| • Capítulo 6 • |


Lo mejor de la oficina de Daniel Adacher es que tiene una puerta de salida. Y lo mejor de mi jornada laboral es que termina en unas horas.

Ah, no, pero no creas que soy una pesimista, en realidad tengo buenos motivos para desear estar en cualquier otro sitio, como en el jardín, por ejemplo, al lado de la ventana, inconsciente, rodeada de cristales y hormigas.

¿Por qué prefiero arrojarme por la ventana en un momento como este? Ya te cuento.

Daniel Adacher llegó exactamente cinco horas después. Dany apenas tuvo tiempo de explicarme el funcionamiento de un par de cosas y darme pequeños spoilers sobre lo que tendría que hacer en mi trabajo como niñera. Fui sincera y le dije que no tenía ni pitera idea de qué diantres hacía una niñera, además de evitar que los menores se bebieran el ácido muriático debajo del fregadero o se acuchillaran por accidente... Esa clase de cosas que les da por hacer a los niños cuando nadie los mira de cerca.

—Este es un manual que espero puedas aprender de memoria —indica Daniel, sacando una pileta de hojas engargoladas de un enorme librero junto a la puerta—. Te será muy útil. Cualquier pregunta que se te ocurra... —Deposita el manual sobre mis brazos debiluchos—. Está ahí.

Apenas puedo sostenerlo sin hacer una mueca. Son varios tomos que seguro voy a usar para dormir cuando tenga insomnio, porque ni de chiste voy a leerlos enteros. Espero que Dan lo haya hecho, después de todo, es un niño prodigio, esas cosas se le dan mejor que a cualquiera.

—¿Es todo? —pregunto con una brillante sonrisa sarcástica.

No espero una respuesta, pero la recibo, maldita sea, la recibo.

—Es la introducción. —Sonríe. Juro que puedo ver el placer que le ocasiona torturarme de esa manera—. El resto están en la biblioteca. No tendrás problema con encontrarlos, son los libros más gruesos de la habitación.

Veo a Dan en busca de ayuda, pero él solo asiente confirmando mis sospechas. Estoy perdida.

Cuando Adacher llegó, nos hizo llamar a todos. La mujer que me recibió por la mañana, resulta que se llama África; tiene mal humor y los fines de semana libres; Dakota odia a los extraños... y, por ahora, creo que a todo lo que respira; Dany no deja de mirarme con una sonrisa de oreja a oreja y es, en resumen, lo único que evita que salga pitando de esta casa.

—Estarás a prueba. Un mes. Si los resultados no son satisfactorios yo conseguiré una nueva niñera que se adapte a mis parámetros —le dice a Dany con una mirada seria, dejándome claro que no me quiere cerca, pero el niño ha insistido.

Dan y yo asentimos con firmeza, como si estuviéramos de pie frente al general.

—¿Cuándo llega su madre? —pregunto una vez que me da la espalda cerrando de tajo la conversación.

Cuando me llamó para darme "algunas instrucciones", realmente esperaba que me diera instrucciones, no una pileta de hojas con las indicaciones. No tenía ni veinticuatro horas trabajando para él y ya podía ver que él no me lo iba a hacer más sencillo.

Adacher se sienta detrás del escritorio y me mira sin mucho interés.

—¿Su madre?

—¿La rubia de la cafetería?

Él me mira confundido.

—¿Lexi?

Me encojo de hombros. En realidad, nunca conocí el nombre de la rubia, no me la presentó, pero, por la forma en la que intervenía con tanta libertad sobre la elección de la niñera, supuse que era la madre de los chicos.

—¿No es su madre?

Daniel comienza a hojear una carpeta de cuero negro y responde sin mirarme:

—No.

Dakota, que no ha dicho ni una palabra desde que Daniel nos llamó e hizo la presentación más rápida y absurda del universo, resopla con fastidio.

—No está tan desesperado.

—Dakota —Adacher canturrea su nombre amenazante.

—Al menos no todavía —añade la rubia.

—Dormirás en el diván. —La señala Daniel con un tono duro, pero, aunque su semblante parece irreprochable, en sus ojos hay una diversión innegable.

Dakota resopla y da media vuelta para marcharse.

—Muérdeme.

Su hermano, que ya no puede ocultar una sonrisa ladeada, vuelve al asunto de los papeles y yo tengo que hacer un esfuerzo por no reír bajito; no sé cómo pueda tomarlo mi nuevo verdugo, pero Dakota parece una chica simpática.

—Tu contrato. —Me acerca un grupo de cuatro hojas en una carpeta de piel con algún logo extraño en el centro—. Es un contrato de dos meses, en los que estarás a prueba. Si por alguna extraña razón sigues aquí para entonces y, si por alguna todavía más extraña razón, tu trabajo ha sido satisfactorio, se te ofrecerá un contrato por un año entero.

Leo el contrato e ignoro su evidente tono ofensivo. No cree que vaya a durar demasiado, pero justo ahora no estoy en posición de negociar o sacar las uñas. Subestima el poder de mi orgullo. Ya tendría tiempo para escupirle a su sopa después o algo por el estilo. Entre más gérmenes mejor.

—¡¿Ochenta dólares por hora?! ¡¿Es en serio?! —exploto cuando llego a la parte de la remuneración.

Este tipo está demente.

—¿Es muy poco?

—¡¿Qué si es poco?!

¡Estaba alucinando!

En cambio, él resopla.

—Está bien, serán noventa.

Toso luchando por no ahogarme con mi propia saliva y asesinarme antes de que el lupus lo haga.

—¡¿Noventa dólares?!

Pero de verdad que este hombre tiene algo duro en la cabeza.

—Está bien, serán cien, pero no más. Estás a prueba y si luego de eso sobrevi... Lo haces bien, podremos considerar un aumento, ¿está claro?

Lo miro petrificada. No tengo idea de cómo responder a la oferta. Apenas soy capaz de balbucear un cortado «claro» y firmar como si la tinta de la pluma tuviera cronómetro de uso.

—Listo. —Le entrego el contrato y no espero su respuesta. Salgo pitando antes de que cambie de opinión.

¡Cien dólares!

Menudo idiota.

****

Muy bien, me están pagando poco por esto.

El maldito pato pakistaní no ha dejado de caminar en guardia por toda la cocina. De vez en cuando nuestras miradas se cruzan, me lanza un graznido y vuelve a la acción hasta que yo ruedo los ojos y trato de concentrarme en mi misión: leer un poco del manual mientras Dakota se da un baño y el Cerebrito hace su tarea de matemáticas.

Se supone que debería ayudarle con las cuentas, pero ni de chiste voy a sacar adelante esa misión. Cuando fracasé en la primera cuenta, Dan me aseguró que podía hacerlo solo y me regaló un poco de paz.

La verdad es que es un niño brillante y mi intervención solo entorpece su esfuerzo.

—Cuando Daniel te pidió que vinieras a cuidarnos y ayudarnos, realmente esperaba que vinieras a cuidarnos —apunta Dakota, entrando a la cocina con un cepillo del cabello roto, sin el bastón de guía—. ¿No puedes mantener al Pacman quieto? Ya me ha estropeado el cepillo.

Sonrío con todo el sarcasmo que puedo invocar a tal hora del día y la veo sin una pizca de gracia.

—Lo siento, me salté el tomo de información sobre el cuidado de los patos africanos.

Ella resopla.

—Es pakistaní.

—Sí, tampoco leí eso. —Descarto barriendo la mano al aire, restándole importancia al asunto del pato y volviendo la mirada a los dibujitos de los libros, donde el narrador explica la forma correcta de anudar los zapatos.

Entonces, como si el maldito pato supiera que estábamos hablando de él, corre a morderme la punta del zapato. Gracias al cielo los zapatos de Beca son una talla más grande y no causa mucho daño en mis dedos, lo que agradezco porque apenas he tenido tiempo de curarme las heridas en la pantorrilla.

—Suéltame, maldito pato loco —refunfuño mientras agito mi pie en su pico.

—Vamos, Pacman, es nuestra amiga —recuerda Dan antes de bajarse a tratar de luchar con la quijada del pato—. Vamos, suéltala... Pacman... No debes atacar a los amigos...

Bueno ahora veo por qué es importante saber que es pakistaní. El maldito pájaro acuático tiene una fuerza envidiable. Lo recordaré la próxima vez que alguien me venda algo de origen pakistaní.

Entonces, el pato gana, se libera y corre con mi zapato.

Sé lo que estás pensando. Es patético. Un pato con dos patas más parecidas a aletas para tierra, con menos de diez centímetros de distancia una de la otra... no puede llegar tan lejos, ¿no?... Pues no, no debería.

Pero lo hace.

Maldita sea, lo hace.

—¡¿Qué demonios le dan de comer a este pato?! —grito después de dar dos vueltas a la isla de la cocina, persiguiéndolo sin éxito.

Dakota y el Cerebrito están que se parten de risa. Después de que Pacman me quitara el zapato por las malas, el niño se rindió y me dejó sola; Dakota, por otro lado, olvidó el tema del cepillo roto.

El pato realiza un cambio de estrategia y corre hacia la sala principal. No puedo andar por toda la casa con un solo zapato, daría mala imagen en mi primer día de trabajo, así que me propongo recuperarlo aunque me cueste una pierna, un ojo o un pato asado. Además, no puedo volver a casa sin el zapato de Beca. No tengo opción.

Es absurdo, la Danya de hace un año seguramente habría mandado al diablo al pato al primer mordisco, es más, la Danya de un año atrás ni siquiera se plantearía la idea de usar un zapato mordisqueado. No, ni de chiste.

Ojalá pudiera solo comprar otro par, uno a mi medida, si no era mucho pedir, pero perder dinero ya no es una opción.

El pato ejecuta un giro intrépido bajo la mesa de centro y me hace trastabillar. Los chicos siguen riendo y yo no puedo hacer más que odiarlos en silencio y perseguir al pato.

Sé que ha cambiado de dirección, pero mi mirada se ha vuelto una mirada de túnel donde solo somos el pato y yo. Mi objetivo es quitarle el zapato... y unas cuantas plumas, si estamos de suerte.

Logro atraparlo cuando se queda apresado debajo de un escritorio. Lucho contra su firme quijada y trato de no pensar en lo que pasaría si de pronto decide que morderme una mano es una mejor idea. No creo poder recuperar un dedo si elige cambiar de estrategia.

Entonces sucede algo inesperado: el pato suelta el zapato y huye, corre en dirección opuesta como si lo persiguiera un fantasma. Le permito escapar porque forcejear con el me ha dejado sin muchas ganas de seguir peleando. Estoy a punto de cantar victoria cuando entiendo por qué se ha marchado.

—Ah, es el pato pakistaní de mi hijo. Es inofensivo —advierte la voz de Adacher desde la entrada.

Maldigo entre dientes y me hago bolita bajo el escritorio. Quizá solo este ahí por un par de hojas blancas... ¡Tal vez olvidó el portafolio! Nunca se sabe.

Tranquila, Danya, solo serán unos minutos, me repito.

—Adelante, señor Bellasario, póngase cómodo —lo invita con un tono cordial, uno que jamás ha usado conmigo.

Comienzo a golpearme la frente contra el escritorio porque lo merezco por cabezota, pero luego recuerdo que hago ruido y me detengo. Ya habrá tiempo para la autoflagelación después.

Adacher se sienta detrás del escritorio y todo marcha bien, hasta que decide acercar la silla reclinable y me pega con la rodilla en la nariz.

Me trago un alarido de dolor y me llevo la mano a la nariz. No tarda mucho en comenzar a sangrar. Noto que Daniel se ha quedado muy quieto y siento la ola de tormenta venir después de la calma. Estoy en serios problemas.

Cuando Daniel inclina hacia atrás la cabeza y se hace algo de espacio para ver debajo del escritorio, me encuentra con la nariz sangrante, una sonrisa abierta y un decadente saludo con la mano libre en alto.

Adacher cierra los ojos y se reclina sobre el escritorio, como si buscara ocultarme ahí por horas. Quizá lo haga, sería un buen castigo.

—Y dígame, señor Adacher, ¿cómo piensa convencer a nuestra empresa de que usted es un hombre serio y profesional? —comienza el extraño frente al escritorio.

Conozco esa voz. Sé que la he escuchado en algún lugar, pero no recuerdo dónde.

La sangre corre hacia mi boca y empiezo a crear un plan de contingencia urgente. Todas mis ideas implican usar mi calcetín o el de Daniel Adacher para bloquear la hemorragia.

—Le aseguro, señor Bellasario, que nada me interesa más ahora que mi trabajo —asevera, pero, como quien no quiere la cosa, señala con leves golpecitos con el pie, un cajón del escritorio—. Puede estar seguro de que mi trabajo con la empresa PATEUR será impecable.

Meto la mano al cajón que Adacher me ha señalado y encuentro un rollo de papel higiénico que corto con cuidado antes de volver a meter la mano debajo.

No demoro mucho en formar un tapón con papel y ponérmelo en la nariz. Sé que no frenará la hemorragia de inmediato porque necesito mucho más con la dosis de corticosteroide que estoy tomando, pero al menos va a contenerla un buen rato.

Un minuto.

PATEUR.

¡PATEUR!

¡Maldita sea!

—Así que solo le interesa el trabajo —sopesa Bryan Bellasario como la víbora que es, antes de cazar a su presa.

—Estoy completamente enfocado en mi carrera profesional.

Bryan ríe con simpatía y yo tengo que cerrar mis manos en puños para no saltarme directo a la yugular como el pato con mi zapato.

Bryan fue el primer hombre en darle la espalda a mi padre cuando salió a la luz todo el asunto del fraude. Papá había cometido un error garrafal y se vio involucrado con algunas bandas criminales, lo sobornaron para hacer un par de movimientos de efectivo ilegal y ninguno de sus amigos hizo nada. La cabecilla del grupo de cobardes era Bryan.

Nunca lo vi demasiado, su hija era algo así como mi mejor amiga, pero solo lo fue hasta que papá se quedó sin dinero y yo perdí mi identidad. Bryan siempre estaba de viaje, en su oficina o con sus amigos. Gracias a Dios, nunca tuve la oportunidad de conocerlo mejor.

—Vamos, hijo, ¿en serio vas a decirme que no hay nada que te interese fuera de estas cuatro paredes? —al no obtener una respuesta, Bellasario continúa—: ¿Ninguna mujer de tu edad o alguien mayor? ¡Vamos!

—No tengo mucho tiempo libre, señor Bellasario, por ahora intento expandir el negocio familiar.

Bellasario ríe otra vez y desde abajo puedo ver cómo Adacher sonríe con amabilidad, pero evidente frustración. No conozco su estrategia de negocios, pero queda claro que ese hombre la ha echado por el caño.

Ojalá le diera un puñetazo en la nariz como el que me acaba de dar con la rodilla.

—Eso dicen todos, pero no hay nadie que no sucumba frente a unas buenas piernas y una falda corta —jura—. Ahí tienes a Bill Clinton, era el ejemplo de la nación y fue descubierto recibiendo sexo oral de una chica que se ocultaba debajo del escritorio.

¡Ah, pues qué buen giro ha tomado la conversación! Maldita sea.

Noto como Adacher fuerza una sonrisa y se acerca más al frente, bloqueándome casi por completo. Parece que alguien está deseando que me convierta en la mujer invisible casi tanto como yo.

Ahora sí no me pueden ver ni de chiste.

En primera, porque ese hombre no va a dudar en delatarme frente a Adacher, la policía me arrestará y entonces todo el trabajo que ha hecho Ben, mi padre, habrá sido en vano.

—Eres un hombre independiente, eso me gusta. Sabes que una mujer no es necesaria para tu estabilidad. —Ríe bajito—. Eres un buen inversor de tu tiempo, las mujeres no sirven para otra cosa además de darte placer sexual y un poco de estatus cuando tienen que lucir bonitas en público.

Lo siento.

No lo puedo evitar.

Resoplo.

¡Menudo idiota! ¡Por eso se ha casado siete veces! No hay quien lo aguante.

Adacher finge toser y se disculpa. Creo que funciona porque no veo a Bellasario asomándose por algún lado. Aunque si observo sus zapatos detrás y lamento muchísimo no tener un poco de polvo pica pica a la mano para arrojarle, o algún virus contagioso para echarle un escupitajo. No tengo anda que pueda herirlo. No estoy de suerte hoy.

—Muy bien, Daniel, veo que tu padre ha hecho de ti un hombre brillante. Tu expediente es irreprochable, tienes potencial, pero está decisión no depende solo de mí.

—Entiendo.

—Hablaré con mi gente y, si les convence tu propuesta, te llamarán para una última sesión.

—Le agradezco la oportunidad, señor...

Entonces sucede.

El universo conspira en mi contra y me manda un castigo divino (como si no fuera suficiente con todo lo que me ha venido encima). Las cosquillas llegan antes de que Daniel comience a hablar y terminan cuando él todavía no ha acabado de hacerlo.

El estornudo es una reacción nata del organismo, un mecanismo de protección inevitable, pero algunas veces es preferible que el cuerpo no intente protegernos con tanta manía, porque resulta meternos en líos más grandes que patógenos ambientales en los pulmones.

Pero incluso después de convivir con mi mala fortuna durante largos 24 años, hoy decido que es prudente luchar contra ella y buscar un destino mejor. Me cubro la boca en espera de que el estornudo se me pase o se opaque con mi mano, pero no es suficiente, el sonido que sale de mi nariz es una mezcla extraña entre un resoplido, un estornudo y un hipido.

Esta vez es imposible de ignorar.

—¿Qué fue eso? —pregunta Bryan.

Casi puedo verme tras las rejas, puedo ver a mi padre maldiciendo a la maldita ley de Murphy y a mí, ya que estamos bien puestos en el tema. Con un poco de suerte (estoy perdida, ¿no?), tal vez consiga un par de amigas reclusas en unos cuantos días.

Pero entonces Adacher hace algo que me salva el pellejo sin saberlo.

Se lleva una mano al vientre y declara:

—Perdón.

Tardo unos segundos en procesar la información y, cuando lo hago, tengo que esforzarme por no echarme a reír ahí mismo.

Mi sonido podía pasar por gas intestinal, seguro, pero jamás se me habría ocurrido un movimiento tan osado y... asqueroso.

—Ah... —Bryan carraspea con evidente incomodidad—. Descuida...

Entonces otro estornudo me ataca y el acto se repite tal cual.

—Am... Creo que es mejor que yo me vaya...

Otro estornudo contenido.

La alfombra tiene polvo.

—Oye hijo, ¿no crees que necesitas un médico? Eso no suena... natural...

—No se preocupe, señor Bellasario, debió ser... algo que comí —lo calma con los dientes apretados de pura ira contenida—. Ya se me pasará.

Nuevo estornudo bloqueado.

Mierda, voy a estar en serios problemas después de esto. Adiós cien dólares por hora. Al menos ya me he ganado cuatrocientos.

—Creo que es mejor que me vaya ahora. Te contactaremos en unos días.

—Muchas gracias, señor. Le ofrezco una disculpa por... esta situación.

Por la forma en la que aprieta la quijada sé que el pato fue amable conmigo comparado con lo que me espera en unos minutos. Sea lo que sea, es mejor que ser delatada a la policía.

—No te molestes, atiende tu problema, conozco la salida —lo silencia cuando Daniel intenta ponerse de pie.

Lo veo sonreír y asentir fingiendo agradecimiento mientras le da la mano a Bryan.

Cuando la puerta se cierra detrás de él, no quiero ni moverme. Me habría quedado ahí toda la noche si Adacher no se hubiese apartado para fulminarme con la mirada y ordenarme emerger de las profundidades de su escritorio con una seña fugaz.

—A la sala. Ahora —señala con autoridad.

Ante su tono autoritario no tengo más remedio que salir de prisa detrás de él. Tengo miedo, pero no puedo solo huir... Bueno, sí que puedo, pero tendría que cruzar por la sala de todos modos y con la fuerza de Adacher, no creo que logre llegar demasiado lejos sin darle una explicación sobre lo que acaba de ocurrir bajo ese escritorio.

La oficina de Daniel es una pasada. No tuve tiempo para apreciarla como debía cuando el pato corrió con mi zapato, pero ahora que podía verla a detalle, parecía una de esas oficinas de empresarios estirados en las películas de amor juvenil o las novelas de la tarde. Todo era gris, pero tenía demasiadas estanterías con libros, quizá más grises que las paredes y la alfombra. Había una enorme ventana que daba de cara al jardín más hermoso que he visto en la vida, custodiando una elegante fuente de agua.

—Como si él no tuviera intestino —me quejo mientras lo sigo a la sala principal.

—¡¿Puedo saber qué demonios hacías debajo de mi escritorio?!

—¡El pato se llevó mi zapato!

Y como si el maldito pollo con esteroides pudiera entender que lo he denigrado a pato, aparece desde detrás del sofá y me grazna fuerte.

Daniel aparenta estar a punto de soltar otro grito enfurecido mientras se tira de los pelos, pero me mira y, de pronto, parece darse cuenta de algo que lo silencia por un rato.

—¿Cómo es que sigues sangrando? —Me toma de la muñeca y comienza a avanzar entre los amplios y artísticos pasillos de la casa.

Seguir sangrando me ha salvado de momento y eso es algo que puedo hacer muy bien. Uno de los efectos secundarios de los corticosteroides es el retraso en la cicatrización de heridas. Nunca le había encontrado una buena cara a la situación hasta el momento.

Llegamos a la sala de enfermería dentro de la enorme casa de los Adacher, y Daniel camina directo hacia el estante de las gasas.

Bueno, si creí que la oficina de Daniel Adacher era impersonal, era porque definitivamente no había bajado a su sótano ni entrado a la enfermería. Aunque, en teoría, esta clase de lugares no suelen ser muy coloridos, la enfermería de los Adacher parecía una de esas zonas de las que todos los protagonistas de las películas de ciencia ficción quieren huir, donde hacen experimentos con humanos o los villanos secuestran ratas y explican su plan maquiavélico al público antes de ser asesinados por el héroe.

Arrojo el empapado tapón improvisado al basurero y presiono la base de mi nariz con fuerza, manteniendo la cabeza a un nivel medio donde la presión no aumente sobre la nariz ni haga que la sangre se me vaya a la garganta. Después de pasar más tiempo en el hospital que en la escuela, uno aprende un par de cosas importantes.

—¿Qué hacías debajo del escritorio en mi oficina? —cuestiona Daniel, mientras me tiende un paquete de gasas, sin mirarme de frente. Parece estar buscando algo en el estante de metal junto a mí.

—Ya te lo dije, ese pollo con esteroides se llevó mi zapato. Yo no sabía que era tu oficina.

—Estuviste ahí hace apenas unas horas.

—¿Has escuchado hablar sobre la mirada de túnel? Pasa cuando liberas mucha adrenalina.

Entonces Daniel gira hacia mí, me contempla como si fuera absurda y me recuerda lo estúpida que puedo llegar a sonar:

—Es un pato.

—¡Es alemán!

—Es pakistaní.

—¡De todas formas es fuerte y está loco!

Con una seña me indica que me coloque las gasas y no hable, cosa que hago más que nada porque sé que siempre que hablo con Adacher es como caminar sobre arenas movedizas. Solo sirvo para hundirme más.

Clavo la mirada en las jeringuillas, los algodones, el alcohol, las pinzas y todo el material de tortura que parece esperar detrás de varios estantes. Aparenta una verdadera sala de cirugía. No me sorprendería si de pronto encontrara batas con guantes largos y pinzas de laparoscopía.

Entonces giro la vista de vuelta hacia él y lo encuentro mirándome con atención. Siento un miedo conocido. No tiene nada que ver con Daniel o el cuarto de tortura al que me ha llevado, ni con la forma en la que frunce el ceño, ni es parte de toda la situación que nos ha atrapado hasta el momento. En realidad, es una sensación diferente, una que me recuerda que en cualquier momento puedo ser descubierta, que cualquiera podría reconocer la cara de una Aldoni, alguien que tomara la revista equivocada, que hubiese asistido a una fiesta política en Italia o que simplemente estuviera al tanto de las noticias en la televisión.

Había hecho mi mejor esfuerzo. No usaba mucho maquillaje, trataba de pasar inadvertida, vestía ropa que ni de chiste habría utilizado antes, había cambiado mi estilo, pinté mi cabello a rubio, baje ocho kilos, aunque eso estaba más relacionado con un brote lúpico y mi fuerza de voluntad no tuvo nada que ver, pero... En fin, hice todo lo que pude. Ben estaba orgulloso, mi padre decía que había hecho un buen trabajo, se mostraba feliz de tener que preocuparse solo por conseguir una identidad falsa y ahorrarse todo el rollo de la chica encubierta, aunque el hecho de que permanezca en Francia no le hace mucha gracia. Él me quiere en Italia, cerca, donde pueda "cuidarme bien", lo cual es absurdo, teniendo en cuenta que él es quien me puso en esta situación.

Desvío la mirada como siempre que me siento expuesta.

—Creo que debo obviar una regla implícita en la casa. —Daniel se cruza de brazos y me mira de frente con firmeza—. Queda total, irrevocable y estrictamente prohibido entrar a mi oficina sin mi consentimiento. ¿Entendido?

Asiento.

—Pregunté si quedó claro.

—Quedó claro. Lo siento. —Muestro las palmas para hacer la paz, más que nada por el miedo que me da permanecer más tiempo bajo su escrutinio y ser reconocida. Es Francia, no Italia, aquí las personas no deberían estar tan familiarizadas con mi cara, pero el maldito internet viraliza todo y mengua mis posibilidades.

Me pongo de pie e intento salir, pero Adacher me corta el paso apoyando la mano sobre la camilla de al lado.

—Voy a repetirlo una última vez, Collins. He despedido a mucha gente por menos que esto...

—¿Y por qué no lo haces ahora? —Mi desesperación hablando. La verdad es que todo el jueguito ese del gato y el ratón estaba comenzando a cansarme.

Adacher refleja la sorpresa en su mirada un par de segundos, pero se recompone con la velocidad de un rayo.

—Lo haría ya mismo, pero a Dan pareces gustarle y mi hijo ha perdido mucho para su corta edad. Ahora quiero que lo tenga todo y si ese todo te involucra a ti, supongo que debo hacer un esfuerzo.

Pues vaya sacrificio el que estaba haciendo el pobre hombre. ¡Qué bajen a Gandhi y suban a Daniel Adacher al pedestal!

Ruedo los ojos y cruzo los brazos.

—Pobrecito.

—Está claro que este trabajo no te gusta. ¿Por qué no me lo haces más fácil y renuncias?

Mis manos se vuelven puños y me obligo a mantenerlos quietos. He visto a Ben contender de esta forma a sus empleados, de hecho, creo que lo he encontrado tratándolos peor. Sé que tiene demandas por intentar propasarse con las empleadas, sé que debe tener algunos niños más en alguna parte del mundo y sé que, quizá, es un pequeño soplo de mal karma, pero me niego a aceptarlo sin más. Creo que la vida ya se ha ensañado lo suficiente conmigo; con lupus, la demanda de mi padre y la muerte de mi madre, he expiado los pecados de las siguientes tres generaciones y me quedo corta.

De nada, tataranietos.

—Necesito el dinero —me limitó a responder.

Quiero decirle que se meta en sus malditos asuntos y me deje fingir que sé cuidar a su hijo en paz, pero no soy tan valiente, no cuando sé que mi cabeza está en juego.

—Te pagaré seis meses de trabajo si te vas ahora —intenta y veo en sus ojos que es verdad, que desea que acepte y me vaya de una vez.

Es tentador. Estoy a punto de aceptar, pero recuerdo que necesito cobertura de seguridad social como trabajadora y sé que, aunque se ofrezca a pagarme todo el año, necesito la aseguradora que me ofrece el puesto. Cuando se está enfermo, conseguir el dinero para la terapia no lo es todo, uno tiene que obtener alguna forma de cubrir gastos médicos mayores y la mayoría de los seguros huyen de nosotros por los costos que representamos en una sola urgencia.

—Gracias, pero sé ganarme mi propio dinero.

Y un cuerno con eso. ¿Quién no aceptaría dinero gratis? Yo lo haría si no tuviera un cordón umbilical que me uniera al hospital de por vida, pero necesitaba salvar un poco mi machacada dignidad.

Así que lo rodeo y me voy con mi pañuelo de gasas en la nariz, la frente en alto y una oferta de dinero gratis echada a la basura.

Mi día no puede ir mejor.

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