| • Capítulo 1 • |



Ondeo mi billete al aire, buscando llamar la atención del barista. Parece tan cansado que hasta yo le tengo un poco de pena, pero su situación es imposible: está ocupado tratando de cobrarle a dos chicas a la vez.

Intento pararme de puntillas y subir medio cuerpo a la barra. Tengo exactamente veinte minutos para llegar a mi entrevista de trabajo, pero de ninguna manera podré sobrevivir sin un capuchino, así que me juego los pies en la misión. Hablo en serio, mi pierna se ha quedado apresada entre las dos piernas de algún extraño poco considerado y, como la mitad de mi cuerpo ha terminado sobre la barra, bajar y liberarme ya no es una opción.

—¡Por favor, solo quiero un café! —suplico atrapada.

Huele a sudor, desesperación y vergüenza. Los cuerpos de todos los trabajadores matutinos se aglomeran unos contra otros. Paicys es la mejor cafetería de París y varios adultos iniciamos el día con uno de sus famosos capuchinos, pero el lunes por la mañana siempre es una guerra de sangre y dolor.

Suelo evitar lugares demasiado atestados, pero Paicys tiene el mejor menú cuando yo tengo el peor humor y una entrevista de trabajo en veinte minutos.

Necesito valor.

—¡Por favor, mi abuela está en el hospital y necesita su capuchino! —pruebo con una pequeña mentira—. ¡Es su último deseo!

Pero nadie me escucha. Todo el mundo tiene una historia trágica para intentar acelerar su entrega.

—¡Mi médico me recetó cafeína a las ocho en punto!

—¡Mi madre va a morir si no tiene su dosis de café, es adicta!

—¡Mi padre es el alcalde y se enterará de esto!

—¡Me he torcido el tobillo esperando el moka, los voy a demandar!

—¡Voy a prenderle fuego a este maldito lugar si no tengo mi expreso en veinte minutos!

Bueno, en dieciocho minutos yo estaré en mi entrevista, así que intento no preocuparme por los deseos asesinos del hombre del expreso y sigo luchando por alcanzar el brazo del barista.

El calor del verano tiene un superpoder en la población de París. En tan solo unos meses todos nos hemos convertido en un montón de cascarrabias que apenas sonríen y cruzan miradas para lo esencial. La ropa se nos pega al cuerpo, las gotas de sudor resbalan por la piel de cada ciudadano, pero nadie parece capaz de renunciar a una bebida caliente por la mañana. Ni siquiera en esta época del año.

Estoy a nada de subirme a la barra, cuando una mano grande se ciñe sobre mi trasero y me sobresalta, haciéndome caer hacia atrás de regreso.

Doy un respingo y giro molesta, buscando enfrentar al cerdo pervertido que me tocó deliberadamente, pero solo encuentro un tumulto de cuerpos que me asfixian.

Es imposible. Nadie me mira, nadie parece percatarse de mi presencia en ese lugar. Estudio los rostros de las personas alrededor y lo encuentro. Hay un hombre de traje junto a mí, sostiene el móvil entre los dedos y lo guarda en su bolsillo antes de volver la vista al frente para intentar atraer la atención del barista.

Lo miro mal y me preparo para encararlo. Conozco bien esa técnica de mirar mujeres, soltar un piropo y luego ver el celular o desviar la mirada fingiendo demencia. Tengo tres hermanos tan cerdos como él.

—Te crees muy listo, ¿no? —Le golpeo el hombro para llamar su atención.

Sus ojos azules parecen buscar algo arriba, no tarda mucho en darse cuenta de que no va a encontrar nada ahí. Sus párpados bajan y sus ojos se agrandan cuando me ve confundido.

¡Madre de Dios! pero qué mirada... Qué pestañas... Qué labios tan carnosos y... ¡Qué patán! ¡Concéntrate, Danya! ¡Con la mente en el juego!

—¿Perdón?

—¡Estás tocándome! —lo acuso luchando por no flaquear ante su duro escrutinio. Lo cierto es que tiene una mirada intimidante sobremanera—. ¿Crees que soy idiota?

—¿Ya viste este lugar? —Se inclina para aclararme en modo confidencial—: Todo el mundo está tocándote.

Sus palabras prenden fuego a la paz de mi interior y la hacen cenizas. ¡Al diablo esos treinta minutos de yoga matutina con Beca y Kleyton!

—Pervertido, enfermo, acosador sexual, degenerado... ¡Llamaré a la policía!

—¿Acosador sex...? —Frunce el ceño y me mira como a una pirada—. ¿De qué demonios estás...? ¡Un capuchino doble, por favor! —corta cuando ve al barista acercándose.

—¡Un café moka, por favor! —pido, apartando la mano del pervertido con un manotazo—. Mi abuela está muriendo.

—Sí, igual que la de otros quince clientes más —replica el barista, que toma mi billete de mala gana y se va a preparar el pedido.

El pervertido aprieta la quijada y clava la mirada de fastidio en la pared que exhibe los rostros de celebridades que posiblemente nunca pusieron un pie en esa cafetería, pero que lucen de maravilla detrás de la barra con las cafeteras y los desechables.

Dejo las cosas por la paz cuando el barista regresa y me entrega el moka. Quince minutos. ¡Perfecto! Puedo llegar sin ningún problema a mi entrevista. No debe tomarme más de diez minutos llegar al edificio.

—¡Gracias! —digo antes de mirar al pervertido y entrecerrar los ojos con furia—. El karma existe —le digo antes de moverme hacia la salida.

Lucho contra los cuerpos que se aglomeran y me hacen imposible salir. Nunca le encontré tanta utilidad a un par de codos huesudos, un ceño fruncido y unos tacones de aguja, pero estoy agradecida con Dios por el regalo. ¡Carajo! Jamás he soltado y recibido tantos improperios en la vida y creo que tampoco he usado la palabra con ¨P¨ desde que terminé la secundaria. Hay situaciones y lugares que, en definitiva, te transforman.

Comienzo a pensar en que quizá sí llegaré un poco tarde a esa entrevista de trabajo.

Lucho, lucho y lucho hasta que salgo disparada como tapón de champagne en un brindis de bodas. Apenas puedo sostener el capuchino lejos de mi pulcra, y recién comprada, blusa de negocios. Tenía que vestirme para la ocasión y Beca no me permitió escatimar en gastos. Según ella, la primera impresión siempre contaba con predominio del noventa por ciento en una entrevista de trabajo, luego habló sobre riesgos percápita, y después dejé de escuchar cuando usó la palabra «cesantía» y todo se convirtió en números rojos sobre mis cuentas de banco.

Amo vivir con una economista tan brillante como ella, pero a veces nuestras auras chocan y yo como que titilo y me fundo cual bombilla sobreexplotada.

Tomo el móvil y veo la hora. Me quedan diez minutos antes de la entrevista. Si empezó a correr y Dios está de buen humor, seguramente llego a tiempo.

Pero al parecer Dios no está de buen humor conmigo, porque giro y choco con un cuerpo grande y duro; el café se me derrama sobre el pecho y mi blusa blanca de «primera impresión» queda estropeada.

Abro la boca bien grande y me esfuerzo por apartar la tela mojada de mi piel. Quema como el infierno y estoy segura de que van a salirme ampollas en el pecho después del accidente, pero eso no es lo que me hace arder en ira.

Es la persona que lo ocasionó.

Es el pervertido de la cafetería.

—¡Lo siento mucho!

—¡Esto quema! —maldigo entre dientes y lucho por apartar la tela de mi piel.

El pervertido luce apenado y hasta un poco preocupado, pero me quedan nueve minutos para llegar a la entrevista. No tengo tiempo para simpatizar con nadie. Menos con un degenerado.

—¡Esto quema! —repito, dándole al pervertido el envase del café para usar las manos en pinza y alejar la blusa de mi piel.

—Quítatelo —propone de pronto. Solo se da cuenta de lo que acaba de decir cuando mi mirada fulminante le deja claro que eso no va a pasar jamás y aclara—: En serio lo siento, mira... toma. —Me tiende dos billetes de cien dólares y espera—. Ve y cómprate algo que lo compense...

—Tengo una entrevista de trabajo en ocho minutos —el pánico se refleja en mi voz. Apenas soy consciente de que ni corriendo rápido podré llegar a tiempo.

—Nadie se fija en el pecho de sus empleadas y, si lo hacen, siento pena por el pobre tipo que se atreva a hacerte sentir incómoda —se silencia cuando mi mirada lo atraviesa como una daga envenenada—. Lo siento, te daría mi camisa, pero...

—¡Qué buena idea! —No, la verdad es que no lo creo ni por un segundo, pero no tengo muchas opciones. No puedo perder el tiempo buscando ropa y tallas decentes entre las tiendas, y ni hablar de las filas para pagar en la registradora.

Siete minutos.

Tiro del brazo del pervertido y lo guío por la calle, mientras busco un callejón fuera de la vista de los transeúntes.

—¿Qué crees que estás haciendo? Era una oferta retórica.

Encuentro un callejón sin salida, de esos que quieres evitar al volver a casa por la noche y que apestan al mismo infierno. Tiene un enorme contenedor de basura que cubrirá buena parte de mi cuerpo si me inclino un poco.

Empujo al pervertido adentro e inspecciono la parte trasera del contenedor colectivo. Está libre.

¡Perfecto!

—Quítate la camisa —le digo mientras me desabrocho los botones del frente.

Pero el hombre no parece ser de los que siguen ordenes con facilidad, lo cual me viene bastante mal ahora mismo. ¿Por qué no pude toparme con un bajito sumiso que me cediera hasta los tenis? Él, en cambio, cruza los brazos sobre el pecho y arquea una ceja con fastidio.

—¿Ahora quién se está pasando de lista?

—Escucha, tengo seis minutos para llegar a mi entrevista de trabajo y voy a hacer lo que sea por conseguir ese empleo, así tenga que arrancarte la camisa a tirones, así que tú decides. —imito su gesto desafiante, cruzando los brazos sobre el pecho y arqueando la ceja.

Pero yo no tengo el efecto deseado, contrario a eso, el pervertido vuelve a tomar el mal camino y clava la mirada en la abertura de mi blusa, deteniéndose en mi sostén blanco.

Que ahora es café.

—¿Necesitas algo ahí abajo? —cuestiono a nada de echar fuego por la boca.

Él niega con la cabeza y señala mi sostén con un movimiento fugaz.

—No va a funcionar. Estás empapada. Se te va a marcar la ropa interior con mi camisa blanca. Es una mala idea. —Niega—. Puedo darte mi saco y, si lo cierras por delante...

—No voy a tomarlo. ¿Qué haré si me piden dejarlo en la entrada?

—Nadie va a pedirte que le des el saco, no es una película de los ochenta.

Tal vez, pero yo no me pienso arriesgar con este trabajo.

—Dije que no. Si se ensucia es mi problema, ahora haz la buena acción del día, redime tus errores y quítate la camisa.

No suelo ser tan mandona, pero tengo cinco minutos para llegar a la entrevista, me falta recorrer un camino de diez minutos y en la cafetería ya me habían dejado los nervios estirados.

Y me he quedado sin café.

El pervertido rueda los ojos, pero accede. Con una lentitud para darle con los tacones en la cara, se deshace del saco negro que se le amolda tan bien y comienza a desabrocharse la camisa frente a mí.

¡Dios del cielo! ¡Santo señor de los torsos bronceados! ¡Amo y rey de los pectorales! ¡Qué demonios tengo adelante!

Mi mirada recorre lentamente el torso desnudo del pervertido y tengo que morderme el labio para no sonreír como una idiota... O quedar como una pervertida con el pervertido, nada menos.

Termina de desabrochar la camisa y comienza a deshacerse de ella, es entonces cuando decido que desviar la mirada hacia la calle es mi mejor opción. En todo caso, es la más segura para el orgullo.

—Espero que en serio te den ese trabajo —masculla malhumorado, antes de entregarme la camisa blanca a regañadientes.

—Date la vuelta —le ordeno cuando tengo la camisa en las manos—. Necesito que alguien cuide la entrada.

—¿Quién va a querer rodear un basurero?

Sonrío fingiendo inocencia y respondo:

—Un pervertido.

Me fulmina con la mirada, pero gira, cruza los brazos y dirige la vista hacia la calle como un buen soldado. Me recuerda a cierto hombre lobo en aquella película de vampiros. Siempre fui team Edward, pero viendo esa espalda maciza ya me lo estaba cuestionando. Seguro mi yo de hace diez años estaría tirándome de los pelos. Sin ir tan lejos: yo ya estaba tirándome de los pelos por perder el tiempo babeando sin cubeta.

—Sabes, también tengo una entrevista y voy a llegar tarde.

Me deshago de la blusa y se la arrojo al hombro por el simple placer de molestar. Creo que tengo un poco de derecho a tomarle el pelo. Me lo debe después de haberme causado quemaduras de primer grado y poner en riesgo mi entrevista de trabajo.

—Te dije que el karma existía. ¡No mires! —digo cuando lo pillo observando de reojo.

¡Mira que espiar a un desconocido cuando se está cambiando!

Comienzo a abrocharme su camisa y me abruma un delicioso aroma masculino. La mayoría de los hombres con los que había intentado salir usaban perfumes que me recordaban a los de mi padre y mis hermanos, matando todo el amor que algún día pudo funcionar, pero esta camisa huele diferente. Huele a hombre y no a familia.

Aliso la falda de tubo que elegí porque me marca las curvas y encuentro una horrible mancha en el vientre bajo. Por puro instinto, mi mirada aterriza sobre el pantalón del pervertido donador, pero descarto la idea de inmediato. Tiene unas piernas demasiado largas, así que sopeso que tendré que usar la falda manchada, pero al menos el accidente ya lo se ve tan desastroso.

Mientras me palpo las caderas detecto un nuevo problema: la camisa es enorme y me queda holgada a pesar de que lucho por ocultarla debajo de la falda. Odio tener que pedir ayuda, pero no tengo más opción.

Me quedan dos minutos.

—Necesito ayuda —confieso con frustración y un poquito de vergüenza añadida, dejando que el pervertido gire y me vea con su camisa hecha bulos entre la falda.

Debo tener un aspecto ridículo. Él parece atragantarse con su propia lengua y prefiere desviar la mirada, mostrando solo una sonrisa boba. Al menos tiene la decencia de no echarse a reír ahí mismo porque seguro me termina de reventar lo que me queda de autocontrol.

—Qué bueno que te diviertas —le digo malhumorada—. Sé que esto se ve mal, pero si me ayudas a apretarlo haciendo un nudo por detrás se verá mejor. Solo tengo que evitar darle la espalda al jefe y todo estará hecho.

Pan comido. El pobre tipo ni siquiera lo va a notar. Lo tengo todo bajo control.

Me indica con un gesto que le dé la espalda y comienza a desabrochar la falda para meter la blusa, pero se detiene a tiempo y carraspea.

—¿Puedes sacarla tú misma? —me pide—. No quiero que pienses que soy un pervertido que está tratando de aprovecharse de tu precaria situación.

Ruedo los ojos y comienzo a sacar la camisa a tirones. Cuando queda libre, él empieza a anudarla por detrás.

—¿En serio se ve tan mal?

—Parece que acabas de despertar en la cama de un hombre de dudoso honor. ¿Por qué no le dices la verdad a tu jefe? Tuviste un mal día, todo el mundo los tiene de vez en cuando.

—Ni hablar —descarto—. El trabajo es en una de esas empresas estiradas donde los jefes son unos maníacos de la puntualidad, usan palabras como «efímero, superfluo o inefable» solo para sentirse superiores a los demás; te hacen preguntas sobre política o el precio del dólar, mientras pasan sus llamadas a la línea de espera para hacerte creer que tienes todo su tiempo, pero, en realidad, solo están pensando en esa mala noche de sexo con su esposa y cómo compensarlo.

Seres frustrados. Se veía a kilómetros. Los conocía bien. Venía de su mundo.

—Vaya. —Sus manos comenzaron a tocar la parte baja de mi espalda mientras sus nudos se apretaban cada vez más cerca—. Esos son muchos prejuicios juntos.

—Confía en mí, pervertido, sé de lo que hablo.

—No soy un... ¿Sabes qué? No importa —El nudo que está formando se aprieta fuerte y me hace brincar. Apenas alcanzo a detenerme del contenedor de basura para mantener el equilibrio.

—¡Con cuidado! —gruño mientras compruebo si me es posible tomar aire con ese apretado nudo.

Él, en cambio, se da a la tarea de abrochar la falda desde atrás. No puedo evitar estremecerme cuando sus dedos recorren la curva de mi cintura. Pero bueno, es que el tipo tampoco está para pedirle nada a Eros y yo no soy de piedra, no lo trago ni con agua, pero sigo siendo una mujer.

¡Dios, Danya, control!

—Listo.

Respiro hondo... Y me arrepiento al instante. El contenedor de basura apesta.

—¿Y qué tal?

No contesta de inmediato. Estoy consciente de que debe estarme dando un buen repaso, pero salvar mi orgullo no me urge tanto como salvar mi economía, así que me quedo calladita en espera de su respuesta.

—Pues desde aquí parece que tienes una hernia discal.

Ruedo los ojos.

¡Al diablo! Nadie tiene que verme por detrás.

Con seguridad y odio renovado, giro hacia él y lo enfrento. Tengo en la garganta un nudo de palabras que me he estado guardando desde que sentí sus manos en el trasero. Las merece todas, pero no me alcanza el tiempo (ni la vida) para darme rienda suelta, así que me limito un poco.

—Gracias a ti llegaré tarde a mi entrevista, te daría las gracias por la camisa, pero me la debes, así que solo te dejaré ir primero y espero no volver a verte nunca más.

Pero él no me mira a mí. Parece demasiado ocupado viendo algo fijo detrás de mí.

—¿Qué tan malo es ser arrestado por desnudarte detrás de un contenedor de basura? Del uno al diez.

Frunzo el ceño.

—Como un veinte, ¿por qué?

Sigo la trayectoria de su mirada y encuentro a un oficial de policía golpeando la porra contra la palma de su mano, mirándonos con desaprobación. Es entonces cuando caigo en cuenta de que el extraño detrás de mí está medio desnudo y yo todavía tengo un par de botones abiertos.

¡Mierda!

Ante mí, se abre un decadente índice de posibilidades y no tengo mucho tiempo para tomar una buena decisión.

Puedo seguir el consejo del pervertido y decirle la verdad al oficial, cruzar los dedos porque fuera un buen hombre, entendiera la situación y nos dejara ir con una pequeña advertencia.

Pero eso requiere tiempo.

Y yo ya no lo tengo.

La segunda opción es la más rápida, aunque también es la más ruin e inmoral y seguro que hasta un poco ilegal, pero me ahorrará tiempo y en serio necesito ese empleo.

Entonces tomo mi decisión. Me vuelvo hacia el hombre detrás de mí y le estampo la palma contra la mejilla, tratando de no ser tan dura. No sé si lo logré, pero no me quedo a comprobar su reacción.

—¡Qué demonios...!

Llego hasta el oficial, niego con la cabeza y finjo un puchero compungido.

—Este es un mundo muy cruel —sollozo al pasarlo de largo y retomar mi camino hacia la empresa.

El oficial intenta detenerme, pero tiene que desistir para contener el cuerpo desnudo del hombre del callejón, que intenta correr hacia mí con demasiada indignación en la mirada.

Bueno, ¿qué? De todas formas se lo merecía, tocar a las personas sin su consentimiento está mal. Una bofetada era una bendición comparada con lo que le habría hecho de tener un poco más de tiempo libre.

—¡Espera! —me grita el hombre antes de ser detenido por el oficial.

Giro y señalo mi reloj con la mano libre y luego le pido disculpas uniendo las palmas al frente. Sé que me he pasado con lo de dejarlo solo con el poli, pero espero que algún día pueda perdonarme. O tomarlo como un mano a mano.

Comienzo por correr a toda velocidad en la acera, antes de que el oficial se dé cuenta de mi engaño y me haga volver. Escucho cómo pide refuerzos porque necesita una declaración oficial, pero para cuando termina yo ya he dado la vuelta y no demoro nada en coger un taxi.

Ya es tarde, pero todavía puedo dar una buena excusa. El cielo es el límite para los engaños piadosos.

Y eso a mí se me da bien.

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