1. Diez llamadas perdidas
Ojalá pudiera decir que, después del largo tiempo que ha pasado, todos mis sueños y objetivos en la vida están a punto de cumplirse, y que, en definitiva, soy muy feliz.
Lamentablemente, ese no es el caso.
Y estoy harta. Aunque esta vez, no estoy harta de mis padres, sino de la situación en la que me han metido, y de la que ya es muy tarde para escapar.
Hace cuatro años, me fui de Boston (mi ciudad natal) para estudiar Derecho en la London's Central University. Brandon y Alicia ansiaban ver a su única hija estudiar en la aclamada universidad de Harvard, y estaban en contra de mi partida, pero la persuasión propia de la familia corre por mis venas, por lo que, al final, pude marcharme a Inglaterra. Eso sí, con la condición de que volvería a Boston para unirme a la plantilla del bufete de abogados Russell & Rose, el negocio que mis padres construyeron poco después de casarse.
Nuestro trato no solo me ayudó a huir de la agobiante jaula en la que me tenían presa, custodiada por sus altas expectativas, sino que también me permitió descubrir el lugar donde mi mejor amiga y yo anhelábamos estudiar juntas: la entrañable ciudad de Londres. Se trataba de una urbe por la que Annie sentía una fascinación que expresaba en forma de dibujos hechos a lápiz con un grandísimo talento. Guardé los recortes de todos sus dibujos en un cuaderno, el cual se convirtió en mi tesoro más preciado; de esa forma, siempre llevaba a Annie conmigo, aunque ella hubiera dejado el mundo cuando teníamos catorce años.
Escogí venir a Londres buscando el perdón. El perdón de Annie por no haber sido capaz de evitar su suicidio, y también mi propia redención por haber caído a lo más bajo, marchitada dentro de las cuatro paredes de mi cabeza, que me impedían distinguir la luz del sol a través de la oscuridad que me engulló. Creía que, una vez estando en Londres, podría mirar al cielo y hablar directamente con Annie; podría decirle: "Mira donde estoy. Ojalá estuvieras aquí conmigo". Pero aquello no sucedió y, en su lugar, me di cuenta de que abrirme a nuevas personas me ayudaría a salir de mi escondite y a limpiar todos mis recuerdos emborronados por el dolor.
Mi estancia en Londres no fue como la había imaginado. Pasaron tantas cosas, que siento que mi vida entera estaba escrita en un papel que fue doblado para que cupiese en una estrecha rendija.
Redescubrí la amistad, y encontré un amor que jamás pensé sentir o incluso comprender. Un amor que creció poco a poco, hasta que se apoderó de mi alma como una planta enredadera; sus raíces estaban enterradas en lo más profundo de mi ser, asegurándome que jamás sería arrancado por la distancia o cualquier adversidad que agitase nuestras vidas.
Sam Záitsev era el camarero de la Facultad de Derecho. Un hombre de los bajos fondos del este de Londres, perseguido por rumores que lo vinculaban a peleas callejeras, y una larga lista de barbaridades, cada cual más terrible que la anterior. Su cabello rubio apagado caía sobre sus cejas siempre fruncidas, su antebrazo derecho escondía un tatuaje escrito en ruso, y sus miradas causaban pavor. Sam tenía un físico atractivo, pero se veía mermado por el aura intimidatoria que le rodeaba, y su considerable tamaño. Por muy absurdo que suene, ¡más de un estudiante creía que el camarero aplastaría la cabeza de quien le pidiese un café!
No tuve miedo de acercarme a él con la intención de corroborar aquellos rumores, porque a fin de cuentas, yo sé muy bien lo que es ser juzgado y señalado por la gente; mi facilidad para soltar las verdades que nadie se atreve a decir (o más bien, que nadie quiere escuchar) no es de buen gusto para muchos.
Aquella insolente pregunta pilló desprevenido a Sam, sobre todo viniendo de una chica que solo le había dirigido la palabra para pedirle cafés con leche. Digamos que nuestra amistad no comenzó con bien pie, porque él tampoco se mordió la lengua y me dijo lo que pensaba de mí. Para mi sorpresa, el camarero callado con cara de malas pulgas era un hombre humilde que se dejaba la piel todos los días en el trabajo; la vida le dio muchos golpes, y él se defendió con golpes aún más fuertes, perdiéndose en el camino de la ira por el abandono de su tío Viktor, y la tristeza por la separación de su madre.
Sam no estaba avergonzado de haber vivido en las calles, de pelear por dinero como un perro rabioso, o de haber sido sentenciado a dos años de cárcel. Él se negó a arrancar esas páginas del libro de su historia, porque aquellos eventos le hicieron más fuerte: sin ellas, Sam no sería Sam.
Antes de que me diera cuenta, me enamoré de él. Sam y yo permanecimos juntos, amándonos y cuidándonos, en una promesa que fue sellada cuando, el día de mi graduación, se arrodilló frente a mí y me preguntó: "Jenna Rose, ¿querrías... casarte conmigo?".
Su petición me dio las fuerzas que necesitaba para enfrentarme a mis padres, y me sentía invencible. Lograría quedarme en Londres junto a Sam, encontraría un trabajo aquí, mientras que reuniríamos el dinero suficiente para comprar un local y cumplir su sueño de abrir su propia cafetería. Comenzaríamos nuestro futuro juntos, ¡formaríamos un nuevo hogar!
Todo eso sonaba muy bien en mi cabeza.
—Estimados clientes, les recordamos que las salidas de los aviones no serán anunciadas por los altavoces. Procuren estar en su terminal antes de la hora de embarque. ¡Buen vuelo!
Avanzo lentamente por los suelos relucientes del aeropuerto de Heathrow; el repiqueteo de las ruedas de la maleta que voy arrastrando me tiene ensimismada. A mi alrededor, la gente revolotea por el aeropuerto con prisa, en busca de un panel de información que les indique la terminal a la que deben dirigirse. Son casi las diez de la noche, y me espera un largo viaje de ocho horas a través del océano Atlántico, hasta llegar a Massachusetts.
Diviso el puesto donde la gente está facturando su equipaje, y me detengo al final de la cola formada frente al mostrador de la aerolínea American Airways, con mi pasaporte y billete en la mano. Tardamos tanto en avanzar, que decido sacar el móvil de mi chaleco acolchado largo para comprobar si tengo alguna llamada o mensaje. Nada. Pego un largo suspiro y, todavía con un resquicio de esperanza, giro la vista hacia las puertas de cristal de entrada al aeropuerto.
Sam no ha venido a despedirse de mí.
Dudo un momento, y pruebo a llamarle por décima vez. El contestador me sienta como una bofetada, así que no me queda más remedio que dejarle un mensaje de voz.
—Sam, soy Jen. Ya estoy en el aeropuerto. Solo quería saber si al final vas a venir, estoy un poco preocupada. Llámame cuando puedas, ¿de acuerdo?
Ayer no nos vimos, ya que estuve haciendo la maleta, y vaciando mi apartamento, mientras que Sam alegó estar demasiado ocupado con un asunto del trabajo. Habíamos quedado en que vendría al aeropuerto a despedirse de mí, pero todavía no ha llegado, y debo entrar a la zona de embarque dentro de quince minutos. Solo espero que no le haya ocurrido nada malo...
—¿Oiga? ¿Señorita?
La voz de la mujer que está tras el mostrador me saca de mis pensamientos y pego un respingo.
—Oh, sí. Perdone —me disculpo antes de darle mi pasaporte y billete. Mientras le echa un vistazo a mi documentación, pongo mi maleta sobre la cinta de transporte para facturarla, y ella le coloca una etiqueta con el código de Boston.
Para hacer tiempo, merodeo cerca del control de seguridad, mirando escaparates de joyerías carísimas donde no tengo ni la más mínima intención de entrar. Los dueños de las tiendas deben de pensar que planeo robar algo. Como no recibo ninguna contestación de Sam, estoy cada vez más ansiosa, y el recordar el ultimátum de mi madre no me ayuda a calmarme.
"Jenna Rose. Nos hiciste una promesa. Ni se te ocurra faltar a tu palabra".
Alicia estaba fuera de sí, nunca la había visto perder los papeles, y lo hizo en cuanto recibió la noticia de la boda. Para ella, la propuesta de matrimonio era un intento de Sam por sabotear mi futuro como abogada, como si no fuera a encontrar trabajo en cualquier otro sitio que no fuera Russell & Rose. Brandon trató de razonar con el dragón enfurecido que tenía por esposa, pero resultó inútil. Después de la graduación en julio, me dio un máximo de treinta días para regresar a Boston.
Si por mí fuera, rompería el billete de avión y me encerraría en el apartamento de Sam, sin importarme que Alicia llamase a las fuerzas especiales, con el objetivo de recuperar a su hija en huelga y arrastrarla al bufete en el que tanto ansiaba verme trabajar. Le dije a Sam que faltaría a la promesa que le hice a mis padres, aun siendo consciente de que aquello pondría en peligro nuestros lazos familiares. Sin embargo, para mi sorpresa y decepción, él le dio la razón a mi madre.
"Jenna... yo no soy quién para separarte de tus padres. Si ellos quieren que te vayas con ellos, no te retendré aquí"
Yo estaba dispuesta a luchar contra la tormenta que se nos venía encima, y el hecho de que Sam se rindiera antes de tiempo me dio que pensar. Si yo iba a ser la única que sostuviese el refugio que nos resguardaría, ¿durante cuánto tiempo podría aguantar sola? Fue muy descorazonador ver lo fácil que cedió ante la presión de mi madre, quizás en un intento por complacerla, pero si el precio a pagar sería tener una relación a distancia cuando a penas empezamos a planear la boda, diría que su sacrificio nos salió muy caro.
Dejo de dar vueltas frente a los escaparates, y me doy cuenta de que no va a venir. Posiblemente, Sam estaba evitando un último encuentro entre nosotros para hacer más fácil la separación; no sería impropio de él, ya que tiene una percepción de lo que es correcto implantada en su cerebro que le obstaculiza actuar por instinto, o ceder a su lado más vulnerable. Pero en este caso, está fuera de lugar que me haya dejado plantada en el aeropuerto para ahorrarme "más sufrimiento".
Sufrimiento es lo que le haré sentir yo cuando le vea de nuevo, en forma de patada en los...
—Señorita, los zapatos también. —Uno de los guardas me indica que me descalce para pasar por el arco de seguridad, así que me quito las deportivas y las dejo al lado de mi chaleco en la bandeja lateral. Menos mal que llevo calcetines. Al atravesar el detector de metales, la máquina comienza a pitar—. ¿Tiene algún accesorio puesto? —me pregunta con autoridad. Parece una broma cruel del destino que, cuando intento quitarme el anillo de compromiso, este se niegue a salir de mi dedo.
—Vamos, vamos... —mascullo haciendo fuerza.
—¿Necesita ayuda? —insiste el guarda, impaciente por la tardanza.
—No, no se preocupe. —Mi dedo anular parece una salchicha de lo rojo que está, y sigo retorciendo el anillo hasta conseguir sacarlo con tanto ímpetu, que sale volando por los aires. El aro plateado rueda a través del suelo hasta perderse más allá del área de seguridad, y hago el amago de correr tras él, pero el guarda me obliga a retroceder para repetir el control. Definitivamente, hoy no es mi día.
Con las deportivas y el chaleco en la mano, correteo por el aeropuerto en busca de mi anillo, como un perro desesperado al perder su pelota favorita; juraría que lo vi desaparecer bajo una de las muchas mesas donde la gente iba depositando sus bandejas tras pasar el control de seguridad. Los arcos que conforman el alto techo están cubiertos de luces que iluminan a la perfección cada recoveco del lugar, por lo que no tardaría mucho en encontrarlo... O eso espero.
Un hombre que estaba guardando su ordenador portátil en la mochila se aparta de la mesa en cuanto gateo a su lado, no sin antes echarme una mirada escandalizada, algo típico de los ingleses. Como no localizo el anillo, corro a por la siguiente mesa, cada vez más angustiada.
De repente, un leve destello capta mi atención y me inunda una ola de alivio. Jamás me habría perdonado el haber perdido mi anillo de una forma tan tonta; el momento en que Sam lo deslizó por mi dedo anular, con una expresión tímida y sincera, es demasiado especial para mí. Puedo ver el fino aro al lado de la pata que está pegada a la pared, y estoy muy cerca de alcanzarlo, pero me topo con un par de piernas en el camino.
—Disculpe, ¿podría moverse? —digo arrodillada bajo la mesa. El susodicho se hace a un lado y estiro el brazo, todavía sin poder llegar hasta el anillo. Debo acercarme más.
—Estimados clientes, les recordamos que mantengan sus pertenencias consigo en todo momento. ¡Buen vuelo!
—Eso intento —gruño por lo bajo, respondiendo al irónico mensaje de los altavoces.
—¿Te echo una mano? —pregunta el chico que se apartó antes. Apenas le he oído por el ruido de la gente y el repiqueteo de las maletas.
—No, déjelo.
—¿Seguro? —Pego un resoplido para retirar uno de los rizos cobrizos que caía justo por delante de mis ojos y, con un último esfuerzo, por fin logro alcanzar el anillo. Dios, menos mal. Vuelvo a ponérmelo en el dedo, y me giro para contemplar al extraño tan insistente, o más bien, sus pies.
—He dicho que no, gracias —digo en un tono cortante. Ya estoy lo suficientemente molesta como para que venga un tipo cualquiera a tocarme las narices. Sin embargo, sus zapatillas deportivas me resultan familiares.
—Está bien.
Su voz hace que mi corazón deje de latir. Reconozco ese acento tan cerrado, y me apresuro a salir agachada de debajo de la mesa. Él ya se alejó unos cuantos metros.
—¡Espera!
El chico rubio se detiene y se da la vuelta para mirarme. Ha venido... es él. Sam me sonríe cálidamente y se lleva una mano a un bolsillo de sus vaqueros; entonces, saca un billete de avión y lo agita ligeramente.
Él... ¿se viene a Boston conmigo? ¿Por qué no me dijo nada? Y yo que pensaba...
Todavía acuclillada, me quedo clavada en el sitio mientras él se acerca, guardándose el billete. Sam está frente a mí, con sus bonitos hoyuelos marcados sobre sus mejillas, su pelo peinado hacia atrás, y su típica camisa remangada. En su rostro se dibuja una expresión que denota cierta diversión.
—¿Estás haciendo sentadillas? —pregunta, mirándome desde arriba. Sam todavía se acuerda de cuando, en mi primer año de universidad, intenté espiarle en la cafetería y me caí de culo al suelo nada más ser descubierta. Mi excusa de las sentadillas no funcionó en aquella ocasión, y su referencia a la divertida anécdota no logra sacarme del trance, ni aplacar todas las emociones que me golpean. Estoy enfadada, confundida, pero sobre todo, increíblemente feliz.
Sam se agacha para quedar a mi altura, y me pellizca la nariz.
—¿Qué pasa, Jen? ¿No quieres que me vaya contigo?
—¿Por qué no me dijiste nada? —logro preguntar—. Te llamé mil veces, pensé que te ocurrió algo malo, o que no querías venir a despedirte. —Lejos de amedrentarse por mi enfado, Sam relaja la expresión, acariciando en silencio mi lado más vulnerable.
—Quería darte una sorpresa —explica con suavidad. Sam y sus dichosas sorpresas. Es inútil intentar resistirme a sus ojos castaños, y no tardo en tirar mis zapatos y chaleco para abrazarle con fuerza.
—¡Idiota! —exclamo, apretándolo contra mí—. ¡Idiota! ¡Idiota!
Sam me estrecha con firmeza, y me susurra al oído, calmando el torbellino de sentimientos que se arremolinaron en mi pecho. La gente que camina a prisas por el aeropuerto observa de reojo la escena, y yo siento que el mundo vuelve a girar, como si todo hubiese vuelto a su sitio.
En cuanto Sam me ayuda a levantarme, me doy cuenta de las consecuencias de su decisión.
—Pero... ¿y tu trabajo? ¿Y tu piso? —inquiero, angustiada. Sam tenía seis años cuando su tío se lo llevó de Rusia, y pasó los siguientes veinte en Londres. No solo es su hogar, sino que se trata de la ciudad en la que hizo nuevos amigos, y en la que trabajó duramente por un salario digno tras su estancia en la cárcel; nada le enorgullece más que el giro que logró darle a su vida, y el haberse ganado un techo bajo el que vivir, un coche, ropa, y la comida de todos los días.
—Tony no puso ningún inconveniente, aunque sé que me va a echar de menos. Y ya he vendido el piso, ayer cerré todo ese asunto.
Por eso estuvo tan ocupado.
—¿Y tu coche?
Ese es un tema delicado para Sam. Su viejo Rover Vitesse (el coche que le compró a su excompañero del restaurante chino) ocupa un lugar muy especial en su corazón, ya que puso mucho empeño en repararlo, y su pintura desgastada deja entrever las marcas de guerra que ambos comparten. Sam reprime un gesto de tristeza, y me aprieta las manos.
—Zhao tenía interés en recuperarlo. En el fondo, se arrepentía de habérmelo vendido.
—Estás loco —alcanzo a decir, todavía sin creerme que Sam lo haya dejado todo para venir conmigo.
—Ya no me queda nada en Inglaterra —responde con una pequeña sonrisa—. Si mi vida entera se marcha a Boston, ¿crees que la vería irse así sin más? —añade observándome con ternura.
No puedo evitar sonreír mientras las lágrimas se acumulan en mis ojos. Entonces, le rodeo el cuello y le beso. Este sentimiento es algo tan cálido, tan familiar... que ya no me veo capaz de vivir sin las marcas de amor que sus labios dejan sobre los míos. Cada vez que nos besamos, los fuertes brazos de Sam me sostienen con tanta facilidad que ni me doy cuenta de que estoy de puntillas.
En efecto, está loco. Pero yo también lo estoy, porque no pensaba quedarme mucho tiempo en Boston: en principio, hablaría seriamente con mis padres, porque debían respetar las decisiones que tomo como adulta, y regresaría a Londres para vivir con Sam, donde también celebraríamos la boda. Aunque no contaba con este cambio de planes en el último minuto, lo que importa es que estamos juntos.
La voz de los altavoces nos recuerda que debemos presentarnos a tiempo en nuestra terminal correspondiente, y me calzo a toda prisa, a punto de ponerme el chaleco del revés. Son las diez y cuarto pasadas, el embarque de nuestro avión está a punto de comenzar.
—¿Ensayaste esa frase? —pregunto, corriendo agarrada de la mano de Sam.
—¿Qué frase?
Esquivamos a una pareja cargando con sus maletas, y avanzamos a través de una cinta transportadora.
—La de antes. "Si mi vida entera se marcha a Boston..." —recito entre risas.
—¿Se ha notado?
Su sonrisa sigue brillando en nuestra carrera hacia la terminal dos, donde me espera un emocionante viaje a Boston, y el inicio de un nuevo capítulo en mi historia. Sin duda alguna, no podría estar mejor acompañada.
***
¡¡Aquí está, ha vuelto!! ❤️¡"El café de todas las tardes" vino para quedarse! ¿Qué os ha parecido el capítulo? 👀
Sí, sigo viva... ¡y escribiendo! Estos últimos meses los he dedicado completamente a reescribir la primera parte "El café de todas las mañanas", y puedo decir que estoy muy orgullosa del resultado, y feliz de haberme reencontrado con Jenna y Sam (los echaba mucho de menos ay). Pude ampliar la historia del modo en que siempre quise hacer, además de aplicar todo lo nuevo que aprendí durante estos años, y reflejar las experiencias que viví en las novelas que llevo en el corazón
Esta secuela está siendo adaptada para que, aunque no hayáis leído la primera parte, podáis recordar todo lo que pasó, o simplemente leerla independientemente 🤓
También, he abierto un SORTEO para poder leer la primera parte ¡completamente gratis! Podéis encontrar todos los detalles en mi Instagram silene.books
"El café de todas las tardes" será actualizada todos los viernes (en principio). A medida que vaya avanzando, tal vez las actualizaciones sean más rápidas o lentas, pero creo que un capítulo nuevo semanal es lo más asequible (os iré avisando 🥰). Podéis escribirme cuando queráis, o seguirme en las redes ya que allí comparto adelantos, edits y otras cosas chulis ✨
Aprovecho esta nota para daros las gracias a los que seguisteis ahí, a pesar de que dejase la plataforma durante un tiempo, de verdad no os hacéis una idea de lo bonito que es leer vuestros mensajes 🥺❤️
¡Nos vemos en las redes, ricuras! Os espero, eso sí, con un café ☕
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