4ª P. CHANTADA (1999)-17-CAPÍTULO FINAL.La verdadera historia de María Clara.

—Un poco más que ya llegamos —animó el anciano a Deborah mientras subían la pendiente—. Un último esfuerzo, filliña.

—¡Mis pies! ¡Jolín! ¿No te duelen los pies, Argie? —y, mirando hacia abajo, ella se quedó como hechizada—. ¡Qué belleza el paisaje, corta la respiración!



—Efectivamente, bello sí que lo es... Bello, bello... Pero no me duelen los pies, filliña. Doler no duelen. Las botas oficiales del camino no dejan que duelan. Son muy cómodas.

—¿Botas del camino? —se sorprendió la chica.

—Sí, las comprara en Monforte antes de salir para Roma.

—¡Yo te mato, hombre! ¿Recién ahora me lo decís? Me podías haber evitado las llagas de los pies, Argie.



—Me olvidara, filliña, no se me enoje...Ahí tienes, Nogueira. La ribeira de los Regueiro.

—La vista de Os Peares es grandiosa... Y ahí la Ribeira Sacra, ¿verdad? —manifestó, señalando la orilla de enfrente.



—Efectivamente, filliña.

—Ahora entiendo por qué el paisaje es protagonista en la literatura gallega —murmuró Deborah, los ojos azules le resplandecían.

  El anciano se quedó mirándola fijo, sin parpadear. Parecía hipnotizado.

—Así con esa ropa, filliña, y aquí, pareces la María Pura. Un calco. ¡Igualita! Si ella estuviera ahora no sabría cuál es una y cuál la otra.



—Pues sí que soy parecida —coincidió ella, todavía asombrada—. El día que echamos el perfume y vi la foto en la lápida no me lo podía creer. Pensé que en eso también exagerabas, como en todo lo demás. Pero no, era cierto.

—Pues tuviera que aclararle a más de uno que no eras un fantasma —y largó una carcajada—. Muchos de los más viejos se asustaran, al principio. La Meiga Maruxa se riera y me dijera: veo que me hicieras caso y la encontraras en Roma y más cosas que en otro momento te digo.

—Ya estás con las intrigas —manifestó la joven, suspirando—. A mí me parece que esa Meiga Maruxa está un poco gagá, delira. ¿Podés creer que me dijo que se alegraba de verme otra vez por Chantada? Y ella sí que sabe desde el principio que somos dos porque vos se lo dijiste.

—No hay que burlarse de nuestra meiga, lleva aquí tanto tiempo como estas montañas y nunca envejece —expresó, señalando a su alrededor—. Y jamás se equivoca. Todo lo que dice, es.

—¡Qué hermosura todo esto! —lo cortó la chica, extasiada—. ¡Qué paisaje!... ¿Y cómo recogen las uvas? Hay que ser cabra para andar por aquí.

—¡Ay, filliña, filliña! Ahí está el camino, no se hace ningún esfuerzo. Esforzar sí que se esfuerzan en Amandi pero no aquí en Nogueira.

—¿Amandi?

—En la Ribeira Sacra —y luego le explicó—: Las vides nacen entre las mismas rocas de la montaña. Por agua es que llevan las uvas ahora pero antes saltaban entre las piedras, igual que cabras. Escuchara que Monforte quiere recuperar el Camino de Santiago. La ruta sur, todo por la Ribeira Sacra. Un camino medieval, dicen... Un rapaz de la aldea anduviera por allí hace poco, hiciera un tramo... Al final del trayecto fueran en catamarán. Le gustara mucho. Muchísimo...



—¡Tenemos que hacerlo! —asintió la muchacha, muy entusiasmada—. Bueno, después de que descanse un poco más. Antes de que se le dé a usted, Don Argemiro, por pasar a mejor vida.

—¡Ay, filliña, filliña, nunca se muerde la lengua! —exclamó el anciano, haciendo un chasquido—. A veces me hace recordar al finado José Antonio, que en paz descanse. El dueño del bar que frecuentara de rapaz.

—¿Sí?

—Sí, muriera por culpa de la lengua —le aclaró Argemiro moviendo las manos con énfasis.

—¿De verdad? —insistió, al ver que el hombre se detenía.

—Efectivamente.

—¡Pero contame, jolín, en lugar de dar tantas vueltas!

—Bueno, filliña. El José Antonio le comentara al Méndez de San Mamed que el barbero Pepe inventara cuentos... El Méndez se lo dijera al Manolo de ultramarinos y el Manolo al Pepe de Pereira, el Pepe de Pereira al Pepe de Chantada y éste a la Florinda, también de Chantada, la Florinda al Paco de...

—¡Pero dejate de ir por las ramas con todos esos nombres! —lo volvió a cortar Deborah, riendo a las carcajadas—. ¡Si no sé de quién coño estás hablando! ¡Al grano, jolín, que te me empiezas a dispersar!

Filliña, filliña, ya se te está contagiando la entonación de Andemil. Un pouco máis e falas galego [1]... Bueno, al final el Paco se lo contó al barbero Pepe y el José Antonio muriera por la lengua...

—¿Cómo? —insistió Deborah, perpleja—. No te me trabuqués otra vez. Parecés un coche averiado. Todavía no veo ninguna relación entre una cosa y la otra.

—Es muy sencillo, filliña —y le explicó—: Pues el barbero le dijera que mucho hablar de los demás no le dejara tiempo al José Antonio para dedicárselo a su mujer, la Alba, bastantes años menor que él, por cierto. Que ella se la estuviera dando por detrás con el Julián Pérez, de la casa de putas. Y que lo confirmara cualquier día a las cuatro de la tarde, a ver si era mentiroso como le había dicho al Méndez de San Mamed... El José Antonio lo confirmara y, efectivamente, era verdad.

—¿Y? —largó otra risotada la chica—. No veo ningún asesinato por ahí. ¡Qué complicados que son ustedes, carajo! ¡Cómo enredan todas las cosas más simples!

—Asesinato, asesinato, no lo hubiera —le comentó el anciano, negando con la cabeza—. Pero el José Antonio muriera de un infarto, pobre, a los pies de la cama donde estaba su mujer con el Julián. Ya ves, filliña. Otra historia real.

—¡Viejo zorro! —lo regañó la chica, dándole un cachete muy suave sobre la cara—. Siempre sabés enredar hasta las historias más simples. ¡Me da un laburo enseñarte a ser concreto y a no exagerar! Aunque en este sitio te creo cualquier invento. No me gustaría perderme de noche por aquí. Estoy segura de que sería capaz de creer en aparecidos, como ese viejo Jaime. O en esa Santa Compaña [2]de la que todos hablan.



—Mira, filliña, allá está lo que queda de Sernande —y le señaló el sitio.

—¿Lo que queda?

—El salto de Os Peares inundara casi todo. ¿Ves?... Formara también esa isla... Inundara los viñedos antiguos de los Seoane, aunque por el lado del Pepe les queda aquí en Nogueira. Por parte de la esposa del Pepe, mejor dicho... Inundara mucho, mucho. Ribeira, casas, el Pazo de Penachá, la capilla de Espíritu Santo... Una lástima, filliña. El calor de Sernande adelantaba las cosechas. Casi dos cosechas al año había. Y producía el mejor vino...

—¡Qué lástima! ¡El precio de la civilización y la energía! Me imagino que deben de haber muchas historias con los pueblos que quedaron bajo el agua.

—Efectivamente, filliña, haberlas las hay a puñados. Muchas. Está la del Castro Candaz, por ejemplo...

—Contame —lo apremió la chica.

—Dijeran que el Castro Candaz fuera el preferido de los religiosos en la Edad Media. De muchos religiosos. Aunque creo que pasaran antes los romanos por allí, no sé. Y muchos otros pasaran pero, al final, también era Ribeira. Con el salto de Belesar quedó todo bajo el agua. Siempre se dijera que había tesoros y pasos ocultos por debajo del río, de una orilla y de otra. Y aún siguen las historias, filliña, a pesar de estar todo bajo el agua. Incluso cuando hubiera estiaje en el ochenta y nueve y quedara el Castro al descubierto... Creo que fuera por el mes de febrero —e hizo una pausa, pensando.

—¿Cuándo quedó el Castro al descubierto qué? No te me tranqués, ¡jolín!

—Justo por esa fecha anduviera al atardecer el Manolo de Santa Eulalia. Y jura que viera a dos monjes rezando y caminando por el Castro...



—Y yo le creo, Argie. Aquí y hoy me creo todo. Aprovechá para mentirme. ¿Dónde queda?

—En Santa Eulalia de Piedrafita... También está lo del Monte de A Reiberta, en Piñeiro de Bermún...

—¿Qué pasa con ese Monte, Argie?

—Bueno, filliña, allí hubiera una capilla a Santa Margarita y en las noches de primavera y de verano, en el mismo sitio donde estuviera levantada, se ven dos luces... Todas las primaveras y veranos...



—Te creo, Argie, te creo —y después le preguntó, curiosa—. ¿Dónde encontraron a Jaime?

—Exacto, exacto, no lo sé, filliña. Pero creo que fuera allí. Al menos eso me dijeran.

—Me intriga todo esto —le confesó Deborah—. Me siento como una Miss Marple. Bueno, una Miss Marple de veintipocos... Argie, ¿no te enojás si te hago una pregunta comprometida?

—No, filliña, pregunta.

—No te me enojés. Me dio la sensación de que en tu última confesión guardabas aún un secreto. Decime, Argie, ¿fuiste vos el que mató al falangista Santiago? Mirá que no te culpo. Bien que se lo merecía por lo que le hizo a tu herm...



—¡No, filliña, qué va! —no le permitió continuar—. Nunca matara ni una mosca. Fuera de lo que ya te contara de la guerra.

—¿Entonces?

—Secreto, secreto, sí que guardo todavía, filliña. Sospechas, más que secretos.

—¿Sospechas, Argie?

—Sí, filliña, sospechas. Siempre pensara que la María Clara tuviera algo que ver con la muerte del falangista, su amante.

—¿Sí? ¿Por qué?

—No sé, filliña, una corazonada. Siento que la María Clara esconde algo. Ya no era necesario el falangista, filliña, todos teníamos documentación. Ya no era necesario el Santiago y quizá fue por ello por lo que murió.

—Yo pensé que podías haber sido vos, Argie, al irte dos días después.

—Me fuera justo a tiempo, filliña. Sin el Santiago pudiera haber estado en peligro por investigaciones. Y para proteger a mi hermana, si fuera ella la que lo matara... Me fuera... Pero nada se investigara del Santiago. Nada.

—¿Y por qué sospechás de María Clara?

—Corrieran muchos rumores acerca del Santiago, filliña. Muchos desearan su muerte... Muchos... No fuera persona de hacer amigos pero sí muchos enemigos. Pero yo siempre sospechara de la María Clara. Estuviera extraña... Algo sabía.

—Ya empezás a trancarte con las medias frases, Argie. ¿Y no se lo preguntaste a ella?

—Preguntar, filliña, no preguntara. ¿Cómo preguntar? ¿Para qué preguntar, además?

—Para saber, hombre, ¿para qué va a ser? Así despejabas las dudas —se asombró Deborah—. ¡Mirá que sos raro!

—Pues no, no preguntara, filliña, no preguntara nada. Gracias a la María Clara estoy vivo, con eso me basta. Aun si lo hubiera matado sigue siendo mi hermana. Igual no librara al mundo de nada bueno. El Santiago era basura. Hay veces en la vida, filliña, en las que es mejor no saber. Yo mismo hubiese matado al Santiago si pudiera. Pero poder, no podía. Muchos desearan la muerte del Santiago...

—Todos los republicanos, presumo, por venganza.

—No sólo los republicanos —y a continuación le explicó—: Seguro que al Miguel Seoane le viniera de maravilla la muerte del suegro. El falangista muriera viudo y todo lo de él quedara para la María, su hija, la esposa del Miguel. Y la María, que muriera joven, le dejara toda la herencia a los Seoane. Sí, seguro que al Miguel le viniera muy bien toda esa fortuna para hacerse dueño de Ulleiro. También estaba el Méndez, el guardia civil. Nadie ignoraba que el Méndez odiaba al Santiago porque por su influencia no podía ascender en el cuerpo. Y el José Antonio, el tabernero del que te hablara, pero muriera antes que el Santiago, no lo pudiera disfrutar. Los Moure, los Cortiñas, también odiaran al Santiago.

—No sabría hacer amigos pero estoy de acuerdo contigo, Argie, no hay duda de que el hombre tenía talento para conseguirse enemigos.

—El Santiago hubiera muerto antes, filliña, si no fuera por la protección de Don Rodrigo.

—¿Don Rodrigo? —y luego le preguntó—: ¿Quién era ese hombre?

—Un terrateniente muy importante, filliña. Al final se hizo político y dejó Lugo. Le fuera muy bien en Madrid. Bueno, filliña, política, política, no era. No había democracia. Pero luego siguiera en política. Y también sus hijos y nietos. Allá en Madrid. Vienen aquí de vacaciones. Pronto viene la Paula, también, mi hija, de visita. La vas a conocer.

—No lo creo, Argie, es hora de partir, por mucho que me pese. Hace un mes que estoy por aquí.

—No, no te puedes ir. Ella viene de Montevideo. Después se pueden ir juntas, incluso...

—¿Por qué no vino aquí contigo?

—Al principio porque la madre no los dejara, filliña, a ninguno de los dos. El chico sí que vino a Andemil al cumplir la mayoría de edad. Ahora trabaja en Suiza, es ingeniero. Pero la Paula no. Se casara en Uruguay y formara allí su familia. Venir, viene, todos los años. Pero viene de paseo y se va.

—Tenés cara de zorro a punto de asaltar el gallinero, Argie. Esa cara siempre se te pone cuando me estás ocultando algo. Ya te voy conociendo las mañas.

—Nada, filliña, nada. Sigo pensando en lo que me dijera la Meiga Maruxa, nada más. Ya te lo diré en el momento correcto, no seas impaciente. Debemos volver que la María Clara nos espera.

—Me cae muy bien tu hermana, Argie. ¿Por qué nunca se casó?

—¡Ay, filliña, filliña! Cuando muriera el Santiago la María Clara tenía treinta y un años, mucho para casarse una mujer. Pero igual hubiese conseguido casarse si hubiera querido hombre a su lado. No lo quería ni lo quiere. Dice que tiene hermanos, sobrinos, primos y que con eso le basta.

—¿La gente sabía lo de tu hermana con el falangista?

—Algo sabían, filliña. Viviéramos mejor desde que la María Clara se juntara con el Santiago.

  Durante el trayecto de regreso a Andemil, en el coche, Deborah no le prestó demasiada atención a la ruta. No dejaba de darle vueltas en la cabeza el misterio acerca de la muerte de Santiago Hernández. Necesitaba conocer la identidad del asesino. Su curiosidad era muy fuerte. Le parecía extraña la ausencia de investigación. No estaba tan segura, como Argemiro, de la participación de María Clara. Menos al enterarse de que existían tantas personas con motivos para cometer el homicidio. O ese ajusticiamiento. O tantos que se beneficiaron de él.

  ¿Por qué la atraía el asunto? Muy simple: se había involucrado hasta tal punto con la familia Regueiro que no permitiría que los remordimientos y el silencio siguieran separando a sus miembros, en especial a María Clara y Argemiro.

   Horas más tarde, ya en la aldea, Deborah intentó llevar la conversación por estos rumbos con María Clara, mientras lavaban la loza.

—Pronto deberé ya irme, María Clara —dijo la chica—. No puedo seguir dando la lata.

—No, Debbie, aún no. Debes quedarte para el magosto.



—¿Magosto?

—Para probar las castañas asadas. Castañas ya las hay, pero son las primeras. Salieran pequeñitas. Con niebla, lluvia y heladas no crecieran. ¿Qué apuro tienes, Debbie? ¿Alguien te espera?

—No, no me espera nadie —la imagen de Renzo, el italiano, pasó fugaz pero la descartó—. Nadie. Pero ya molesté más de la cuenta.

—¡De molestias, nada! Nunca viera al Argemiro tan feliz, excepto... Y tú lo has ayudado, acompañándolo desde Roma.

—No fue nada, el Argie tiene más energía que un transbordador espacial hacia Marte —y luego le preguntó, teniendo cuidado porque pisaba terreno resbaladizo—: ¿Sabías por qué fue hasta el Vaticano, María Clara?

—Sí, Debbie, más que saberlo me lo imagino. Remordimientos de juventud, me supongo. Todos tenemos motivos para sentir remordimientos. Todos, todos... En aquellos años hiciéramos cosas que con el paso del tiempo nuestra conciencia nos reclama. Fueran tiempos muy duros, Debbie, muy duros. Claro que hoy no hay demasiados que recuerden, muchos murieran.

—¿De qué es lo que más te acordás, María Clara?

—El dolor por la separación de la familia, sin duda —expresó ella, emocionada—. El hambre... La lucha, el trabajo... Decepciones. Mucho. Afortunadamente los más jóvenes nada de todo aquello vivieran. Yo, por ejemplo, pasara mucho, demasiado. Fueran años tristes para mí... Mi padre en el monte... Mi novio, el Pepe, cayera bajo los engaños de la abuela y al final escapara a Buenos Aires... Mi herma...

—¿Lo engañaron a Pepe? —la interrumpió la chica.

—Bueno, lo engañaran o se dejara engañar por conveniencia. Cualquiera lo sabe, pero hoy en día poco importa.

—¿Vive?

—Aún, Debbie, en Buenos Aires. Una vez al año viene por aquí y suele darme la lata. Le fue muy bien. Tuvo un hijo y el hijo le dio dos nietos. Lástima que yo nada tuviera. Poco después de que el Pepe se fuera me encontrara con la Argentina, la abuela, y ella me dijera que esperar no esperara. Que el Pepe nunca me tomara en serio. Para pasar el rato, nada más. Y también me dijera que estaba a punto de casarse con la María Isabel Peña en Buenos Aires. Debiera de haber dicho con las panaderías de la María Isabel, para hacer honor a la verdad... Más adelante, cuando se olvidara todo el asunto de que era desertor, empezara a venir a Ulleiro todos los años. Y siempre me pidiera lo mismo, que volviéramos a estar juntos. Que dejaba a la mujer y se venía. Pero nunca le hiciera caso. Es muy gracioso, ahora, a nuestra edad, cuando viene y sigue dale que te pego con lo mismo —y la anciana largó una carcajada.

—Me imagino cuánto te habrá molestado —manifestó la chica.

—Mucho, no puedes imaginar cuánto, me dejara tirada cuando más lo necesitaba. Pero demasiado pasara en los días y meses siguientes como para que siguiera molestando. Mira, Debbie, hoy que soy más vieja comprendo. Los Seoane son como las cucarachas. Pase lo que pase siempre tratarán de sobrevivir y de crecer. Y alguno o todos sobrevivirán y les irá bien. En Galicia o fuera de Galicia. Tienen la corteza dura y, como el camaleón, cambian de color según la ocasión. A las palabras de los Seoane se las lleva fácil el viento. Ni qué decir de sus promesas. Igual al Pepe lo olvidara pronto, no tuviera más remedio porque...

  Y la anciana se detuvo.

—Argie ya me habló de lo que hiciste por él y por la familia. Lo que tuviste con el falangista, cómo vivieron gracias a ti. Perdoná mi curiosidad.

—Supongo que mucho hablaras con el Argemiro, Debbie. Es lo normal. La vida de los peregrinos es así... Se habla, se llora, se confiesa... Sí, yo fuera... ¿amante? del Santiago, del falangista Santiago... Pero Argemiro se engaña si piensa que sólo lo hiciera por la familia... También lo hiciera por mí.

—Era muy difícil sobrevivir.

—No te lo imaginas, Debbie, no te lo imaginas. Todos tendemos a decir esto es bueno, esto es malo, esto es blanco, esto es negro. Pero hay momentos en la vida en los que todo se mezcla. Me enterara de muchas cosas acerca del Santiago. Muchas cosas y ninguna me gustara. Al principio me hiciera su amante por la familia. Por ayudar a la familia. Pero creo que después siguiera con el Santiago porque me acostumbrara a él... Y un poco por rabia hacia el Pepe, el flojo del Pepe... El Santiago era suegro del padre del Pepe...



—Me imagino, María Clara.

—El Santiago más adelante quedara viudo y nunca se cansara de pedirme que me casara con él. Lo pensara, Debbie, de verdad que lo pensara. Pero siempre le dijera que no... Si no hubiera muerto quizá...

—¿Cómo le perdonaste todo lo que hizo?

—No lo sé, Debbie, no lo sé... Tal vez conmigo el Santiago fuera otra persona... No los primeros años, pero sí después... No lo sé... Sentía deseos de vengarme del Pepe... Que el Pepe supiera que me arreglara muy bien sin él. Que incluso había entrado en su familia...

—Entiendo.

—Te juro, Debbie, que aunque no me gusta lo que te digo, de verdad lamentara la muerte del Santiago. Mi padre se revuelve en la tumba al escuchar lo que digo.

—Pues...

—¿Pues? —preguntó al ver que Deborah no seguía—. Pregúntame lo que quieras, Debbie.

—Argie dice que tengo una lengua muy larga, mejor me callo.

—Pregunta, Debbie, pregunta. A mi edad poco hay que ocultar.

—¿Quién mató al falangista, María Clara?

—Muchos tuvieran motivos... muchos —respondió con voz misteriosa.

—¿Muchos?

—Vivos y muertos... Hoy muertos. Al Santiago no lo matara un ánima en pena, Debbie. De quienes hay que cuidarse es de los vivos y no de los muertos. Lo matara un vivo muy vivo.

—¿Argemiro?

—¿Mi hermano? No, ¡qué va! Argemiro no mataría ni a un xabarín [3]. Se culpa por lo de nuestro hermano Eloy que culpa suya no fuera. No, Argemiro es de los pocos que siempre fuera leal a todos. Y leal a su hermana, también. Aunque él no piense lo mismo.

—¿Y quiénes se querían sacar de encima a Santiago?

—Muchos, muchos, Debbie... Toda mi familia... El Miguel Seoane... El guardia civil de San Mamed... Los Cortiñas, los Moure... Don Rodrigo, yo misma.

—¿Vos misma, María Clara?

—Yo misma según algunos. Fuera de Argemiro hay personas que lo piensan.

  La chica no le comentó que también su hermano la creía culpable. ¡Menuda decepción se llevaría!

—Una noche de marzo... marzo del cincuenta y dos... quedáramos en encontrarnos con el Santiago al lado de un árbol que ahora no existe. Cerca del río Asma... A escondidas, porque disimular aún disimulábamos, aunque todo el mundo sabía lo nuestro. El Santiago me esperara recostado sobre el carballo. Cuando llegara... Cuando yo llegara estuviera ahí. Esperándome como prometiera. Me dijera: ≪María Clara, espero a alguien... negocios. Y sabes que en asuntos de dinero no se puede esperar ni un segundo... Escóndete detrás de aquel otro árbol. Yo me alejara como él me pidiera... detrás de otro árbol... Un carballo ancho, creo, que hoy tampoco existe... ¿Qué importan tantos detalles? Una se entretiene contando esos pequeños detalles para no entrar de lleno en lo importante. En el horror. En el asesinato. Unas imágenes que me vienen a la cabeza muchas noches para desvelarme... Mira, Debbie, sé lo que fuera el Santiago... Mucho de lo que hiciera tal vez nunca lo sepa... O nunca lo quisiera saber, quizá... Pero si de verdad hiciera demasiado, lo pagara al morir como un perro... Me pidiera: ≪Ve detrás del árbol que escucho pasos, María Clara, ve≫. Y su preocupación por mí fuera lo que me salvara la vida... Y quizá es el motivo que lleva a que lo recuerde con cierto cariño. O lástima, tampoco lo sé... Lo que sé es que el Santiago diera la vida por mí, eso lo sé... Los pasos entre hojas secas... Había hojas secas, puesto que escuchara los pasos... ¿O escuchara en lugar de pasos sobre hojas alguna tos seca? ¿O un murmullo?... No, un murmullo no podía ser, salvo que el asesino hablara solo... Fuera testigo de toda la conversación:



Aquí está, Santiago, me alegro de que haya venido.

¡Me cago en Dios! ¡Mira que reunirse hoy a esta hora, hombre!

Es muy importante lo que debo decirle. Muy importante... Algo para lo que no se necesitan testigos... Importantísimo, diría yo.

¿Muy importante? ¡Me cago en Dios! Espero que sea tan importante como para morir congelados de frío. ¡Me cago en Dios que hace frío!

Mire, Santiago, ya le advirtiera. ¿Lo recuerda? Ya le dijera que tuviera cuidado. No una, mil veces a lo largo de los años... Cuidado, Santiago, con esto. Cuidado, Santiago, con aquello. Una cancioncilla que le he repetido y repetido hasta el cansancio. Cualquiera la hubiera entendido. Pero no usted.

¡Me cago en Dios, que no sé lo que hiciera! Le prometo que...

No, Santiago, ¡cállese! En esta oportunidad no me voy a fiar de sus promesas. Bastantes problemas me trajeran sus promesas. Debiera haber hecho caso de mi instinto desde el principio. Nunca le tuviera simpatía, Santiago. Es más, no lo soporto.

¡Pero hombre! ¡Me cago en Dios! ¿Cómo...

¡Silencio! ¡No pronuncie el nombre de Dios en vano! Estoy harto de sus frasecitas. De sus salidas de tono. De sus malas palabras. Estoy harto de usted. Nunca creyera usted en Dios, así que le ruego que hoy no le pida ayuda, así vamos más rápido. Porque Dios no lo va a ayudar. Le dijera cuidado, Santiago, nada de derroches ni de llamar la atención y no me escuchara... Luego le dijera cuidado con la rapaza Regueiro, que nadie lo sepa y se siguiera paseando con ella por todo el pueblo... También le dijera cuidado, Santiago, más de uno cayera por demasiado calor en la entrepierna, no vaya a mezclarse con bandoleros y hacerles favores y usted tampoco me escuchara... Ahora ya es demasiado tarde para juramentos, Santiago, muy tarde. Ya no hay salida ni para usted ni para mí... Es por eso por lo que hoy vengo solo... De verdad que ya no me dejara más salida.

¡Me cago en Dios! ¿Cómo me dice eso?... No se me olvide de que todavía me queda el asuntito aquél... Por si lo olvidó.

¡Qué ingenuo que es! —y largara una carcajada que me hiciera temblar—. ¿Quién, escuchándolo, iba a creer que usted fuera mi mejor mano derecha en algún momento?... Un imbécil de mano derecha... Hoy ya no importa que haya enviado a mi hijo mayor a parlamentar con los soviéticos, por si los republicanos ganaban la guerra... Ya nada importa, nadie sabe eso.

Pues yo recordar, recuerdo. No desearía que me obligara a hablar, Don....

Amigo, hable ahora que le tomo declaración —y soltara una risotada que me helara la sangre—. Su última oportunidad de hablar, lo escucho. De verdad, ¡qué ingenuo es usted! ¿Qué prueba existe además de su palabra? Ninguna. Y con usted muerto, Santiago, ya no hay más palabra tampoco.

¡Pero qué me dice, hooombre! ¡No lo dijera en serio, por supuesto! ¿Por qué...

Uy, uy, sigue siendo ingenuo —lo interrumpiera—. Más idiota que ingenuo, mucho me temo. Agradezca que no me diera cuenta de eso antes. Por lo menos le quedará a su hija todo lo que me sacara. ¿No le dijera que sus excesos pudieran hacerme caer a mí? Pues tuviera que pagar bastante para no caer. Muchas pesetas. Pero a usted se le terminara el tiempo, Santiago, desde hace dos semanas vive tiempo extra... Agradezca las horas que disfrutó en estas dos semanas de la rapaza ésa. De las piernas de esa chavala alrededor de su cintura. Porque ya no podrá disfrutar más de ella en el futuro. Usted no tiene futuro. ¿Cómo pudo ser tan idiota?¿Cómo pudo caer por darles a los rojos de mierda documentación falsa? ¿Vale tanto ese coño que por ese coño dio la vida? Se extralimitó, Santiago, se extralimitó. Este tipo de errores se paga muy caro. ¡No sé por qué me tomo el trabajo de explicarle, qué sentido tiene si usted ya está muerto! —dijera Don Rodrigo, el terrateniente, sacando el arma del bolsillo y apuntando al Santiago: yo me tapara la boca para que no se me escapara ni el más mínimo sonido—. Un idiota, usted era un idiota. Un coño no vale tanto como el Poder... Lo siento, Santiago, pero usted era muy ligero de palabras y de acción, nunca me convino alguien así cerca de mí... Y vivo era un peligro... De verdad, lo lamento. Nunca había matado a nadie. Pero usted no sólo era un peligro para mí sino también para mi familia... Nadie sospechará. Hay demasiada gente con motivos para matarlo y yo me encargaré de que no haya investigación.



  Y le pegara un tiro entre los ojos, Debbie. Y yo ya no mirara más... Pero escuchara que descargara una y otra vez las balas sobre el Santiago. Ni tiempo para suplicar tuviera el Santiago, no se creyera la amenaza, supongo. Y me tapara la boca, también, pero mucho más fuerte que antes. No respirara, no dijera nada. Permaneciera al lado del árbol hasta el otro día por la mañana. Y después caminara hasta casa. Como sonámbula... Y enseguida se fuera el Argemiro para América sin darme tiempo a explicarle nada... Y después cuando volviera...

—Argie se fue tan rápido para que las sospechas recayeran sobre él si había alguna investigación.

—Pero no la hubiera, Debbie. Don Rodrigo se encargara de verdad para que no la hubiera. Y después nunca hablara de nada. Pudiera haberlo hecho con Argemiro, cuando volviera de Uruguay, pero ya pasaran muchos años y ya no era momento.

—¿Y qué pasó con Don Rodrigo?

—Vivió muy bien. Pero se ve que antes de morir le entraran remordimientos. Le dejara la mitad de la fortuna a la Iglesia para que la repartiera entre los pobres. Quizá yo no hablara por remordimientos, también. O por vergüenza. Por temor... No podía ni quería enfrentarme a Don Rodrigo. O tal vez no lo hiciera porque el Santiago le había hecho lo mismo a otros. Aunque debiera de haberle dicho algo al Argemiro.

—¿Debieras de haberme dicho qué? —preguntó el anciano, entrando.

—Mucho, hermano, mucho —pero a sus palabras las cortó el timbre de la entrada.

—Dejen que abro yo —manifestó Deborah, levantándose—. Ustedes dos deben hablar. De hoy no pasa. Es hora de que se terminen todos los malentendidos.

  La chica se dirigió hacia la puerta. Al abrirla se encontró frente a un chico de unos treinta años, muy guapo. Una versión más joven de Argemiro. Deborah se quedó con la boca abierta. Los dos jóvenes se quedaron con la boca abierta, mejor dicho.



—¡Alex, hijo! —lo saludó Argemiro, acercándose—. ¡Qué bien que pudiste llegar pronto de Lucerna! Ella es Deborah, la chica de la que tanto te hablé. ¿A que es igual a la María Pura Riveiro?

  Pero ninguno de los dos muchachos reaccionaba: se miraban sin parpadear. Argemiro, al apreciar esto, expresó con alegría:

—Creo que la Meiga Maruxa tuviera razón una vez más. Como siempre...

—¿La Meiga Maruxa? —preguntaron Deborah y Alex, al mismo tiempo.

—Sí, el otro día. Me dijera que vosotros dos ya no os ibais a separar cuando os conocierais por aquí. Y que vais a tener hijos cada dos años y todo. Dos hembras y un varón, abuelo me vais a hacer... Nos vais a hacer abuelos a la María Clara y a mí, mejor dicho... Aunque viviendo en Lucerna, mucho me temo. Pero vendréis cada vez que podáis, ¿verdad? En todas las vacaciones, por supuesto. Claro que en algunas iremos a Uruguay, a visitar a la familia de allí.

—¡Ay, Argie, ahora sí que hablás rápido y no te trancás! —exclamó Deborah, riendo a carcajadas, mientras el hijo de Argemiro la miraba y hacía lo mismo.

—Pues tú y yo hoy saldremos a beber algo para festejar que estás de visita en Andemil y sin dejarnos llevar por las supersticiones de las personas mayores —le dijo el hombre, sonriéndole.












https://youtu.be/G6WW7Nuqows


[1] Un poco más y hablas gallego.


[2] En la mitología gallega es una procesión de muertos o ánimas en pena que, a partir de medianoche, recorren los caminos de la parroquia, para visitar las casas en las que habrá una defunción.


[3] En español, jabalí.



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