décima parte, os lo aseguro, pero no me someteré a ningún centinela.
El gobernador guardó un momento de silencio antes de continuar:
—Me parece adecuado —afirmó alargando su mano en señal de acuerdo.
—Trato hecho —corroboró Mar, asiendo la mano al gobernador—. Bien, habéis constituido un pacto con piratas, un deshonor; pero ya se sabe: entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero.
—Es posible que pactar con piratas sea un deshonor, pero más daño me hará el no poder pagar mis deudas con el gobernador Cariván.
—El gobernador Cariván —coreé recordando mi estancia en su calabozo.
—¿Le conocéis?
—En demasía —respondí acariciándome el golpe que aún se distinguía en mi sien.
—¡Ah, claro! —Dedujo el gobernador—. Os apropiasteis también del retrato de su madre. Al comienzo de nuestra crisis, cuando no retornaron los primeros barcos, nos ayudó con presteza... No imaginé que el resto de nuestra flota corriera la misma suerte. Ahora reclama el reembolso de todo lo que nos ha prestado, lo cual me es imposible: la desaparición de mi flota ha hundido las ganancias de años. Si no saldo la deuda, trasladará el caso al Supremo Consejo de Indias y perderé esta isla. Si Isla Jardín cae en sus manos...
—Pero, padre —le interrumpió la chica— ¡Una vez más, os pierde vuestro corazón! No os podéis fiar de esta gente. Dadme un par de soldados y yo misma les acompañaré para asegurarme de que nos den lo que nos pertenece.
—¡Pero, hija, que delirio es ese! Cuando llegues a mi edad no serás tan temeraria. Confía en mí, y no hagas ninguna locura —Y volviéndose hacia Mar, continuó—. Y ahora, atended a lo que os voy a contar: mi hermana es monja de clausura en el Convento de la Sagrada Cruz, no muy lejos de aquí, en la Isla del Cuervo. Mi padre le dio el cuadro. Sé que lo conserva en su habitación, y que jamás nos lo cedería para estos menesteres. Recobrarlo será sencillo, pero por favor, no hagáis daño a mi hermana.
—Os lo prometo.
—El tercer cuadro se encuentra, como seguramente ya sabéis, en Isla de Fuego. Aunque tengo la sensación de que sabéis más de él de lo que yo os puedo ayudar.
—Una cosa más, gobernador: preciso algo de dinero para la manutención de mi tripulación, un par de bolsas servirán.
Arturo asintió con gesto doloroso:
—Como os he dicho, actualmente no tengo fondos, pero esperad a mis mensajeros en el muelle, os aportaré lo que pueda... ¡Atiende, pirata! —añadió mientras le trababa el brazo clavándole la más seria de las miradas—. Mi situación es desesperada.
Inés, hosca, con el ceño fruncido y los brazos en jarras, no paró de poner reparos hasta el último instante.
Finalmente, Mar y yo marchamos hacia el barco.
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