Vicio, soledad y condena

Frío, rígido y ensangrentado. Cada medianoche el pozo aguardaba para calmar el ansia de las tierras que demandaban inocencia. Los retazos de las sábanas desgarradas a mordiscos mantenían unidas las muñecas y los tobillos. El terreno rebosante de hojas marchitas era pisoteado con ansiedad y torpeza. Los murmullos, los ululados, los chasquidos y crujidos alimentaban la obsesión y el delirio.

—Maldita sea —pronunció con el aliento contenido, tras resbalar y golpearse con el terreno húmedo y engañoso.

Los titileos de las velas traspasaron la suciedad de los cristales y una ventana de la mansión proyectó la sombra de una figura. El dolor en la cadera no impidió el volver a alzarse, recoger la antorcha y cargar el pequeño cuerpo. La llama danzó de nuevo y las sombras retrocedieron para ocultarse tras los troncos centenarios.

—Ya podría traerlos usted, señor —refunfuñó, después de apartar la mirada de los vidrios titilantes y dirigirla hacia el musgo que cubría las piedras del pozo.

Rancio, cojo y maloliente. La niebla amarilla concedió como cada noche un largo pasillo desde la vieja entrada, retrocedió antes de que la puerta carcomida se abriera y acalló los murmullos roncos que provenían del bosque. Borracho, huraño y encorvado. La luna contemplaba desde lo alto con un reprimido halo de melancolía. Los arañazos en las cortezas de los árboles precedieron a una súbita aparición que aceleró los latidos y provocó respiraciones cortas y rápidas.

—Atrás. —Tragó saliva, la garganta reseca se humedeció y la antorcha se movió una y otra vez de izquierda a derecha—. Tenemos un trato. —Vaciló ante el avance—. Lo tenéis con él.

Los erráticos movimientos de las altas figuras negras llevaron al calzado medio roto a retroceder un poco. El frío sudor recorrió gota a gota la espalda y caló más allá del cinturón. El miedo consiguió lo que el aire gélido de la noche no había logrado, helar los músculos y erigir una estatua de carne temerosa por su frágil vida.

—Retroceded... —el susurro fue ahogado por la repentina ronquedad de centenares de murmullos.

La angustia llevó a lanzar el cuerpo contra las hojas marchitas y mostrar un puñal. El acero de la hoja, empapado, mantenía cálida la sangre arrebatada a un pequeño corazón.

—Aquí está... —tartamudeó—. Como cada noche...

La mano tembló, los dedos cedieron y el arma cayó cerca del pequeño cuerpo, al lado de la máscara hundida en la carne del rostro. Una ráfaga de viento apagó la llama de la antorcha y la niebla comenzó a reclamar el terreno cedido.

Las garras nebulosas supuraron dolor, agitaron el aire y rasgaron las prendas holgadas, sucias y hediondas. Los gemidos resonaron por el bosque como llantos ahogados y llevaron a las almas en pena que rondaban la mansión a aliviar su tormento. Las negras figuras, desdeñosas de los espíritus pecadores, retrocedieron y arrastraron el cuerpo sin vida del niño.

Vicio, soledad y condena. Margel, retribuido por cada sacrilegio, no olvidaría las marcas en su costado.

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