4. Contrato

Al sentir el frío entrar en contacto con mi muñeca, se me escapa un grito de dolor.

—Deja de quejarte —me ordena Sam con autoridad a la vez que sujeta la bolsa de hielo sobre mi articulación adolorida.

—Eso es fácil de decir —mascullo con fastidio. Los dos estamos sentados en la camilla de la enfermería, a la que Sam me llevó prácticamente a rastras; aparentemente no solo tenía las llaves de acceso a la cafetería. Mi mirada vuela por la pequeña habitación y me fijo en la estantería abarrotada de medicamentos, y en el calendario sobre una de las paredes azules. Finalmente, observo la camisa remangada del camarero y el tatuaje escondido de su antebrazo; intento descifrar sus símbolos extraños, sin éxito, por supuesto.

Cuando por fin retiro la mirada, pego un respingo al encontrarme con los ojos castaños de Sam, los cuales me analizan con curiosidad.

—¿Has acabado de mirarme?

Como ya se ha dado cuenta de mi indiscreción, no merece la pena fingir que no lo estaba haciendo.

—Sí, ya he acabado.

Mi altivez parece hacerle gracia y se ríe por lo bajo. Su sonrisa tiene un encanto que me impide pensar con claridad, y me revuelvo en el sitio incómoda, tratando de centrar mi atención en cualquier otra cosa.

—Hay que ver cómo eres... —suspira cansinamente—. Así no me extraña que no tengas más amigos.

¿Dije que su sonrisa era encantadora? Me retracto.

—No sé por qué te estás incluyendo en ese grup... ¡Auch! —Sam había apoyado la bolsa helada sobre mi mejilla hinchada para hacerme callar.

—Tu lista de amistades debe de ser muy exclusiva. ¿Cuáles son los requisitos para tener ese codiciado puesto?

—Para empezar, mi permiso —respondo con molestia, ignorando el hecho de que se está burlando de mí. Sam suelta una risa cargada de incredulidad y retira el hielo de mi mejilla.

—¿Es que necesito tu permiso para ser tu amigo? —Mi única respuesta es encogerme de hombros—. Muy bien —Sam se levanta con decisión de la camilla y se pone a rebuscar en los cajones del escritorio que hay al lado de la puerta. Saca un papel en blanco y, antes de ponerse a escribir, duda un momento—. ¿Cómo es tu nombre completo?

—Jenna Rose. ¿Para qué quieres saberlo? —Sam no responde y escribe durante un rato. Cuando por fin termina, se vuelve a sentar a mi lado y me ofrece la hoja; le echo una mirada escéptica al camarero antes de leerla para mis adentros:


Yo, Samuel Záitsev, solicito el permiso de Jenna Rose para ser mi amiga. Al firmar este contrato, Vd. se compromete a cumplir las siguientes condiciones:

1) Ser amable con Samuel

2) Ser más sociable

3) Dejarse ayudar

Cada vez que no se cumplan las condiciones mencionadas, Samuel Záitsev tendrá derecho a pedir un favor a Jenna Rose sin que ésta se niegue a ello.

Firma:


Mi ceño se va arrugando más y más. En cuanto termino, vuelvo a leer el contrato hasta que finalmente estallo llena de indignación.

—¿Pretendes que firme esto? ¡Es un contrato abusivo!

—Dijiste que necesitaba tu permiso. Y yo solo veo ventajas.

—Me niego a firmar esta cosa —concluyo con rotundidad a la vez que arrugo el folio y lo tiro al suelo.

Sam se arma de paciencia y se agacha para recoger la bola de papel. La estira con cuidado y, dedicándome una mirada de comprensión, la deja en la camilla junto con un bolígrafo.

—Sigue aplicándote un rato el hielo en la muñeca, así la hinchazón bajará —dice calmadamente antes de salir de la enfermería. Mantengo mis aires altivos hasta que oigo la puerta cerrarse; es entonces cuando me invade una gran culpabilidad.

¿Por qué he sido tan mala con él? ¿Debería haber firmado el contrato? Sacudo la cabeza, desechando semejante idea. ¡No! Él se lo ha buscado, no necesito ningún amigo. No necesito a nadie.

La enfermería está en silencio, y mis ojos miran de soslayo el papel arrugado. Mi corazón se resiste a mostrarse vulnerable, y a abrirse a nuevas amistades que tengo miedo de perder. Apoyo la bolsa de hielo contra mi muñeca, convenciéndome de que el frío es lo único que puede curar mis heridas, hundiéndome en la oscuridad en la que llevo nadando durante años.

Recuerdo la sonrisa de Annie, y el brillo de los preciados momentos junto a ella parpadea en lo más profundo de mi ser. La esperanza de avivar ese brillo es el que toma control de mis piernas, y recojo el contrato del suelo. A pesar de que mis dedos se niegan a apoyar el bolígrafo sobre el papel, por primera vez en mucho tiempo, hago caso de esa voz desesperada que me grita al oído, y lo firmo.

Salgo deprisa del lugar: tal vez todavía pueda alcanzar a Sam antes de que llegue al aparcamiento. Atravieso pasillos y bajo escaleras, corriendo por el enorme vestíbulo, hasta que por fin salgo por la puerta principal del edificio. Permanezco en lo alto de la escalinata tratando de recuperar el aliento, pero no veo a nadie.

—¿Señorita Rose?

—Ah, señora Davies... —suspiro tras darme la vuelta y encontrarme con la profesora de Derecho Constitucional. La mujer de mediana edad va cargada con su maletín de cuero, mientras que en la otra mano sostiene un vaso de plástico humeante; es bien sabido por todos que la señora Davies tiene una adicción al café aún más grande que la de cualquier estudiante del campus.

—¿Qué hace tan tarde por aquí? Están a punto de cerrar.

—Bueno, yo... ya me iba a casa. Pero me olvidé la mochila. —Esa parte es cierta: había salido tan abruptamente de la enfermería que me la olvidé por completo.

—Está bien, pero date prisa. ¡Y no cojas frío!

—¡Señora Davies! —La detengo en cuanto comienza a bajar las escaleras—. Em, por casualidad... ¿Ha corregido ya las redacciones que mandó el lunes?

—No se preocupe, señorita Rose, todavía no empecé con las correcciones. ¡A penas tengo tiempo ni de comer! —se ríe, señalando con la cabeza su preciado café; seguramente se lo vaya a beber en el coche. De repente, se me enciende la bombilla y, tras despedirme, vuelvo corriendo al interior de la Facultad. Cuando llego a la cafetería, veo una luz proveniente de la cocina y corro hasta la barra, mascullando unas cuantas palabrotas mientras recobro el aliento.

—¡Sam! Est... estoy aquí.

—Deberías lavarte esa boca con jabón —dice Sam desde la cocina.

—Joder... —mascullo sin aire, agarrándome el costado.

—¿Quieres que lo haga por ti? —me advierte el camarero asomando un momento la cabeza y mostrándome un bote de detergente lavavajillas. Pongo los ojos en blanco por su bromita.

—¿No te ibas a casa? ¿Aún no has acabado tu turno?

—Solo estoy adelantando un poco de trabajo —contesta el camarero, retomando sus quehaceres—. Además, la señora Davies suele quedarse hasta tarde y agradece tener un café cuando termina.

—Ya... —Carraspeo un poco y, agarrando fuertemente el contrato entre mis manos, decido ir al grano y lo pongo encima de la barra—. Toma, ya lo he firmado.

—¿Qué has firmado? —pregunta levantando el tono de voz debido a que está fregando unos platos.

—El... el contrato.

—¿Lo qué? ¡No te oigo! —vocifera a medida que el repiqueteo se intensifica. Me está tomando el pelo. Aprieto los dientes, intentando no perder la paciencia y decidida a acabar con esto cuanto antes.

—¡¡Tu estúpido contrato!!

De repente, todo el ruido cesa y Sam sale de la cocina secándose las manos en su delantal negro. Apoya los antebrazos en la barra y, tras echarle un rápido vistazo a la hoja, me dedica una mirada divertida.

—Ya te oí la primera vez —dice sonriendo.

Mi cabreo se traduce en un tic en el ojo izquierdo y mis dientes rechinan de lo mucho que los aprieto. El camarero me da un par de palmaditas suaves en la cabeza y vuelve a la cocina para continuar con su trabajo.

—¡Y no me acaricies la cabeza, no soy tu perro!



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top