Maldito y blasfemo.
Arrugado. Las herraduras golpeaban el fango mientras las ruedas del carro se deslizaban. Sucio. Las manos temblorosas sostenían las riendas y los silbidos trataban de calmar al caballo. Rajado. Los cuerpos en pilas supuraban pus y líquido putrefacto.
—¡Vamos, cálmate! —La trémula voz quedó eclipsada por los relinchos.
El hedor, insoportable, impregnó el aire y atravesó el trapo que cubría la nariz. Las arrugas y las rajaduras de las mortajas temblaron con el carro. El pulso se aceleró y las pupilas se dilataron. El tejido rezumó y manchó la madera.
Maldito y blasfemo. La noche no quería partir sin revelar un último secreto. Una gota roja cayó en la piel reseca de la frente, la cabeza se alzó y los ojos fueron testigos del tinte ensangrentado que se propagó por las nubes. Infecto. La llovizna aumentó el oscuro pálpito de que el bosque no toleraba a los forasteros. El nerviosismo llevó a la fusta a espolear al animal.
—¡Vamos, vamos!
Los macabros crujidos de las sogas al ser mecidas condujeron a la cabeza a girar de un lado a otro. La mirada se dirigió hacia los ahorcados que decoraban cada rama de la frondosa arboleda. Mutilados y podridos. Un amago de arcada se contuvo y al reflujo de bilis se le unió la agria saliva. Los párpados cayeron, la respiración se contuvo y unos murmullos roncos maldijeron en la lejanía. Los relinchos del animal perdieron fuerza y las patas no se alzaron más.
—No me paga lo suficiente, señor —soltó con desprecio mientras la mano cogía la botella y la boca se disponía a engullir licor.
El alcohol escapó por la comisura de los labios y empapó el cuello y la prenda dada de sí, rota, que apenas conseguía cubrir un pecho y una espalda rebosantes de cicatrices. El animal volvió a tirar y el carro lleno de secretos malditos continuó la marcha hacia las ruinas. Las ruedas chirriaron y las mortajas temblaron por los baches.
Como cada mes, las pilas de cuerpos de niños que cargaba el carro completarían el pago. Nadie conocía el origen, las generaciones se perdían en el olvido sepultadas por el polvo de los siglos, pero la ofrenda perduraba para contener el ansia y hambre de los murmullos roncos.
El carro siguió la marcha mientras la llovizna perdía fuerza. El ruido de los cascos y de las ruedas espantó a las bandadas de aves de largas plumas oscuras y ojos de ceniza que picoteaban la carne de los ahorcados.
Nada más que las ruinas del castillo se avistaron en la distancia y los débiles rayos del sol sobresalieron por encima de las cumbres, una pequeña sonrisa endulzó las rígidas y ásperas facciones. Si hubiera creído que Dios tenía algún poder en esas tierras, le habría dado las gracias.
La súbita alegría no duró mucho, el camino se estrechó, la marcha se redujo y Margel soltó un bufido. La figura ataviada con ropajes raídos y oscuros que aguardaba a las puertas del castillo lo inquietó.
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