11- El milagro de Argentina.


  En el Milagro también meditaba Argentina. Y en todas las desgracias que les acaecieron a los Seoane.

  Al principio, cuando comenzaron a caer sobre su cabeza los rayos del cielo, se encaminó al altar y comenzó a interpelar a Dios, recordándole su devoción de toda la vida. Las horas que pasaba hincada rezando, con las rodillas despellejadas sobre la fría piedra del suelo y dejando todo de lado para servir a Dios.

  ¡Jesús bendito! ¿No ayudaba a la Daría, cuyo marido seguía agonizando con el paso de los años? Y esto que sospechaba que lo que le sucedía era que no tenía ganas de trabajar. ¿No había salvado la vida del Pepe con sus reales cuando llamaron a su quinta para que se presentara al frente? Bueno, desertor sí que era. Pero un desertor que vivía en la riqueza de los Buenos Aires, casado con la María Isabel. ¡Ja! Eso era lo único bueno que tenía para festejar en estos negros años. Gracias al casamiento del Pepe la comida no faltaba en la casa. La tropa del Don Generalísimo pasaba y requisaba todo lo que había, sin tener presente que ellos necesitaban comer.



  Claro que requisaban lo que Argentina dejaba para requisar. Algo debía mantener a la vista para cubrir las apariencias. Lista como le había enseñado su madre a ser, siempre escondía la mayoría de la cosecha y de los jamones curados en un hueco en la bodega. ¡No quería ni siquiera pensar en lo que la esperaba si la descubrían! ¡Jesús bendito! ¡Mira que tirar en una tropa su comida y sus reales! ¡Lo poco que le quitaban ya le dolía en el alma!

  Si no hubiese sido por el Pepe hubieran padecido una hambruna de las peores. Una hambruna de aquéllas. De las que recordaba de su niñez, como la enfrentaban ahora los Cortiñas jóvenes y los Moure. Le gustaría ayudarlos pero su reserva no daba para tanto. Había que economizar para tiempos peores. Además, los despreciaba por su falta de astucia. ¡Gracias a la astucia que Dios le había dado a Argentina todos los Seoane habían zafado de ésta! ¿Por qué no decirlo en cristiano? Gracias a ella era que seguían adelante.

  Al Pepe nunca le había gustado la María Isabel. Se lo había dicho categóricamente en su carta: no pensaba casarse con un caballo. La abuela le contestó que un poco yegua sí que era pero le recordó, sabiamente, que no tenía adonde ir. Que a Galicia no podía volver y que con ese egoísmo todos pasarían necesidad. Debía cumplir con su deber. ¡Jesús bendito, el aire americano despertaba la insubordinación! Tenía razón Don Torcuato, el aire de las Américas era pecador.

  Al final le tuvo que enumerar una por una todas las obligaciones familiares. Todo lo que había hecho la abuela por él. Las últimas desgracias que no había tenido que afrontar y más bla, bla, bla que dio resultado. Argentina pensaba que sus palabras despertaron la ambición del Pepe. Después de todo: ¿por qué no casarse y hacer lo que quería, como lo había hecho el Miguel a escondidas? Claro que el Miguel había sido muy discreto y nadie había sospechado.

  El Pepe le contestó, al principio, que seguía enamorado de la María Clara (¡otra vez esos malditos lemeses!), de la que no pudo despedirse cuando partió. Ella le abrió los ojos: le comentó que la lemesa lo había olvidado. Que se rumoreaba en el pueblo que se acostaba con un falangolista, del que no sabía el nombre. Cuando el río suena... Y ese río sonaba estrepitosamente. ¡Jesús bendito! Los lemeses, rojos declarados, con huidos y con banderas, dormían tranquilos, mientras cristianos cumplidores de toda la vida como los Seoane denunciados por el maldito ése de la Barrela. Afortunadamente Don Torcuato se había jugado el hábito por ellos y los había salvado de ésa. Pero ahora, gracias a la astucia que el Miguel había heredado de la Argentina se salvarían para toda la eternidad. ¡Ja! Andaba con la María Hernández, él no iba a ser capaz de denunciar al propio yerno.

  El Santiago comenzaba a hacerse respetable en la aldea porque, según sus palabras textuales, había heredado una fortuna de un tío, hoy difunto. La gente susurraba a sus espaldas (muy despacio pero claro como el agua), que lo del tío era mentira y que su riqueza se debía a lo que le robaba a los rojos.

  Y si robaba a los rojos, ¿cuál era el problema? Robar a un ladrón no era robar, había que ver las cosas que hicieron los rojoseparatistas antes y durante el conflicto. Pero por aquello de las apariencias, Argentina prefería pensar que los reales los había heredado de verdad del pariente ese de las Américas. Lo del Miguel tenía la ventaja adicional de que el meigallo, los malos ollos y el mal do aire desaparecerían por matrimonio cuando se casara. ¡Jesús bendito, por fin libre! Que la muchacha fuese bruja hasta podía considerarse prodigioso si empleaba la brujería a favor de los Seoane. ¡Cuántos en su interior desearían una Meiga en la familia! Ya no tendría que ir más a la Meiga Maruxa con una gallina o un trozo de jamón, tendría Meiga gratis. Aunque mejor pensarlo pero no decirlo. No quería que los esquivaran y cogieran otra senda cuando los vieran por el camino, como si un gato negro cruzase. Menos ahora que enviudó y debería vivir sola por toda la eternidad.



  ¡Ay, el Jaime! ¡Jesús bendito, pobre el finado Jaime! Escacharrado era y escacharrado estiró la pata. ¿Quién imaginaría que por mirar un cielo rojo, que anunciaba lluvia para cualquier cristiano, se ensimismaría tanto que moriría ahogado? Caminó tan distraído (¡atontado como siempre!) que no se enteró de que sus pasos los daba dentro del Miño.

  Igual a ella, muy dentro de sí, le quedaba una duda que no comentaba a nadie para evitar posibles burlas. Sospechaba que el Jaime se metió en el agua helada para alejarse del Lobishome que vagaba por Nogueira y por Sernande. 



  Ella ya le advirtió que había uno por ahí y él ni caso. ¡Ja! ¡Vaya destino tuvo por ignorar las palabras de su mujer! Después decían que ella no sabía nada y se reían a escondidas, como se rió la ex derrochona de la finada María Pura. Y mira cómo terminó, también... ¡Jesús bendito, no debía hablar mal, los muertos eran todos Santos y más ella, Santa Milagrosa!

  Del Jaime sí que podía hablar. Y quejarse. ¡Qué marido más averiado le había tocado en el reparto! Tan callado y ausente fue el hombre que murió y nadie se enteró, no se notaba su ausencia en la casa. Excepto en la provisión de vino. Con la muerte de la nuera tampoco bajaba la caja de los reales. ¡Lucía rebosante! Aquellos jaboncitos, perfumes, bragas, tenían la culpa de que no creciera como ahora... ¿Pero qué decía? ¡Jesús bendito, otra vez! ¡La boca se le hiciera a un lado por hablar mal de la Santa María Pura! ¡Cometía sacrilegio cada vez que hablaba mal de ella! Mejor pensar en el Pepe y en el Miguel.

  ¡Qué bonito negocio haría el Miguel pronto! Un negocio casi tan bueno como el que hizo el Pepe. ¡Y vaya si le dio trabajo lo de su nieto y gastó reales en él! Le dio y le seguía dando. ¡Vaya desembolso de reales en cartas!

  Pues sí, la culpa del gasto lo tuvo el conflicto suyo con la Cándida, posterior a la celebración del sacramento. ¡Y no era para menos! Todo comenzó con un infeliz comentario de su comadre: decía que ella, personalmente, estaba muy contenta con la unión de las dos familias, aunque las tierras allá en Ulleiro no valieran gran cosa y no fueran lo de antes del conflicto. La Argentina reaccionó como, por lógica, reaccionaría cualquier cristiano: se sintió insultada. Le escribió a la Cándida alegando que no resultaba lo mismo en apariencia porque ellos tontos no eran: no iban a trabajar y gastar los reales en engordar a los uniformados. Ahora que el conflicto terminó, ya vería la Cándida cómo resucitarían las fincas.

  Su comadre le volvió a escribir diciendo que lo de las fincas estaba muy bien pero que de nada servían si no se podía vivir en España por ser desertor. Ni venderlas, ya que nadie pagaría lo que valían. Que eran tres hermanos para repartirlas y quién sabe cuántos vendrían ahora que el Miguel se volvería a casar con la muchacha de la Barrela, una chavala muy joven y sin duda fértil, por las referencias. Además, se comentaba que el Raúl Peña se arrepintió enseguida de entregar a su hija a un pretendiente tan mediocre y empleado suyo, para peor. Que con tiempo hubiera casado mejor a la María Isabel.

  Ahí Argentina se cabreó de verdad y lo vio todo rojo. Sin alusiones políticas, por supuesto, ella era una devota cristiana. Cogió su pluma, cual ángel vengador. Dispuesta a desembuchar los hechos con sus trabajosas letras. Y hasta dejó el rosario por esa noche para volcar todos sus pensamientos reales, cristianos y no cristianos. Le dijo a la Cándida en el castellano de Castilla, para que lo entendiera a la perfección (además al gallego lo prohibió el Generalísimo), que si bien apreciaba a la María Isabel no conseguía evitar decir la verdad, por mucho que a la Cándida le pudiera doler. Su comadre ofendió no sólo a su nieto sino a todos los Seoane, vivos y muertos. Para ello le enviaba una lista numerada, en la cual estuvo trabajando dos semanas:

1- Que si el Raúl Peña no la había casado con un americano de los Buenos Aires era porque el asunto ya se había convertido en desesperado.

2- Que, y que Dios la perdonara por criticar a la María Isabel, todos comentaban que tenía aspecto caballuno, los dientes muy grandes de roedor y la nariz muy larga de paganos.

3- Que el Pepe era un mozalbete más trabajador que cualquiera, un orgullo para cualquier patrón o suegro.

4- Que el Pepe estaba dispuesto a seguir los pasos del suegro mejor que él mismo.

5- Que era mucho más joven que la esposa y guapo por todos los costados. Muchas pretendientas mejor situadas que la María Isabel había tenido en España y en los Buenos Aires. Jóvenes, ricas y guapas, además. La habían elegido por el vínculo entre las familias.

6- Que a los veintiocho años la María Isabel ya se había quedado para vestir santos pues que ni los americanos la quisieran era decir demasiadísimo.

7- Que, aunque no le pareciese necesario, iba a poner un baño dentro de la casa para las visitas del Raúl. Eso sí, cuando ese despilfarro no pareciese sospechoso.

  Ahí recién hicieron las paces. Una vez medidas las fuerzas. ¡Ja, mira que querer engañar a Argentina! La Cándida calló. ¿Qué decir frente a tantas verdades?

  Pero había algo que no dejaba de molestarle. Aquel comentario respecto a la María Hernández, enunciado al pasar. Aquello de ≪por las referencias≫. ¿Quién le habría ido con el cuento acerca del matrimonio antes, incluso, de enviarle la invitación por correo? ¡Seguro que esos malditos lemeses! ¡Cada vez que algo les salía mal a los Seoane estaban los lemeses detrás!

  En lo que los lemeses no podían decir ni siquiera Jesús era en el Milagro de Ulleiro. Los ignorantes de la nacionalidad por matrimonio de la finada Puri hablaban del Milagro de Villauxe. ¡Qué Villauxe ni qué Villauxe! Que la finada María Pura hubiese sido enterrada en el camposanto de la parroquia en una lápida con apenas su nombre era un simple detalle. ¡Aunque había que ver la que le pusieron ahora!



  Todo comenzó dos años antes, cuando la espichada pasó a mejor vida. Sin embargo, en el tiempo previo todo fue muy extraño. Muy, muy extrañísimo. Nadie creyó en las palabras de la pobre Santa cuando, viva aún, la encontró Don Torcuato en aquella situación comprometedora. Según lo que el propio párroco expresara textualmente, al llevar a la finada a la aldea, esa mujer era la peor pecadora desde Eva y, si hubieran vivido en la época de Cristo, seguro que la mataban a pedradas. ¡Jesús bendito, qué extraño todo!

  Don Torcuato explicó que caminaba muy tranquilo por aquellos caminos de Dios, Chantada para más detalles, cuando desde el cielo recibió un mensaje: la ira de Dios le indicó que muy cerca el pecado estaba haciendo de las suyas. ¡Cuál no sería la sorpresa del cura al levantar la vista y ver a la Puri en cueros con Argemiro hijo, el chaval de la botica! Los dos como Dios los trajo al mundo. ¡Otra vez esos malditos lemeses haciendo de las suyas, Jesús bendito!

  El párroco subió las escaleras muy lento. ¡Lentísimo! Parece ser que el dolor de la gota le comenzó a dar problemas por la tarde pues abusó de las piernas caminando de un extremo a otro. En esos instantes, a cada escalón que superaba, una puntada le machacaba sus pobres extremidades. Para abreviar (porque Don Torcuato se distrajo del asunto del pecado relatándole uno por uno sus males, inclusive el dolor en los riñones, requiriendo, de paso, el consejo y las hierbas de la Argentina) el Santo Varón llegó al rellano al cabo de quince minutos. Movió el pestillo de la puerta: ésta cedió, no la cerraron con llave. Ahí, frente a su vista, el cura se dio de lleno con la difunta María Pura y el muchacho de la botica: ella parada y él rezando de rodillas, con la cara en sus partes.

—¡Jesús bendito! —exclamó ella al escuchar la historia, porque tanto el párroco como el chaval le vieron las tetas y las susodichas partes a la Puri.

—¿¡Qué hacen rezando de esta forma contra natura!? —exclamó o preguntó Don Torcuato con su vozarrón de misa.

  Los dos se quedaron callados pero, según parece, el que enseguida reaccionó por ser más espabilado, fue el rapaz.

—¡Milagro, Don Torcuato! ¡Milagro! —gritó, eufórico—. ¿No ve que Doña María Pura Riveiro es una Santa? ¡Fíjese cómo la baña la luz roja de la Santidad!

—¡La luz roja del pecado! ¡¿Desde cuándo los Santos y los que les rezan andan mostrando sus partes pudendas?! Y sacrilegio. ¡Y mucho más que no se me ocurre ahora!

—Efectivamente, padre, desnudos, desnudos sí que estamos. Pero todo tiene una explicación bíblica.

  Y ahí Argemiro le comentó que cuando iban la Puri y él caminando por la calle, en dirección contraria, de improviso, una fuerza irresistible les hizo levantar los ojos hacia el cielo. Estaba rojo sangre. Luego, algo los elevó por el aire y aparecieron en el piso. 


   Y una voz masculina, en la cabeza de ambos, les ordenó que se desnudaran y rezaran. En conclusión: ocurrió un Milagro en el propio pueblo.

—Chaval, vete a casa —lo cortó Don Torcuato—. Más tarde pasaré por allí y hablaré con el Argemiro padre respecto al castigo que te pondremos. Y ahora, María Pura, usted se viene conmigo para Ulleiro.

—Don Torcuato, Milagro, le digo —insistió el muchacho, consternado, extasiado en su fervor religioso, algo extraño en esos lemeses—. ¡No le dé la espalda a Dios, padre!

  De verdad ocurrieron acontecimientos milagrosos pero, por esas fechas, nadie les creyó. El piso, que todos sabían que era de una tía de la difunta, apareció a nombre de ella y una llave en su mano. ¡Dios es testigo de que no había ninguna llave en la aldea! Ése fue el primer Milagro.

  El segundo, que la finada y el muchacho de la botica, según sus palabras textuales, se sintieron transportados en el aire por esa fuerza irresistible, hasta dentro del mismo piso en cuestión. Transportados para rezar. ¡Pobre la Santa María Puri! ¡Cuánto tuvo que pasar por la incredulidad de todo el mundo! Un calvario. ¡Cómo ella misma había podido dudar de la nuera! La pobre Puri tuvo que soportar los insultos del Miguel a los que, con la clarividencia de una Santa, contestó que nunca le había sido infiel pero su marido sí, con la María Hernández, que esa tarde la voz se lo dijo. Que su corazón lloraba y sangraba al unísono ante tanta injusticia, aunque el chaval hubiese sido testigo de todos los acontecimientos celestiales.

  ¡Cómo la Argentina, tan religiosa, no pudo reconocer la Santidad! Ahora, arrepentida, todos los días le llevaba flores silvestres, de las que crecían cerca del Souto, para que la acompañaran en su triste lápida. Ahora, también, entendía su fijación por esos jaboncitos y por ese perfume. 



  Más adelante, cuando le sobraran los reales, también le pondría uno sobre su tumba. En este momento no podía prescindir de ellos. ¡Si sería una Santa con poder que todos los chavales de la parroquia y de pueblos cercanos iban a llorar a su tumba! ¡Qué conmovedora tanta devoción! Y todos los mayores en la ignorancia, Don Torcuato incluido. El cura, cada vez que se lo cruzaba, no cesaba de compelerla a que rezara mucho, como rezaba él a todas horas pidiendo perdón, porque ellos dos eran los más culpables del municipio entero. El Miguel después de la acusación de la Santa Puri no dijo nada más.

  ¡Jesús bendito! ¡Qué pecadora se sentía! Le costaba pensar en todo ello y revivir su falta. Cuales ángeles de la muerte acordaron entre los dos callar el asunto incómodo de la supuesta infidelidad, la intervención en cueros del muchacho de la botica y la locura redentora de la María Pura. Temían que los vecinos de Villauxe pensaran que el mal era hereditario. Por ello fue por lo que se contentaron con enviarla a un convento de La Coruña, uno de esos de clausura, donde la pobre y Santa Puri, que no enloqueció sino que tuvo una auténtica visión, se marchitó de tristeza. ¡Qué mal se había portado Argentina por ignorancia! Monjas alrededor y por todos los costados sin hablarle. No por algo en especial sino porque tenían las bocas clausuradas.



  Así murió la pobre Santa: en silencio. Sola y alejada de la familia. Sola y alejada de su angelical perfume, de sus jaboncitos santos, de sus bragas celestiales. Sola. Y cuando la enterraron en el Camposanto de Villauxe fue que aconteció el tercer Milagro, pero ésta ya era otra historia. Una historia que la hacía llorar a lágrima viva y que no tenía fuerzas para afrontar ahora. Debía recoger la colada y preparar la comida del Xurxo y de la Águeda.

  Por suerte pronto el Miguel se casaría y la María tendría que batallar con las labores. Era una suerte que fuese muy trabajadora, a diferencia de la finada. Ahora comprendía el motivo: había vivido con una Santa en la casa.



https://youtu.be/Fi_pRxcoA90



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