Los viejos
Juan Mari termina de lavar la tapicería del segundo de los asientos. Son preciosos, y lo supo desde que los vio salir del 127.
La poni y la cabra, vete a saber de dónde las habrá conseguido su hijo, no suponen un problema, el caserío tiene terreno de sobra y dos animales mansos vendrán bien para limpiarlo de malas hierbas. Vivirán junto a las ovejas, y se comerán las partes más fibrosas de las plantas, esas que las caprichosas de las ovejas no se suelen querer comer. La poni está flaca, pero Antón se encargará de desparasitarla y darle bien de comer. Juan Mari sabe que a Antón, su consuegro, por mucho que haya despotricado contra Aitor desde que vio bajar a los animales del interior de su preciado Seat 127 color verde lechuga, le encantará cuidar de ellos.
Juan Mari Gorrotxategi, también con tx y sin u, ahora que se puede. Fue Juan María Gorrochategui durante casi cuarenta años, los mismos que el general golpista Franco gobernó el país de modo muy ventajoso para algunos, entre los que no se encontraba Juan Mari. Le encantan los asientos, y ha pedido a Antón que le ayude a colocárselos al Volkswagen Escarabajo que están restaurando. Su hijo Aitor ha heredado el gusto por los coches antiguos, pero es algo torpe y Juan Mari es detallista hasta rozar la manía.
Aunque le cueste reconocerlo delante de Aitor, le gustan los ordenadores, y se maneja bastante bien considerando que tiene 86 años. Aitor le enseña bien, y además hace como que cree que obliga a su padre a aprender, cuando sabe que si el viejo hubiera nacido setenta años más tarde sería un auténtico crack de la informática, como lo es en casi todos los campos del conocimiento. Además, a Juan Mari también le gustan las películas modernas que trae su hijo, por mucho que Antón se santigüe cada vez que aparece un pezón. Antón es un carca, pero Juan Mari vivió desde los dos hasta los veintiún años en París, y eso ha hecho que su visión del mundo sea muy diferente a la de la mayoría de personas de su edad. Al menos muy diferente a la de Antón.
Los viejos viven con Aitor en el caserío. Juan Mari se trasladó allí cuando Aitor se casó con la hija de Antón y decidieron hacer una especie de comuna hippie pero sin melenas ni olor a marihuana en el ambiente.
Irene se fue a vivir a Nueva York hace casi tres años, y Aitor no le guarda rencor por ello. Su relación era un tanto extraña, y terminó de un modo natural. El lerdo del abogado le cae gordo, sobre todo cuando la pareja feliz viene a pasar unos días en verano y el yanquee dice "Hi, Aitowr, haw da ya da, mate?". Zasca en toda la boca, le daba.
Antón aparece ataviado con su vestimenta oficial: pantalones de mahón ajustados a la cintura mediante una cuerda de fardo de hierba, botas de goma de color verde, camisa de cuadros remangada aunque haga diez grados bajo cero, txapela negra y un Farias en la boca.
─ ¿Hay que poner esos asientos o qué?
─Ya te ha costado venir.
─Dile al desastre de tu hijo, que nos ha traído una poni más vieja que la chaqueta de tu amigo Lenin. Hora y media casi me ha costau subir la campa hasta las ovejas. ¡Kaben la ley marsial!
Entre los dos, destapan el Escarabajo. La chapa está impoluta, los carroceros que conoce Aitor han hecho un buen trabajo. Los viejos lo miran con orgullo, cuando lo sacaron de la chatarra parecía que se iba a caer a cachos en cuanto sonara el primer trueno. Pero ahora es otra cosa. Le han puesto un motor Bóxer de gasolina de seis cilindros refrigerado por aire, han mandado reparar los bajos, han restaurado el interior mediante las piezas originales que Aitor les consigue a través de internet, y se disponen a ponerle un par de asientos preciosos.
Quién les hubiera dicho hace cincuenta y seis años, cuando los nazis los invitaron a residir en el campo de concentración de Dachau, que terminarían restaurando un vehículo de la marca a la que Adolf Hitler dio un importante espaldarazo.
─Bueno, ¿qué?─ pregunta Antón sonriente─ ¿Empesamos o qué?
Tratan de mover el primero de los asientos, que se encuentra en la mesa donde Aitor los dejó para que los viejos los pudieran limpiar. La espalda de Juan Mari avisa de que no va a ser tan fácil. La de Antón tiene siete años menos, pertenece a un anciano duro como el pedernal y testarudo como la reina de las mulas, pero está de acuerdo con la de su consuegro. Pesa demasiado.
─¿Qué tiene dentro, piedras o qué?
─No debería pesar tanto─ responde Juan Mari mientras trata de explorar el interior palpando la parte trasera.
Antón, a quien dios dotó de una delicadeza propia de una vaca Charolesa, aprieta el cuero que tapiza la parte posterior mediante la morcilla que hace las veces de dedo pulgar, y realiza un orificio de tamaño considerable.
─ ¡Ahivalahostia! ¡Pues a ver cómo arreglamos esto!
Juan Mari observa el interior del asiento, se gira y se sienta en una banqueta de madera. Mira a Antón con cara de haber encontrado un cadáver troceado, una manada de limacos, un pescado podrido, o algo más desagradable aún. Permanece así durante unos segundos, tras los que muestra una amplia sonrisa.
─Antón, tienes que ver esto.
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