13- Los últimos cotilleos.

  Mientras Don Rodrigo y Santiago conversaban en una de las mesas, en la barra el tabernero le susurró al guardia civil, señalándolos con la cabeza:

—Mírelos a esos dos allí en el fondo. ¿No le dan temblores en todo el cuerpo cuando se ríen así, de esa forma siniestra? Parecen dos hienas.



—Deberían darle temblores a los rojos y a los que hablan demasiado. Como usted, Don José Antonio. Mejor es saber mucho y hablar poco, que saber poco y hablar mucho. Hoy el Santiago le hizo a usted una advertencia —y lo miró de reojo.

—Es verdad, Don Pepe, entendí la indirecta enseguida... Mírelo ahí al Miguel, también. Sentado, solo, como un perro apaleado. ¡Parece tan desamparado! No se ve como un novio feliz. Seguro que casar no quisiera.

—El casamiento es saludable para la salud, Don José Antonio. Ayuda a no morir de pulmonía en la copa de un carballo.

—Don José, ¡qué risa! —exclamó lanzando una carcajada—. Se ve que al ver al Santiago usted espabiló. La rabia lo hiciera espabilar. Le gusta incordiar a todos, a usted incluido.

—Espabilar, espabilé, Don José Antonio. Pero gracias a las copas.



—En confianza le digo, Don Pepe, que a veces me siento el director de una orquesta. O de una obra de teatro. ¡Vaya si pasan comedias y dramas frente a mí! Y tragedias, las peores tragedias de Chantada. ¿Qué digo Chantada? De Galicia entera y también de España.

—¿Tragedias? —preguntó, desconcertado, el guardia civil.

—¿Y qué es lo del finado Don Jaime? Una tragedia, Don Pepe. Y una de las gordas. ¿O me va a decir que se ahogó naturalmente, sin querer, allí en el río? Ese pobre hombre se tiró al Miño, harto de todo. Y que Dios me perdone por insinuar tal cosa de un difunto.

—Perdóneme, Don José Antonio, que lo corrija —intervino su interlocutor, moviendo las manos—. Pero usted no está insinuando nada. Está largando todo completo. Y a gritos, como siempre. Pero no puedo contradecirlo con los hechos. En el asunto del Jaime lleva toda la razón. No se me olvide de que yo fuera uno de los que tuviera que ir a recoger el cadáver, después de que la Meiga Maruxa nos dijera dónde estaba.

—¿De verdad viera usted el cuerpo? —y el tabernero lo interpeló curioso—: ¿Usted fuera a recoger al Jaime? ¿Y qué viera?

—Un muerto, Don José Antonio. ¿Qué voy a ver?

—Eso ya lo sé, hombre. Le pido más detalles, Don Pepe.

—Un hombre ahogado, hinchado, verde y con muy mal olor.

—Y sin agujeros raros ni golpes. ¿Verdad, Don Pepe?

—Sin tiros ni golpes, Don José Antonio, efectivamente.

—Le confieso, Don Pepe, que al principio sospechara del Santiago. Sobre todo cuando fuera a por la Argentina y el Miguel. Pero el Jaime muriera de mal de amores. Un corazón roto mata. Nunca pudiera olvidar a la Ana de los lemeses. Una buena moza, como todas las lemesas. ¿Y sabe lo que comentan?

—¿Qué, Don José Antonio?

—Parece ser que la Ana pasara a mejor vida por la misma fecha que el difunto Jaime. Extraño, ¿no? Esos dos deben de estar revolcándose juntos en el Paraíso. Más de una vez, cuando rapaces, nos escondiéramos para observarlos follar. ¡Mi Dios, sacaban chispas a los matorrales del Souto!


—¡Pero hombre! ¡Con usted, Don José Antonio, ni los muertos se salvan de los chismorreos! No hay que hablar mal de las almas. Ya sabe que después nos dan la lata por las noches.

—¡Jesús con mi boca! —se asustó el tabernero e hizo la señal de la cruz.

—Sí, me parece muy bien que se santigüe, Don José Antonio. Y hágalo otra vez, por las dudas. Ya le dijera que tuviese cuidado con esa bocota suya que le va a traer problemas. Debe de andar un demonio por ahí adentro haciendo de las suyas.

—¡Jesús, Don Pepe! ¡Eso no me lo diga ni en broma! —y luego apoyó el pecho contra la barra y le dijo muy bajito—: Me contaran de una rapaza de Lamela que largara pelos por la boca. Y me dijeran, también, que la Argentina de Ulleiro llegara a sentarse dentro de un barril con agua para que no se le metiera por el culo el Demonio. Ya ve que cada vez que bosteza se santigua.

—¡Joder, Don José Antonio! ¡A usted no se le escapa una! ¿Pero cómo se enterara de eso?

—Bueno, Don Pepe, ya le dijera que el bar es como un confesionario. Se dice el pecado pero no el pecador.

—Más que un confesionario, Don José Antonio, parece una casa de putas.

  El tabernero cogió el paño y comenzó a aporrear la barra como si estuviese matando varias moscas.

—¡Que no, Don Pepe, que no! ¡Que no me compare con el Julián, que no tenemos nada en común! Pero no me diga que no es una pena que el pobre finado Jaime se muriera así, tan ahogado... Hablando de casas de putas, Don Jaime se las recorriera todas. Me dijera el Julián Pérez que siempre le pedía mozas parecidas a la lemesa. Y que le hiciera que todas lo llamaran mi amor y él las llamaba Ana a todas. Y también que las pusiera desnudas en cuatro patas, a lo can, para...



—¡Jesús, Don José Antonio, no diga más y vuélvase a santiguar! —lo interrumpió el guardia civil—. ¡El propio Demonio está hablando ahí adentro por su boca! ¡Va a tener que ir urgentemente a la Meiga Maruxa para que lo exorcice!

—¡Jesús, Don Pepe! —y se santiguó dos veces más—. ¡Mañana mismo voy, por las dudas!

—Así me gusta —y agregó, cambiando de tema—: ¡Y mire que lo buscáramos, Don José Antonio! Aquí y en confianza, le diré que al principio pensáramos que se escapara de la Argentina. Sea sincero. ¿Qué hombre desearía estar casado con una lechuza como ésa? ¡Que Dios me perdone la falta de respeto pero las copas sueltan las lenguas!

—No se me amilane, Don Pepe, que usted tiene toda la razón. Una lechuza y fea, por cierto. Eso siempre fuera la Argentina. ¡Pobre el finado Jaime, tener que dejar a la Ana por esa araña de dos patas!

—Algo así nos dijéramos, Don José Antonio, pues ¿qué hombre aguantaría una mujer como ésa? Pero bueno, al final apareciera todo hinchado. No tuviera suerte ni para escapar, si es que eso era lo que estaba haciendo el finado...

—Pobre el Miguel, también. Encontrar al padre de esa forma...

—Sí, Don José Antonio, algo muy desagradable que el Miguel encontrara al difunto Jaime. Al principio fuera muy extraño, también, casi como si estuviese en trance. Sólo decía: igual que en mi sueño, igual que en mi sueño, el mismo color, el mismo olor, tengo que ir a ver a la Meiga Maruxa de nuevo. No lo entendiéramos ninguno. Tal vez esté tan cabizbajo por lo del Jaime y no por casarse con la María, que es muy guapa.

—¿Se investigara, Don Pepe?

—Poco. ¿Para qué investigar, Don José Antonio? Un ahogado es un ahogado. Aquí, en confianza, le diré que tampoco tuviéramos tiempo para investigaciones. Estuviéramos ocupados con las batidas de los montes en busca de rojos.

—En confianza le diré yo ahora, Don Pepe, que esa falta de investigación resultara beneficiosa para la familia Seoane. Mejor un ahogado que un suicidado.

—Es verdad, Don José Antonio. No había señales de violencia ni de que se hubiera caído.

—Muy, muy curioso, Don Pepe... Lo que me tiene también intrigado es lo del Santiago y la moza ésa. ¿Quién será la rapaza?

—No lo sé ni me importa. Estoy del Santiago hasta los cojones. A veces deseo que un alma caritativa nos libre del Santiago. ¡Me haría tan feliz!

—¡Nos haría felices a todos! —exclamó el tabernero con rabia—. Ya lo viera al entrar: deme esto, deme aquello y todo por cuenta de la casa. De pagar, nada. ¿Qué se piensa que soy?, ¿un banco? Pero bueno, uno calla. La salud está antes que los reales.

—Primero la salud, como ya lo entendiera el Miguel. Y mire ahora cómo está el pobre.

—En confianza otra vez le digo algo, Don Pepe: cuando la Santa vivía el Miguel se la daba por detrás con la María.

—¿Ya? —se asombró el guardia civil.

—Sí, efectivamente. El Julio los viera entre los tojos en plena tarea. Se ve que lo de los tojos es cuestión de familia. Y lo de las lemesas también. De mis propios ojos lo viera follar con la Jacinta González allá en el Souto unos quince años atrás.



—¡Pero Don José Antonio! ¿Cómo hiciera para ver a todo el pueblo copulando?, ¿los persiguiera? Usted no tiene remedio. Esa lengua cortante y entremetida le va a traer problemas. Ya se los está trayendo.

—No los tengo cuando hablo en confianza con unos oídos tan bien dispuestos como los suyos, Don Pepe... Pues bien, como decía: la rapaza del Santiago le saliera rápida para aligerarse de bragas.

—¡Jesús, Don José Antonio! Su boca le va a traer problemas. Sabe que si el Santiago lo escuchara o llegara a su conocimiento ese comentario suyo...

—Tranquilo, hombre, tranquilo. Yo sé con quién compartir confidencias, Don Pepe. Le diré algo más: a nadie le interesa el Santiago. Ni a su mujer. Más de uno estaría de acuerdo con usted en que el mundo rodaría mejor sin el Santiago.

—Mmmm...

—Que sí, Don Pepe, que sí. Nadie necesita a los malditos falangistas. Al menos los rojos pagaban las copas que pedían. Un alma caritativa que nos libre del Santiago debe de haber.

—Bueno, Don José Antonio, cámbieme de tema y cuénteme algún otro cotilleo. Todavía no me toca ir al barbero.

—¡Uy, el barbero ése! Tenga cuidado que no es de fiar. Lo que no sabe se lo inventa. Las copas hacen hablar más fuerte y más claro...

—Bueno, cuéntese algo.

—Lo de la Santa María Pura es extrañísimo, también. ¿Sabía que Don Torcuato la encontrara con el dependiente de la botica? Lo sabe, ¿verdad?

—Sí, Don José Antonio, lo sé.

—Pero lo que no creo que sepa, Don Pepe, es que los dos estaban como Dios los trajo al mundo.

—¿En cueros? —se asombró el guardia civil.

—Sí, Don Pepe, es una información reservada. Igual que Dios los trajo al mundo. En honor a la verdad, no es extraño que Don Torcuato y la Argentina la hayan considerado una pecadora.

—¡Qué extraño, Don José Antonio! ¿Qué harían sin ropa?

—Al estar como Dios los trajo al mundo estarían más cerca de Dios, no sé...

—¿Y, Don José Antonio? —e insistió—. Continúe, por favor.

—Le preguntara al muchacho en varias oportunidades y siempre me respondiera lo mismo: que oyeran una voz y se sintieran transportados al piso.

—Extraño, Don José Antonio, ¿verdad? Por eso lo llaman Milagro, supongo. Está fuera de nuestro alcance comprenderlo.



—Bueno, yo me fío de Don Torcuato —manifestó el tabernero haciendo una mueca—. Si él se empeña en lo de la Santidad todo es cierto. Pero igual me sigue intrigando lo de la rapaza del Santiago. ¿Quién será? Por lo que vi sé que la conozco de algo pero no me doy cuenta.

—¡Maldito el Santiago! ¡No me hable de él, Don José Antonio! ¡Mira que ese desgraciado tiene suerte hasta en eso! ¡Una chavala en la cama, joder!

—Tiene suerte ahora. Pero no le va a durar para siempre. Ya verá, Don Pepe. Ése cualquier día aparece con un tiro entre los ojos y otro en la tripa.

—¡Dios lo escuche, Don José Antonio, Dios lo escuche! ¡Estoy del Santiago hasta los cojones!

  Y fue profética la afirmación del dueño del café. Aunque tuvieron que esperar tres lustros. Recién en mil novecientos cincuenta y dos alguien decidió tomarse su revancha.

  Varios acontecimientos tuvieron lugar ese año. El diecisiete de marzo, dos días después del asesinato del falangista, Argemiro hijo, el dependiente de la botica, abandonaba el pueblo. Partía en compañía de un primo monfortino desde Barcelona en dirección a América. En el Florida, un barco de carga y pasaje, de bandera francesa.

  El muchacho, al llegar a Dakar, no creía lo que sus ojos veían: un negro y musculoso enjambre bajo las órdenes de un francés con un látigo. Látigo que estallaba sin descanso sobre las oscuras pieles, sobre el suelo, en el aire, cortando todo a su paso. Los pobres infelices amontonaban sacos de cincuenta o sesenta quilos cada uno, formando pilas con ellos. Cuando las pilas superaban la altura de los hombres, se paraban uno encima de otro armando una escalera humana mientras el sudor compartido bañaba la cubierta.



  El joven, al ver a los esclavos se olvidó de todo. De sus problemas, de sus penas, de su pasado. Y participó cuando muchos de los pasajeros empezaron a romper vidrieras de respetables marcas francesas, a tirar cajones, a desgarrar el aire con sus gritos indignados.

—¿Por qué sólo los gallegos nos enfadamos, Roi? —le preguntó a su primo.

—Porque los gallegos sabemos bien lo que es esto, Argemiro. Este sufrimiento...

  Así fue cómo el chaval aprendió que había una esclavitud peor que la de los remordimientos.

  También la Argentina comprendió muchas realidades ese mismo día. Tal vez demasiadas para su gusto. Y esto que la jornada comenzó como otra cualquiera. Una jornada rutinaria. Hasta que tuvo la mala ocurrencia de ir al Souto a quitar tojos.

—No lo pudiera olvidar, María, no lo pudiera olvidar.

—Debieras, Miguel. Ya pasaran muchísimos años...

—No lo pudiera olvidar ni lo olvidaré. No interesa cuántos años sigan pasando... Igual que en mi sueño, María. ¿Cómo es esto posible? Cuando intento dormir se aparece la imagen de mi padre. Premonición dice la Meiga Maruxa, algo común, pero a mí nunca me había pasado...

—No pienses, Miguel, olvida. Hace mucho que el finado Jaime duerme en el Camposanto de Villauxe.

—¿Cómo olvidar eso, María? ¿Cómo no pensar si fuéramos responsables? Mi padre se tirara al río, harto de nosotros.

—Se hartara de tu madre, Miguel, no de los demás. Todo el pueblo sabe que el Jaime se suicidara por mal de amores. No pudiera olvidar nunca a la Ana de los lemeses. Pregúntaselo a mi padre cuando vuelva de su viaje y él te lo dirá. Le comentaran a mi padre que llamaba Ana a todas las rameras a las que iba... Ni el paso de los años consiguiera que la olvidara...

  Argentina no pudo escuchar más. Cayó sentada sobre una helada piedra. A diez metros del matrimonio. Allí, todavía en el Souto.

  El choque más grande de la mujer no fue enterarse de los amores de Jaime. El choque más grande fue escuchar que todos conocían esta verdad. Todos sabían que su marido había estado enamorado de esa maldita lemesa, mientras la propia Argentina lo ignoraba. Y todos advertían la otra verdad: que el Jaime se había suicidado por amor a ésa. ¡Siempre los malditos lemeses arruinándole la vida!

  Fue por ello por lo que Argentina no se levantó de esa triste piedra. Permaneció aferrada a su piedra, recordando escenas del pasado. Con la mirada perdida, hasta que un amanecer, cinco años después, la abandonó la vida.



https://youtu.be/QroCGJ6oSis



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