4. Girasoles

Muy a nuestro pesar, las conversaciones acerca de velos y anillos nos persiguen a lo largo del día.

—¿Habéis hecho ya la lista de boda?

La pregunta de Alana nos pilla a Sam y a mí a punto de probar unos pequeños canapés hojaldrados de atún. Tanto ella como Mickey habían decidido quedarse el fin de semana en el Deluxe, uno de los mejores hoteles de Boston, antes de mudarse a sus respectivos apartamentos. Lo que ninguno de ellos sabía es que también es el hotel más antiguo de la ciudad: no hay ascensores, y los sofás en los que estamos disfrutando del tentempié previo a la cena tienen más años que Matusalén.

—¿Lista de boda? —preguntamos ambos a la vez. La confusión de Alana es más grande que la nuestra al ver que no sabemos a qué se refiere, y le echa una mirada a Mickey, el cual está derrumbado a su lado en el sofá de enfrente. Aunque estamos en medio de la recepción del hotel, Mickey lleva unas gafas de sol que ocultan sus ojeras; el desfase horario le afectó bastante, y tiene unas migrañas terribles que le impiden unirse a la conversación.

—¿Lista de boda? ¿Qué coño es eso? —le susurro a Sam.

—Creo que tenemos que escribir las cosas que queremos que nos regalen —responde en voz baja.

—¡Pero eso es ridículo! —grito en susurros. El carraspeo de Alana hace que le dedique una sonrisa forzada antes de engullir mi canapé, y seguir a lo mío—. Afí los regalof no tienen gracia, ¿o ef que en los cumpleaños también fe pide lo que uno quiere?

—Jen, traga. Y esto no es un cumpleaños, es una boda.

—Lo sé, lo sé, pero... ni siquiera hemos hecho la lista de invitados —digo, horrorizada, al caer en la cuenta de todo lo que nos queda por organizar.

A pesar de la naturaleza calmada de Sam, mi nerviosismo sumado a la cháchara mañanera de mi madre consiguió afectarle, y se come su canapé de un bocado. Lo más probable es que Sam tuviera una idea completamente diferente para la boda, algo íntimo y discreto.

Ahora, esa idea se está desmoronando.

—Dios, me estáis matando —dice Mickey, masajeándose las sienes—. La boda es en mayo del año que viene, ¿correcto? Aún quedan casi nueve meses, ¡relajaos! Yo me preocuparía más por estar viviendo con mis suegros, y por encontrar curro, Sam.

La camarera que antes trajo los canapés llega con una bandeja de licores y vinos. Mickey es el único que se anima con una copa de champán, mientras sigue quejándose de lo mucho que le duele la cabeza. ¡Menudo cuentista!

—Mañana empezaremos a buscar apartamentos, tengo algunos ahorros —explica Sam—. Respecto al trabajo, un amigo me ayudó a preparar un currículum. Voy a...

—¿Encontrar algo pronto? —le corta Mickey—. Permíteme dudarlo. Esto no es Haggerston. Mi padre me ha dicho que encontrar trabajo en Boston sin enchufe es como intentar meter dos hipopótamos en un mini. ¡Sencillamente imposible!

El descorazonador discurso no consigue hundir la motivación de Sam, ya que incluso está dispuesto a retroceder un escalón profesionalmente aceptando un puesto de friegaplatos. Cualquier trabajo sirve, con tal de reducir esa pila de facturas imaginarias que nos ha llenado la cabeza, y que pronto saldrá por nuestras orejas. Alana le lanza una mirada reprobatoria a Mickey, en un escenario donde los buenos se han unido contra el villano cuyo único pecado es soltar dolorosas verdades.

—Para ti es fácil decirlo. ¡Si no fuera por tu querido papi, no habrías sido admitido en el bufete! —exclama Alana. Mickey rueda los ojos, dándole un sorbo a su copa—. Sam necesita nuestro apoyo, ¿y qué haces tú? Pasearte por un hotel de cinco estrellas como una diva, bebiendo champán.

—Mirad, no he dicho nada malo. ¡Solo la verdad! La pequeña estará de acuerdo conmigo. —Acaricio la rodilla de Sam, apretando los labios; ambos sabemos que Mickey tiene razón. La realidad es que, hoy en día, incorporarse al mundo laboral sin contactos es muy complicado. Ajeno a que su discurso sonó a regodeo, Mickey coge uno de los mini sándwiches de la bandeja y se reclina en el sofá—. Pero yo puedo ayudarte, Sam. Hablaré con mi padre, conoce a un tipo que puede darte trabajo.

Sam y yo compartimos una rápida mirada.

—¿Qué trabajo? —pregunta Sam, sin fiarse del todo. La sonrisa de Mickey no desaparece mientras le da un mordisco al canapé.

—Ya lo veréis —aclara con la boca llena.

Todo el misticismo con el que estaba hablando desaparece cuando se atraganta con la comida y tose descontroladamente: el karma quiso que se comiera un canapé con extra de salsa picante.

Las caóticas calles de Boston no descansan, incluso un domingo por la mañana. Hay un motivo por el que la mayoría de la gente va a pie o usa el transporte público, el cual resulta evidente cuando Sam intenta cruzar un paso de cebra; ignorando cualquier prioridad de los peatones, un todoterreno casi le atropella y desaparece dejando una nube de humo tras de sí. Sam tiene que aprender que, en esta ciudad, los conductores son los depredadores más peligrosos.

Suerte que soy una experta moviéndome por aquí. La clave está en esperar a que haya un pequeño atasco y avanzar entre los coches que esperan impacientes a arrancar de nuevo. En palabras de Brandon: "Si aprendes a conducir en Boston, podrás conducir en cualquier parte, ¡incluso en Roma!". Guío a Sam por la ciudad colmada de preciosas casas y monumentos, erigidos sobre aceras de adoquines. Es difícil encontrar un rincón donde no haya un recordatorio de la importancia de Boston en la Revolución de los Estados Unidos.

Mickey nos espera cerca del Boston Public Garden, frente a una cafetería en la que nunca estuve antes; su exterior acristalado me hace sospechar que se trata de uno de esos establecimientos en los que un mísero café te cuesta un ojo de la cara. Una vez entramos, la lista de precios dibujada en el pizarrón confirma mi teoría.

La cafetería Sunflower está hecha para gente pija.

Los techos son altísimos, el suelo de parqué se extiende hacia una escalera de caracol que da al segundo piso, donde la mayoría de clientes disfruta de su desayuno. En la pared de la izquierda hay un mural de un campo lleno de girasoles, y frente a nosotros, un joven trabaja tras la barra de mármol, bastante ajetreado. Mickey camina por el lugar como si fuese el dueño, y le llama para que nos atienda.

—¿Nos preparas una mesa para tres arriba?

El camarero es delgado, de facciones duras, y tez bronceada. Sus ojos verdes, prácticamente escondidos bajo su flequillo de rizos castaños, se clavan sobre los recién llegados, manifestando el desagrado que los aires pomposos de Mickey le provocan. Por la cara que está poniendo, diría que no son conocidos.

—Arriba está completo, tendréis que quedaros abajo —dice el chico, retomando sus tareas. Un par de clientes acababan de bajar y de dejar su mesa libre, por lo que Mickey (algo molesto) se apoya en la barra y le dice algo que no llegamos a escuchar: sea lo que fuere, consigue que el camarero deje de limpiar tazas y se retire a la cocina a preguntarle algo a la cocinera. Unos pocos minutos después, los tres estamos sentados arriba, en una de las mesas contiguas a la barandilla desde donde se puede ver todo el amplio local.

—Parece un sitio guay —comento, todavía estudiando la decoración. Sunflower está a quince minutos andando desde el apartamento de mis padres, y aunque es bastante modernillo, el ambiente es tranquilo y agradable: en resumen, un buen sitio para trabajar—. ¿Tú qué opinas?

No necesito respuesta: la sonrisa de Sam me indica que el sitio le ha fascinado.

El camarero regresa con dos cafés con leche y un té, momento que Mickey aprovecha para hacer las debidas presentaciones.

—Chicos, este es Matthew. Matthew, estos son Sam Záitsev y...

—¿Qué es lo que quieres? Estamos hasta arriba de clientes —le corta Matthew. Todos nos miramos, algo incómodos. La palabra "vacante" repele tanto al camarero, que retrocede un paso en cuanto Mickey la menciona.

—Estoy bastante seguro de que os hace falta otro camarero. ¿O acaso no estáis "hasta arriba"? Mi colega Sam se acaba de mudar a Boston, ¡necesita un trabajo! No serás tan despiadado como para negárselo, ¿verdad?

—Mickey... creo que deberías dejarlo —dice Sam, avergonzado, pero este le ignora.

—Ha viajado desde Rusia. ¡Desde Rusia, Matt!

—Matthew —le corrige el camarero.

—Eso, Matthew. ¿Tú sabes lo que es viajar desde tan lejos, y mudarse a una ciudad desconocida, totalmente desamparado? Sam y Jenna están a punto de casarse, ¡y no tienen ni un duro!

Estoy muy cerca de darle una patada a Mickey por debajo de la mesa. Si pudiera, cogería una tijera muy afilada y le cortaría la lengua. Sin embargo, al escuchar mi nombre, Matthew desarruga el ceño y se queda mirándome, hasta el punto de provocarme un extraño escalofrío. ¿A este tipo qué le pasa?

De repente, el camarero interrumpe el parloteo de Mickey.

—Ni hablar. Buscad trabajo en otra parte.

Su tajante respuesta nos deja helados. Matthew se marcha por las escaleras, apretando la bandeja en la que trajo las bebidas, y Mickey va tras él, no sin antes dedicarnos una de sus sonrisas torcidas; lo de que podía conseguirle trabajo a Sam probablemente fue uno de sus faroles.

—Vas a hacerle un agujero en la cabeza.

El comentario de Sam me saca de mis pensamientos. Estaba asomada a la barandilla, viendo cómo Matthew ignora las súplicas de Mickey. Deberíamos bajar y detener el numerito que está montando.

—¿No lo has notado? —inquiero girándome hacia él—. Ha sido súper borde.

—Tal vez sea tímido, o haya tenido un mal día. Después de todo, le pusimos en un aprieto —deduce Sam, recolocándome un rizo que mi diadema dejó escapar antes de acariciarme el pelo como suele. El tranquilo ambiente de la cafetería se rompe junto con una taza que cae al suelo en el piso de abajo, y Sam y yo nos asomamos a la barandilla, alarmados.

Algunos clientes se levantaron de sus sillas, pegando gritos, mientras que Matthew se subió a la barra en un intento por alejarse del perro que se coló en el local y que ahora anda suelto, provocando el caos a su alrededor.

—¡Que alguien lo coja, joder! —grita él, aterrorizado. Mickey consigue agarrar la correa que iba arrastrando, pero el animal es mucho más fuerte. Matthew se pone a soltar una indecente cantidad de barbaridades por la boca, mientras que el perro está a dos patas, pasándoselo pipa al intentar alcanzarle—. ¡¡Soy alérgico a esas cosas!!

Algo hace clic en el cerebro de Mickey y, con una sonrisa maliciosa, suelta la correa.

Es un acto de maldad que no debería aprobar, pero para qué mentir, en el fondo disfruto de los chillidos de Matthew, principalmente por su desagradable actitud hacia nosotros.

Ah, pero Sam... Sam es un superhéroe sin capa que no duda ni un segundo en bajar corriendo; es tan fuerte que solo le hace falta una mano para sujetar la correa y restaurar la paz en la alborotada cafetería. Una paz que duraría poco, claro está, si Sam decidía soltar a la bestia de nuevo, y Matthew no estaba dispuesto a tomar ese riesgo.

Su habilidad de encantador de perros sirvió como su carta de presentación. Ni siquiera hizo falta currículum. Sam y Matthew se dan un apretón de manos, sellando la promesa de mantener una charla al día siguiente para considerar su incorporación a la cafetería.

Debería sentirme muy feliz por Sam: lo más probable es que consiga el trabajo, y podré venir a visitarle todas las tardes después de salir del bufete. Pero, al despedirnos, Matthew me lanza una mirada afilada que me revuelve las entrañas, provocándome un sentimiento desconocido que se intensifica cuando sus ojos verdes se posan sobre mi anillo de compromiso.

Quizás Matthew me traería más de un problema.


***

Matthew ha aparecido... y sí que va a traer problemas 👀 

¡Hola, ricuras! Aquí vengo con el capítulo de los viernes, espero que lo hayáis disfrutado mucho 🤗❤️ Jen empezará a trabajar en el bufete, y las sorpresas no paran...

Este capítulo se lo dedico a  @Celestia25 por sus preciosos comentarios, espero que te esté gustando mucho la historia. Gracias a todos los lectores, me hacéis muy feliz jo 🥺

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Nos vemos el viernes que viene, ¡besitos, ricuras!  ☕❤️



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