| • Capítulo 11 • |
Estuve hiperventilando en la cocina durante al menos dos horas, pero ninguno de los dos Adacher quiso decirme de qué iba el negocio de Daniel con The Masks, así que decidí enviarlos a su habitación a hacer los deberes como castigo, mientras resolvía el asunto de la firma.
—Solo envía una fotografía de mi identificación. Está sobre la nevera. No me preguntes qué hace ahí —le doy instrucciones a Becca para que me diga de una vez cómo es la firma y pueda terminar con ese problema.
Becca no tarda mucho en enviarla. Firmo el cheque y lo guardo en el cajón del buró en mi nueva habitación dentro de la casa. Habitación que no pienso usar a menos que sea estrictamente necesario.
Pensé en negarme muchas veces, pero con el asunto de Scott, volver con Becca a diario sería ponerla en peligro y con los Adacher parecía estar segura, pero a pesar de eso, procuraba no quedarme más de la cuenta. Cuando Daniel llegaba tarde, lo hacía, cuando podía cuidar a Dan por las noches, yo no era necesaria, así que volvía a casa sin más.
Durante las siguientes dos horas cometo un error garrafal: confío en los Adacher. Ayudo a África con la comida, estudio un poco los manuales que Daniel me entregó al comenzar con el trabajo y creo firmemente en que Dan, siendo el niño tan adepto de la ciencia que es, esté hojeando enciclopedias o algo por el estilo.
Sé que soy una mala niñera, pero solo los he dejado unos 120 minutos para que hagan algo de provecho con su tiempo libre. El profesor de braille de Dakota llegaría en unos minutos y Dan tenía que terminar sus deberes.
¿Y qué gano por ser tan considerada?
Maldad.
Pura y rebosante maldad.
Un grito agudo me hace cerrar el manual en la cocina y correr hacia la sala. No soy la única que ha acudido al llamado, porque Adacher y los cuatro miembros de la banda salen de su despacho y me encuentran al pie de la escalera con la cara pálida como el papel.
Van a matarme.
Estoy despedida.
Seré demandada.
Iré a prisión.
Daniel contempla la escena y me mira como si yo tuviera las respuestas.
Niego con la cabeza y le hago saber que entiendo lo que sucede tanto como él.
Los chicos han llenado cada escalón, cada hueco libre con rebanadas de pan blanco. Toda la escalera es un prospecto de sandwich improvisado.
El grito se repite. Dakota debe estar en problemas, así que no dudo un segundo en arrojar los zapatos a un lado y comenzar a subir pisando cada rebanada de pan, dejando trozos de pan pegado entre mis dedos.
Puaj.
—Espera, puedes quitarlo del camino —me advierte Daniel, con una mirada de asco.
Ni siquiera yo creo que Dakota tenga un verdadero problema, la idea del pan seguro fue suya y sus gritos no eran más que otro truco, seguramente nos recibiría con un pastelazo en la cara al subir, y por la expresión despreocupada de Daniel, creo que hasta él lo sabía, pero era mi trabajo cuidar de ellos y si escuchaba gritos debía correr.
—¿Siempre arruinas toda la diversión? —respondo a su sugerencia y sigo subiendo.
—Tranquilo, esperaremos abajo —dice Andrés.
Intento no pensar en el dolor de mis pies mientras camino de puntillas. Dejar todo el peso de mi cuerpo sobre las puntas seguramente va a cobrarme la factura en unas horas, pero de momento, Dakota es mi prioridad.
Daniel me sigue, aunque el tiene el cuidado de caminar por las orillas y arrojar el pan a un lado mientras pisa.
Al llegar arriba me detengo de golpe y espero que uno de los dos salte y me arrojé algo horrible a la cara. Las posibilidades son infinitas cuando hablamos de niños con tantos recursos como los Adacher.
Pero nada sucede.
Daniel llega a mi lado y recorre el pasillo con la mirada. Cuando nuestras miradas se cruzan un nuevo grito nos hace comprender que no hay un truco detrás y corremos a la habitación de Dakie.
Mala idea.
Abrimos la puerta y miramos a Dakota sentada tranquilamente sobre su cama, Dan, en cambio, se cubre los ojos con ambas manos y todo sucede como en cámara lenta.
De un segundo a otro, Daniel Adacher y yo estamos cubiertos de pintura azul de pies a cabeza. Además a mí me ha caído el bote en el hombro y seguro me deja huella.
Las risas de los niños no se hacen esperar. Miró sorprendida a Daniel, que parece estar a punto de romper algo con la boca y entonces un grupo de maldiciones nos hacen agudizar el oído y mirar mal a los demonios que tiene por hijo y hermana antes de caminar abajo y ver qué sucede.
Ni siquiera puedo moverme bien. Siento que la pintura está entrando a través de mi ropa interior y sé que tendré que tallar con fuerza para deshacerme de ella. Las huellas de nuestros pies quedan pintadas en el piso mientras caminamos de regreso abajo.
Y cuando llegamos no podemos creer lo que vemos.
Los chicos, todos los miembros de la banda están cubiertos de una especie de salsa roja que los tortura mientras intentan retirarla de sus ojos con desesperación.
Me llevo la mano a la boca y me arrepiento de hacerlo cuando logro introducirme la pintura a los dientes.
África nos mira con la boca abierta y parece incapaz de articular una sola palabra. No hace falta que lo haga, los miembros de la banda ya están maldiciendo por todos nosotros.
Al ver que es imposible deshacerse de la salsa con los dedos, cada uno corre a buscar un baño como alma que lleva el diablo.
—Ustedes y yo vamos a hablar —les advierte Daniel con una mirada fría antes de dar media vuelta e ir a su habitación en el primer piso.
—¿En serio era necesario? —los cuestiono una vez que nos hemos quedado solos porque África ha preferido irse antes de que algo explote.
No puedo culparla, yo correría si pudiera.
Los chicos se encogen de hombros, Dan corre escaleras arriba llevándose una buena parte de los panes enredada entre los pies y Dakota se limita a caminar con elegancia hacia el jardín.
Resoplo, maldigo entre dientes y me resigno a pasar dos horas en el baño tratando de limpiar cada rastro de pintura. No sé por qué lo han hecho, pero está claro que traman algo más.
Entonces lo descubro.
Abro la puerta de mi habitación y me quedo tiesa como un palo cuando una cubeta de polvo pica pica cae sobre mi cabeza y se cuela entre mi ropa. ¿Cómo sé que es polvo pica pica? Porque pica... y mucho.
—¡Dios... del Cielo!
Grito fuerte y corro hacia mí baño mientras intento deshacerme del polvo en mi cuerpo desesperadamente.
Pero estoy desesperada, no demente. Freno a medio paso de la puerta del baño. Ni de chiste iba a abrir una puerta más en esa casa. Seguro me cae una caja de estiercol con escorpiones negros o algo peor.
Doy media vuelta intentando no tocarme los ojos con las manos llenas de polvo y palpo todo a mi alrededor.
Reconozco la puerta que estoy por abrir, sé que uno de los miembros de la banda está dentro, así que solo puedo esperar a que haya terminado de limpiarse superficialmente y me ceda el baño un rato. Cuando intento abrir la puerta la encuentro cerrada.
—¡Está muy, muy ocupado ahora! ¡Y si eres Dakota vete al diablo!
Es Carlos, el guitarrista malhumorado.
Maldigo entre dientes una vez más y doy media vuelta para echar el vuelo hacia la siguiente habitación libre. No tardó demasiado en encontrar mi objetivo. Abro la puerta y encuentro a un muy molesto Andrés, tallando se los ojos con una toalla.
—Lo siento, cariño está ocupado —masculla con ira.
—Perdón.
Cierro la puerta de golpe y, como el lobo que busca derribar la casa de los tres cerditos, doy con la puerta buena.
De acuerdo, en realidad no es la buena, la buena, en realidad es la única que puedo volver a abrir porque la comezón no me dejará llegar más lejos. Estoy a nada de echarme al suelo y rodar hasta que la piel se me desprenda del cuerpo y no haya más picazón.
Es una habitación. Entro de golpe y corro hasta el baño. Espero que la persona a la que pertenezca esa habitación esté lejos, no esté ocupando el baño o haya terminado de ocuparlo.
La puerta del baño está abierta.
Pienso que, después de todo, quizá no tenga tan mala suerte.
Entro corriendo. Me deshago de la camisa estropeada por la pintura y el polvo y escucho que alguien me llama por mi nombre en algún punto, pero tengo que lavarme las manos y rallarme los ojos, así que meto las manos en el agua del grifo y, cuando están limpias comienzo a remover el polvo de mis ojos.
Retirar la blusa empapada de pintura con alcohol y polvo me ha ayudado a menguar un poco el ardor, cuando mis manos han quedado limpias comienzo a limpiar mis ojos, pero es inútil. Los ojos son órganos demasiado sensibles, puedo soportar que me pique todo el cuerpo, pero no puedo soportar el ardor en los ojos, entonces la desesperación comienza a alborotarme el corazón y sé que debo hacer algo de inmediato o todo va a terminar muy mal. No necesitaba más adrenalina que derivara en más neblina lúpica, hoy era el recuerdo de mi firma, mañana podía ser mi nombre o algo peor.
Así que no dudo más.
Escucho la regadera al lado de mí, me quito el pescador y corro hacia ella.
—¡¿Qué estás haciendo?! —escucho SU voz detrás de mí, pero estoy tan desesperada que no me detengo a pensarlo un poco, echo la cara a la regadera y espero a que el polvo pica-pica sea removido con agua porque ni de chiste pienso volver a meter las manos después de haber tocado el pantalón repleto.
No sé cuánto tiempo paso debajo del agua, pero siento que la presión en mi cabeza está por hacerme estallar, no puedo aguantar más la respiración y es entonces cuando decido apartarme de los amplios chorritos de la regadera cuadrada y abrir los ojos.
Mala idea.
Hay un hombre desnudo. Pero no es cualquier hombre desnudo, si fuera solo un hombre desnudo lo habría agarrado a palos, es él hombre desnudo.
Daniel Adacher me mira con intensidad, tiene un brillo en la mirada que no sé decifrar. Permanece con los brazos cruzados sobre el pecho y su imponencia luce implacable.
Entonces bajo la mirada.
Suelto un chillido del que no estoy para nada orgullosa, me cubro los ojos con ambas manos y entonces, cuando mis ojos comienzan a arder de nuevo, recuerdo que el polvo pica-pica del pescador sigue en mis manos. Se me escapa un grito de frustración, giro e intento reparar el daño con un poco de agua y, al mismo tiempo, quedar de espaldas para no verle la cara al hombre que paga mis cuentas.
Pero las cosas no salen tan bien.
Siendo sincera sería bastante aburrido si las cosas siempre salieran como uno espera.
Al girar, mi pie lleno de pan, pintura y polvo pica-pica, hace fricción con el agua y me voy de espaldas. Me habría dado un buen culazo si Daniel Adacher no me hubiese sostenido a tiempo.
—Eres... —Su voz contenida podría horrorizarme hasta las lágrimas, pero ahora estoy más preocupada por sentir su cuerpo pegado al mío y no reaccionar en respuesta como una troglodita—. Eres un desastre... —intento ponerme de pie, pero, al parecer, al caer he arrojado el jabón al suelo y mi pie lo encuentra haciéndome volver de espaldas a él.
Tiene la mano abierta sosteniendo mi abdomen, su brazo me rodea y yo solo sé que ya no puedo respirar.
Aunque quizá tenga algo que ver con el hecho de que he quedado de cara al chorro de agua fría y ya se me ha quitado el polvo hace algunos segundos.
Comienzo a toser y Daniel se hace atrás atrayendo mi cuerpo con la fuerza de su mano.
Al menos tiene un tacto cálido y delicado, podría arrastrarme como un carrito de compras, creo que lo merezco, pero también creo que de verdad teme que me parta el cráneo en un nuevo intento por escapar y, seamos sinceros, suena a algo que me podría pasar.
Basta, Danya, ¡con la mente en el juego! Seguramente solo odiaría tener que limpiar la sangre en los bordes de los mosaicos si mi cráneo explotaba contra su piso.
—Lo siento.
—¡¿Puedo saber que haces aquí?!
No mientras sigas con la barbilla pegada a mi mejilla, no mientras tú voz destile un odio genuino pero tú cuerpo se sienta vibrar bajo la piel, no mientras sigas tan cerca que sienta que haya perdido la capacidad de usar los pies.
—Lo siento...
—Sí, eso ya lo dijiste...
Intento apartarme pero mi mano toca su cadera y reacciono como toda mujer madura y seductora puede reaccionar en una situación así: Chillo, me impulso hacia delante, logró apartarme y me caigo de rodillas frente a él.
—Esto comienza a ser un poco insultante.
El agua de la regadera me cae de lleno sobre la espalda. Alzo la cabeza e intento mirarlo a la cara, pero no es su cara lo que observo al alzar la mirada.
Oh, por supuesto que no es su cara lo que voy a ver ahora.
Me quedo de piedra, sin saber qué es lo que se supone que debo hacer, cuando mi cerebro conecta con mi sistema motor, alzo la mirada un poco más y encuentro a Daniel Adacher mirándome fijamente, con las manos en las caderas y la ceja arqueada.
Como si exigiera respuestas.
Ojalá las tuviera.
Está vez me obligo a mantener la mirada fija en él, las últimas huidas solo resultaron en catástrofe, así que mantener la mirada viva es mi mejor opción ahora.
—¡Lo siento! ¡Lo siento, de verdad! ¡No he visto nada!
—¿En serio? Porque yo dudo que haya algo que no hayas visto ya...
—¡Señor! ¡¿Señor, está bien?!
África irrumpe en el baño como si fuera una emergencia, nos mira y suelta un grito de película de terror. Es como si viera a Scream asesinando a una chica en el baño. Luego hace lo mismo que yo, retrocede y se cubre los ojos con ambas manos para disculparse.
Vamos, podemos darle algo de crédito a la mujer. No nos había encontrado en la mejor de las situaciones y considerando mi estado actual esto daba muy mala pinta.
—¡Lo siento mucho señor! ¡Escuché gritos! Creí que usted se había caído o algo así.
Casi se me escapa una risita tonta. Si Daniel gritara como niñita asustada yo también habría corrido al baño, pero con una cámara y unas palomitas.
—Siento la interrupción, no volverá a pasar...
—Está bien, África, —silencia Daniel con más resignación que otra cosa—, no estás interrumpiendo nada, pero ¿te importaría cerrar la puerta un rato? Necesitamos salir.
—Sí, claro, señor, lo siento mucho.
África, aún con los ojos cerrados, tienta la puerta y la cierra de golpe. No hace falta ser un genio para saber que salió pitando de esa habitación. Si fuera ella agendaría la cita con un exorcista y me volvería a bautizar.
Se veía realmente afectada.
—Creo que ahora sí la he cagado —digo sin apartar la mirada de la puerta. Más por miedo a ver a Daniel que por cualquier otra cosa.
—¿Tú crees?
Entonces entró a la etapa de la ira y mis manos se vuelven puños como pasa siempre que me pongo verde.
—¡¿Nunca cierras la puerta?!
—¡Nunca tuve que hacerlo!
—¡Aaaggg!
Resisto el impulso de golpear la pared con mi cráneo y en cambio cubro los ojos con ambas manos intentando no pensar en las bacterias que me estoy llevando a la cara por haber palpando el piso primero, y lo enfrento.
—¿Qué estás haciendo?
—Puedes salir ahora. —Mi cara está haciéndole frente, pero mis ojos están cubiertos.
—Creo que cubrirte los ojos ya está de más.
No respondo y espero a que salga de la ducha. Siento como el agua deja de caer sobre mi espalda y luego el frío del cubículo me recuerda que la única presencia dentro ahora soy solo yo.
Me siento pegada a la pared y espero a que pueda indicarme que es seguro salir. Se lo debo. Un poco de privacidad es lo menos que puedo hacer ahora para remediar mi error.
—No me estarás viendo ahora, ¿o sí?
Lo escucho resoplando del otro lado de la barrera de cristal.
—¿Por qué? Podría quedar como un... ¿cómo lo llamas? ¿Pervertido?
Maldigo entre dientes y cruzo los brazos sobre las rodillas.
Odio que usen mis palabras en mi contra.
No tarda ni tres segundos en abrir la puerta de cristal e indicarme que es seguro salir ahora.
Al menos para él.
—Ya puedes abrir los ojos.
Abro los ojos lentamente sin saber si es una mejor idea esperar a que se vaya o dejar de comportarme como una niñata y ser valiente.
Tomo la segunda opción y lo porque sea valiente, sino porque en realidad quedarme acurrucada en una ducha fría haría pedazos mi dignidad.
Alzo la mirada con miedo y lo encuentro envuelto en una talla de la cintura hacia abajo. Me tiene una toalla blanca y la tomo con prisa. Como un náufrago al que le ofrecen agua dulce en su rescate.
—Tomate tu tiempo, estaré afuera.
Sin más, sale dando un portazo que me sobresalta.
Lo merezco.
Merezco ser despedida.
Está vez la he liado parada.
Me tardo un poco más de tiempo retirando la pintura de mi cabello, detrás de mis orejas está empezando a secarse y tengo que tallar con más fuerza. Tengo todo el tiempo del mundo, en realidad espero que al salir la habitación de Daniel esté vacía, así puedo huir a casa a llorar por lo torpe que he sido en menos de una hora y de paso, mientras bebía un café de moka, podría buscar un nuevo empleo.
Tomo un par de respiraciones frente al espejo y decido que es momento de armarme de valor y salir de una vez. Han pasado unos minutos y con algo de suerte el pasillo estaría vacío y el camino a la salida completamente libre.
Abro la puerta y encuentro a Daniel hablando por teléfono de cara a la ventana.
Cierro los ojos, me encojo y retrocedo lentamente. Estoy a punto de cerrar la.pueeta h tallar cualquier otra parte de mi cuerpo que pueda ser tallada mientras espero a que se vaya, cuando me detiene con la voz.
—Danya.
Vuelvo a maldecir internamente (lo que se está volviendo una fea costumbre) y salgo envuelta en una toalla.
Bajo otras circunstancias me habría negado y hasta me habría quejado, pero lo que pudiera verme con la toalla puesta nunca sería mi la mitad de lo que yo había visto hace un par de minutos.
—Espera un minuto, George, creo que tengo un plan.
Y yo creo que esto no va a terminar nada bien.
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