El Invierno Eterno
Las ramas crujieron ante el envite de la ventisca, algunas cedieron y se hundieron en la densa capa de nieve. La deuda casi se había pagado y el Invierno Eterno acudía para reclamar el último tributo.
—Serás mía —pronunció Margel, sin verse afectado por el frío—. El señor sufrirá por no haberte compartido.
Las botas crearon un surco de pisadas que los nuevos copos se apresuraron a ocultar. Una palpitante fuerza, proveniente de la gema arrebatada a la estatua, mantenía la mente sumida en una profunda obsesión.
Margel caminó durante cerca de dos horas por el bosque, esquivó los pies de los ahorcados putrefactos y se apoyó en más de un tronco hasta que llegó a la mansión.
—Mía, solo mía —pronunció tras salivar mientras la ventisca retrocedía.
Un hombre ataviado con una casaca, que rondaba cerca de la treintena, lo esperaba en el porche. Al ver a Margel, observó la nieve acumulada en la ropa y se extrañó, pero acabó por ignorar su aspecto e ir hacia él.
—Al fin —dijo, antes de sacar un sobre de un bolsillo—. El comandante quiere...
Un cuchillo lo silenció. El soldado se echó las manos a la garganta y trató de frenar la hemorragia sin conseguir más que empaparlas. La carta cayó en la nieve, seguida por una lluvia de gotas rojas.
Margel caminó hacia la mansión mientras el soldado agonizaba, golpeó la puerta con el hombro, la rompió y se adentró camino de la gran sala de reuniones.
—¡Señor! ¡Salga! —Su rostro estaba poseído por un deseo incontrolable—. ¡Le traigo lo que buscaba! ¡Ya sé qué dicen los murmullos!
Gruñó al ver que nadie le contestaba, cogió el atizador de la chimenea y anduvo hacia la puerta a la que solo el señor tenía acceso. Se detuvo un segundo al ver la luz que se filtraba por las rendijas.
—¡Serás mía!
Golpeó la cerradura hasta que cedió, bajó las escaleras extasiado, se relamió y no prestó atención al hedor que impregnaba el sótano. Apartó las moscas con la mano, se deleitó con el baile de luces y sombras que producían las antorchas, se secó la saliva que le empapaba la barbilla y goteaba hacia los tablones carcomidos.
—Ya eres mía —pronunció con la mirada fija en la dueña de la casa.
Acarició las manos podridas y las cuerdas que ataban las muñecas al reposabrazos, subió los dedos por el vestido amarillento que alguna vez fue blanco y tocó el cuello convertido en pellejo seco y repleto de agujeros por los que se asomaban los gusanos.
—Solo mía. —Sonrió al ver las cuencas vacías del rostro, el cabello convertido en una maraña roída y los dientes deformes—. El señor no me impedirá tenerte.
Bajó despacio los dedos, los hundió a través de las costillas, alcanzó un corazón reseco, lo sujetó con fuerza y lo arrancó. Mordió como un lobo hambriento y degustó el sabor de la muerte mientras la gema se convertía en polvo.
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