3. Encerrona

—¿Quién está ahí? —pregunto intentando mostrar valentía. De pronto, las luces de los paneles del techo se encienden y aparece frente a mí Alana junto con la chica de antes. Tiene las llaves de la clase en la mano—. Ah... solo eres tú. Qué pasa, ¿quieres la revancha?

Me gusta molestar a la gente, pero la cara que pone Alana ante mis palabras no tiene precio y sonrío para mis adentros.

—Te crees mejor que el resto de la gente, ¿verdad? Siempre mirándonos por encima del hombro, como si fuéramos una mierda en comparación a ti —dice Alana a medida que se va acercando—. Pero en realidad solo eres una zorra anoréxica que va a aprender cuál es su lugar.

Me encojo de hombros.

—¿Y? ¿Qué le voy a hacer si soy mejor que tú?

Los ojos de Alana se encienden de rabia y, antes de que pueda reaccionar, me propina una bofetada en la mejilla derecha.

—Cállate —sisea Alana.

La miro incrédula por lo que acaba de hacer; su amiga parece asustada, probablemente tampoco creía a Alana capaz de llegar a lo físico. El aula se queda en completo silencio, llena de tensión por lo que pueda pasar.

—Yo seré una zorra acomplejada —digo—, pero tú tienes problemas. Personales. Y te aconsejo que los resuelvas antes de pagarlo con la gente que te rodea.

Alana quiere hacerme callar de nuevo con otro bofetón, pero esta vez reacciono más rápido; atrapo su mano en el aire, retorciéndosela y quedando nuestros ojos a la misma altura. A pesar de que su amiga trata de acercarse para ayudarla, le lanzo una mirada amenazadora que la hace retroceder inmediatamente.

—La que va a aprender cuál es su lugar eres tú —digo lentamente mientras le aprieto más la articulación, ignorando sus quejidos—. Tú y la otra os vais a largar y no me vais a volver a molestar. ¿Queda claro?

Alana logra zafarse de mi agarre violentamente: a juzgar por su expresión, ahora sí que está cabreada de verdad.

—Eres... una insufrible de mierda.

Y antes de salir del aula, se gira y me dedica una siniestra sonrisa. Cuando cierran la puerta, oigo un tintineo precedido de un chasquido. Mierda. No habrán...

Las risitas al otro lado de la pared confirman mis sospechas: han cerrado con llave y me han dejado tirada. Me dirijo a grandes zancadas a la puerta para intentar abrirla, pero mis esfuerzos son inútiles.

Vale, Jenna, piensa con calma, no entres en pánico. Miro alrededor intentando buscar otra posible salida: las ventanas. Me acerco rápidamente hacia ellas, y abro la del medio; una desagradable brisa golpea mi cara cuando me asomo para comprobar la distancia desde el segundo piso hasta el suelo del exterior.

—Demasiado alto —mascullo con frustración al darme cuenta de que, si salto, acabaría con más de un hueso roto. El aparcamiento se encuentra a unos veinte metros: está prácticamente vacío, casi todo el mundo se había marchado ya de la facultad, pero aun así merece la pena intentar pedir ayuda—. ¡Socorro! ¿¡Alguien puede oírme!? —La única respuesta que recibo es un silencio sepulcral, acentuado por la oscuridad del anochecer—. ¡¡Ayuda!!

Piensa, Jenna, piensa.

Camino por la moqueta entre los pupitres, y mis ojos estudian la puerta del aula, cuya parte central está hecha de cristal. Se me ocurre una idea. Es una locura, pero es mejor que quedarse aquí encerrada toda la noche. Cojo una de las sillas por las patas y, con todas mis fuerzas, la golpeo contra el cristal; la puerta resiste el golpe, y al rebotar, me tuerzo la mano izquierda.

Grito de dolor al sentir que me he doblado la muñeca, pero me logro recobrar y, con un suspiro de frustración, me coloco más lejos para coger carrerilla.

—Allá vamos —digo mirando con determinación a mi objetivo. Puedo hacerlo. Suelto un grito de guerra y cargo contra el cristal por segunda vez, pero justo antes de llegar hasta la puerta, esta se abre de golpe. Me paro en seco con la silla aún en mis manos, atónita al ver a quién tengo delante.

—¿Sam? —mascullo después de unos segundos. Parece exhausto, como si acabara de correr los cien metros lisos.

—¿Qué haces aquí? —pregunta todavía respirando con dificultad.

—¿Cómo...?

Sam se guarda las llaves con las que abrió la puerta y me quita la silla, escudriñando mi rostro enrojecido por el bofetón. Cuando apoya las manos sobre mis hombros, mi cuerpo se tensa.

—¿Pero en qué lío te has metido? —pregunta con extrema seriedad. Me aparto de él bruscamente. ¿Por qué precisamente él... ha venido? ¿Y por qué parece tan preocupado?—. ¿No vas a hablar? —insiste con paciencia. Mi actitud defensiva no parece molestarle.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Normalmente me quedo en la cafetería hasta más tarde para limpiar —contesta el camarero, relajando un poco su expresión—. Justo cuando me iba al coche para marcharme, me pareció oír unos gritos... —Hace una pausa antes de mirarme a los ojos—. Tus gritos.

Su preocupación se esfuma de repente cuando, al mirar la silla que hace un rato dejó a un lado, se da cuenta de lo que estaba intentando hacer para salir del aula.

—Debes de estar loca... ¿Pero qué pretendías hacer antes de que yo entrase?

—Romper el cristal de la puerta —contesto con la mayor tranquilidad del mundo. Sam entreabre la boca, seguramente preparando algún reproche, pero no le dejaré sermonearme—. Y lo habría conseguido de no ser por ti.

Sam pega un largo suspiro cargado de cansancio. Cualquiera diría que están a punto de salirle canas.

—¿Sabes? La gente normal en estos casos suele decir "gracias". —Pongo los ojos en blanco mientras Sam continúa su discurso—. Creo que empiezo a entender tu comportamiento.

—¿Sí? Sorpréndeme.

—Esa actitud maleducada y contestona tuya es una barrera de autodefensa que has construido tú solita.

—Oh, perdona. No sabía que me conocías tan bien.

—¿Siempre tienes algo que decir? —inquiere a la vez que da un paso en mi dirección, haciendo uso de toda su paciencia. Yo retrocedo por instinto. No sé hacia donde está yendo esta conversación, pero no me pienso mostrar vulnerable ante él.

—Sí, siempre. Y déjame que te aclare algo —añado retrocediendo otro paso a medida que Sam se acerca—. No me conoces. Así que no me hables como si fueras mi amigo de toda la vida, porque no es el caso.

—Pensaba que el dibujo que te dejé en el café te había hecho ilusión.

—¡Eso no es...! Olvídalo.

—¿No te hizo ilusión? —Chasqueo la lengua con fastidio. Sam ignora mi mirada de advertencia y se sigue aproximando, corriendo el riesgo de que le aparte a golpes—. Creo que en realidad lo único que necesitas es a alguien que se quede a tu lado. Un amigo —finaliza totalmente convencido.

—¿Eso crees? —contesto a la defensiva, a lo que Sam asiente con la cabeza. Mis piernas se topan con la mesa del profesor, ya no puedo seguir huyendo. Estamos tan cerca que tengo doblar el cuello para poder mantener el contacto visual—. ¿También me vas a recomendar un libro de autoayuda?

—Siempre estás sola en la cafetería. Desde septiembre. ¿O también me vas a negar eso? —se apresura a preguntar al ver que ya tenía un contraataque listo. La clase se queda en absoluto silencio, y trago saliva. Me da igual que haya dado en el clavo con su razonamiento, él no es nadie como para decirme esas cosas. Quiero alejarle, así que procedo a responder con toda la frialdad que mi lengua viperina me permite expresar:

—No necesito ningún amigo.

Eso debería bastar. Ahora es cuando Sam tiraría la toalla y me dejaría en paz. Como todo el mundo hacía al cansarse de mí. Él...

—Demasiado tarde —dice con una expresión suave. Acto seguido, apoya su mano en mi cabeza y me da un par de palmaditas ligeras mientras sonríe discretamente—. Ya tienes uno.

Mi mente se queda en blanco al escuchar esto último. ¿Cómo? ¿Que ya tengo un amigo?

—No te estarás refiriendo a ti mismo, ¿verdad? —Sam vuelve a asentir con una expresión tan convencida que se me escapa una risa sarcástica—. Deja de decir chorradas.

Su obstinación me empieza a irritar. Pero a la vez... no me disgusta del todo. Parece sincero. Lo que sí me molesta es que me esté acariciando como a un perro. Al apartarle la mano, siento en mi muñeca un pinchazo intenso y, sin poder evitarlo, hago una mueca de dolor que no pasa inadvertida por Sam.

—¿Jenna? ¿Estás bien? —Cierro los ojos con fuerza y me agarro la muñeca torcida, intentando calmar el dolor insoportable. Sam toca con suavidad mi articulación y la examina detenidamente—. Es un esguince. Está muy hinchado, seguramente en unas horas te saldrá un moratón.

—No es nada.

—Vamos, tenemos que ir a ponerle hielo. —Acto seguido, me coge de la otra mano y se dirige fuera del aula; pego un tirón para que me suelte, pero Sam me lanza una mirada tan seria que dejo de resistirme a ir con él.


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