El Ritxal actúa


El Ritxal asciende los últimos metros de carretera con las luces apagadas, y detiene el 131 Supermirafiori a unos trescientos metros del caserío. Baja del coche y cierra la puerta con cuidado de no hacer ruido. Clemente dormita en el asiento de atrás, y lo mira de reojo.

Flaco trata de salir del lado del copiloto, para lo que no tiene más remedio que balancearse y tomar impulso. La enorme mole grasienta pisa sobre un pedrusco, se tropieza, avanza el pie para no caerse, pero no encuentra el suelo que se supone debería estar allí. Cae al pequeño terraplén lleno de zarzas repletas de pinchos y queda tumbado tripa arriba sobre ellas. Lleva vestida una camiseta del Barcelona, la única prenda de fútbol que no sea del Athletic que Ritxal permite vestir a sus acompañantes, y que no protege demasiado de los centenares de pinchos que tapizan el suelo. La cama de un fakir sería mucho más cómoda.

Sacar al Flaco del terraplén es una auténtica odisea. Ha quedado en una postura en la que no puede levantarse. Ritxal trata de recolocarlo para intentar ayudarle, pero el sudor que provoca el vendaje de la cabeza, que parece el turbante de un Sij, comienza a caer sobre la herida de la oreja y a picar como una cuadrilla de ortigas alrededor del escroto.

─¡Ay primo! ¡No puedol con tu peso, ta mu gordo cabrón! ¡Voy a cogé una cincha!─ susurra el Ritxal.

Sube al coche, ata una cincha al parachoques, y desciende hasta Flaco con el otro extremo. Se lo pasa bajo los brazos y se lo ajusta.

─¡No, no, no! ¡Ni se te ocurra, Ritxal!

Pero Ritxal sube ya hacia el Supermirafiori. En vez de arrancarlo, para evitar el ruido lo deja caer hacia atrás. Lógicamente, la dirección se bloquea, y tampoco es que frene muy bien, así que el coche cae por el terraplén y desciende unos tres metros hasta que choca contra un enorme roble. Clemente pega un brinco que le hace chocar contra el techo.

El Ritxal queda ligeramente aturdido, sale del coche, pero en la oscuridad de la noche no es capaz de ver lo realmente hecho polvo que ha quedado su flamante Supermirafiori blanco. Clemente sale como un misil y corre asustado hacia la parte alta del terraplén. También escucha los gemidos de Flaco, quien al menos parece haber sido arrastrado hasta que se ha detenido en la mitad de la pista. Menos mal que la cincha era larga. Cuando asciende hasta el camino, ve a una especie de monstruo cubierto de enredaderas, una maraña de zarzas a la que parecen salirle manos y pies, arrodillándose entre lamentos.

─¡Ay chacho! ¡Quítame esto densima, por tu muerto!

─¡Shhhh! ¡No meta ruido, que se te va a oíl desde la casa y va a despertal a lo viejo!

Clemente olisquea la bola de ramas y hojas que se yergue en medio de la pista. Habla igual que Flaco, por lo que debe ser él. Contento por ver que todo vuelve a la normalidad, agita la cola y orina sobre el zapato de Flaco.

Ritxal quita la mayor parte de las zarzas a su primo, pero hay muchas que están fuertemente adheridas a su ropa.

─Anda Flaco, ya te quitará aluego toa esa sarsa, vámono pallá que tenemo trabajo que hasel.

¿Dónde buscar unos asientos de coche? Pues en un coche. ¿Y dónde buscar un coche? Pues en el garaje. La lógica es sencilla, pero al lado del caserío hay dos edificaciones que podrían serlo. Cincuenta por ciento. Los gitanos escogen el lado derecho, que corresponde a la cuadra.

─No veo ná, Ritxal.

─Ya se tacostumbrará la vista, espera y verá.

No hace falta que esperen. La luz se enciende y ven a Antón, escopeta en mano, de pie a menos de cinco pasos.

─Haséis más ruido que el copón, y sois más torpes que la hostia. Hala, ir tirando pafuera y despasito, que tengo el dedo ligero y no controlo el Parkinson si me pongo nervioso.

Los lleva al exterior de la cuadra, donde con las luces se pueden ver dos palas sobre la hierba. El Ritxal mira a Antón sobresaltado, y oye cómo al Flaco se le escapa un pedo.

─Cucha, cúchame payo, esto no va en serio, ¿nol?

─A cavar.

─¡Espera, por dio, questo no tiene porqué acabal asín, hombre de dio!

─A cavar.

Para cuando aparece Juan Mari, el Ritxal y el Flaco han cavado ya dos agujeros de más de medio metro de profundidad, mientras Clemente se entretiene olisqueando cada rincón de la cuadra y ladrando a gallinas, gatos, vacas, ovejas y cabras.

─¡Pero, Antón! ¿Qué estás haciendo?

─¿Qué te parese a ti que estoy hasiendo pues?

─No podemos, o sea, quiero decir...

─Estos dos saben demasiau, Juan Mari, un par de tiros, meterles al agujero y pista.

El Ritxal y el Flaco se arrodillan y comienzan a pedir perdón, piedad, que si en nombre de dios y tal y tal, y el Flaco incluso llega a besar las botas de goma que usa Antón para limpiar las cuadras de los animales.

─¡Por favol, compadre! ─implora el Ritxal─ ¡Te pagaremo lo que queraí! ¡Tenemo mujé y sei hijo, por diol, no nos matéi!

─¡A cavar, copón!

Los gitanos comienzan a llorar mirando a Juan Mari, quien parece ser su única esperanza, pero el anciano responde encogiéndose de hombros.

─Vosotros os lo habéis buscado.

─¡Lo que querái, te daremo lo que querái! ¡Tenemo dinero en el poblao, coche guapo, fregoneta, televizore y plei esteison con montone de juego!

Antón señala las fosas con el extremo de la escopeta, y Flaco se vuelve a lanzar a sus pies.

─¡Lo que quiera, buen hombre, dinero, un montonaso de coca como el que no ha visto usté jamás, mujere, sexo anal o lo que quiera!

Ritxal lanza una mirada de odio a su primo. El maldito proboscídeo la acaba de cagar bien cagada, lo cual queda patente en la sonrisa de Juan Mari.

─¿Cocaína?

─¡Sí, sí, toa la que quiera! ¡Y mu güena, de la mejó que he probao!

─Bien─ responde Juan Mari─. Ahora me vas a acompañar a casa, mientras tu primo se queda aquí con Antón. Vas a llamar a otro de tus primos, y cuando digo uno es uno, y le dices que tiene una hora para traernos esa cocaína. Ya nos servirá para algo, en todo este embrollo. Vigilaremos el camino, así que si aparece alguien más vuestros cuerpos llenarán esas fosas que tu primo el musulmán del turbante seguirá cavando mientras tú gestionas la entrega.

Aitor entra en escena con el pelo totalmente despeinado, las marcas de la almohada en la cara, y las manos en alto.

─Yo, yo estaba dormido y...

─Te metes muy tarde a la cama. Podrían robarnos el tejado de la casa y ni te enterarías─ responde Juan Mari.

─Duerrme prrofundamente, el muy soplapollen─. Günter, que se ha pintado la cara de blanco para disimular los tatuajes, aparece de la oscuridad apuntando con una pistola a Aitor.


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