El caballero plateado


«Vivo en tu cálida vida, y tú morirás... morirás, dulcemente morirás... en la mía».

Carmilla

Joseph Sheridan le Fanu.




Su lividez era obvia al igual que el ligero temblor que sacudía su cuerpo. También estaba un poco pálido, pero por lo demás, tan completo como cuando nos dejó y se internó en el bosque. No pasaba de ser una broma que se nos había salido de las manos, y aunque muy en el fondo intuí peores consecuencias que las que su cuerpo aparentaba, me obligué a simular templanza, serenidad. Quise encubrir mi inquietud apelando a la poca valentía de mi amigo, pero lo cierto era que Johann, como muy pocos, tenía una osadía nada comparable con la que cualquiera de nosotros ostentaba tan superficialmente.

Aparté a los demás para que recibiera algo de aire. Escuchaba el cuchicheo, los chistes e insultos, reía y era partícipe de ellos, nuevamente, en ese vano intento por calmar al joven que tenía en mis brazos, tan mudo como muerto, con los ojos abiertos, reflejando en su iris gris el resplandor mortecino de esa luna que ya coronaba la noche. Sus labios estaban morados, pero, gracias al cielo, la palidez de su rostro iba desapareciendo debido a la oportuna atención de mis brazos. Lo acerqué más a mi pecho, le susurré palabras tiernas al oído. Era del conocimiento de todos mi predilección por él, aunque nadie intuía la verdadera naturaleza de este favorecimiento.

—¡Shhh! Será que ya se callan —los amonesté cuando me pareció escuchar que de los labios de Johann un susurro intentaba escaparse. Lo acerqué todavía más, hasta que sus labios rozaron deliciosamente mi piel, tentándome a proferirle esa clase de atenciones que sólo pueden ofrecerse en privado.

Mi anhelo resultó en desilusión. Johann no dijo nada, y de su boca sólo escapó un ligero suspiro que me heló la piel al reconocer en él, sin razón alguna, el olor de la muerte. Ya no fui capaz de mantener la calma. En voz alta, quebrando la serenidad de esa noche despejada con sus hilos plateados iluminando el paisaje, comencé a dictar órdenes. Al ser el mayor, pocas veces mi mandato era puesto en tela de juicio, pero en ese momento atribuí la prontitud de sus acciones a un miedo similar al que atenazaba mis sentidos.

Joseph, Christian y yo nos encargamos de transportar a Johann hasta el molino abandonado. Improvisamos una suerte de lecho con paja vieja y retazos de sacos que colgaban de las vigas. A los pocos minutos apareció William con una manta deshilachada. Acomodamos a Johann tan bien como nos resultó posible, y en una especie de vigilia mal elaborada, lo rodeamos, en espera de que recobrara plenamente los sentidos.

—Bien dije yo que no era mentira —intervino William, tembloroso, al tiempo que se santiguaba repetidamente.

—Debió haber caído de regreso —comentó Joseph, incrédulo—. Su tonto entusiasmo lo empujó fuera del bosque, y seguramente fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mal que estaba, y cayó.

—¿Y en dónde está el dichoso golpe, si me lo permites? —habló ahora Christian, confundido. Miraba a Will y a Joseph sin tener la menor idea de qué posición tomar—. ¿Y qué pasa con sus ojos? ¿Duerme o está despierto? No puedo verlo sin que se me erice la piel.

—El golpe ha de estar por ahí —continuó Joseph. Nos miró a todos recriminándonos por nuestras tontas supersticiones. Johann no era el primero en internarse en el bosque para luego salir mal herido de él; pero ni las circunstancias eran las mismas que en el pasado ni el estado de nuestro amigo similar al de esos otros osados ingenuos que se internaban en la espesa oscuridad de esas secas noches de verano con tan sola una vaga idea de lo que podían encontrar, y peor aún, del camino que les esperaba transitar. Todo camino se reescribe a sí mismo en la oscuridad, había dicho alguien alguna vez, y le daba la razón. Joseph suspiró, malhumorado, y poniéndose de cuclillas al lado del cuerpo inerte de Johann, dijo—: Ya lo demostraré.

Algo en mí se retorció al ser testigo de la forma un tanto brusca con la que Joseph inspeccionaba ese cuerpo joven y atlético que yo mismo con tanto anhelo ya había acariciado apenas unos minutos antes. Tuve que disimular no sólo esos tontos celos que no tenían cabida dadas las circunstancias, sino también la preocupación que ya me tenía al borde de un ataque nervioso. Como la cosa siguiera así tendría que abandonar mi testarudo orgullo para correr al pueblo en busca de ayuda, ¡a mi padre, si era necesario! No sería la primera vez que me doblegaba ante una necesidad.

—No es un muñeco de trapo, ¡por dios santo! —intervino Will, para mi fortuna.

Joseph lo miró con recelo, se puso de pie y retrocedió unos pasos.

—Debió golpearse la cabeza —dijo—. La inflamación ya debe haber pasado.

—¿Y sólo eso? —preguntó Christian—. ¿Cuánto tiempo más estará así?

—¡Y para saber! —se encogió de hombros. Joseph me quedó viendo. Yo era el único que no había participado con ninguna conjetura. Honestamente, la preocupación me había privado de todo signo de sensatez, y en mi mente sólo podía calcular el tiempo que me tomaría correr hasta la casa del doctor Schooles—. ¡Lucile! —exclamó.

—Lo revisaré yo —dije al fin.

Insté a los chicos a que se apartaran. William, siempre tan atento, me acercó una vela antes de retirarse a una esquina, demasiado asustado con la extraña apariencia de Johann como para ser partícipe de algún nuevo descubrimiento incluso más desconcertante.

Joseph había tratado a Johann con total desconsideración, noté cuando me arrodillé a su lado, que de no sentirme tan preocupado me habría enojado aún más. Me preparaba a inspeccionar su rostro cuando una ligera brisa hizo que la luz de la vela se tambaleara trazando una fría sombra sobre las inexpresivas facciones de mi amigo. La piel se me erizó por completo y los latidos de mi corazón se aceleraron vaticinando un temor que no estaba dispuesto a aceptar. Agité la cabeza con premura, tomé una enorme bocanada de aire y, con toda la paciencia que pude reunir, levanté su cabeza con la intención de encontrar hasta la prueba más insignificante en una piel que anhelaba fuera tan familiar como la propia.

Con delicadeza tanteé con la yema de los dedos. Su cabello suave y liso no representó obstáculo alguno. Internamente rezaba para encontrar el más ligero trauma, una pequeña protuberancia que delatara la verdadera naturaleza de su estado. No encontré nada. Al regresarlo a su postura inicial me vi acosado por sus ojos grises y muertos, y me pregunté si en algún momento había parpadeado y simplemente había tenido la desgracia de ignorarlo.

—Nada —comuniqué. Los chicos no se movieron—. Que alguien vaya por el doctor.

—Nos meteremos en problemas —replicó Joseph—. Tú más que nadie, de hecho.

—No lo dejaremos morir.

—Si no es que está muerto ya —interrumpió Christian—. Su estado no es normal.

—Es mejor que nos mantengamos alejados de él hasta el amanecer. Podría despertar en cualquier momento —agregó William.

—¡Tonterías! —grité—. Johann no es ningún...

—El caballero plateado existe, su piel se torna carmesí con la sangre de sus víctimas. ¡Johann ya no tiene salvación! —gritó Will. La estúpida manía que tenía de santiguarse tan rápidamente me sacó de quicio, pero prevaleció la serenidad en mí al reconocer que era el miedo lo que lo obligaba a hacerlo.

—Seguiré buscando —dije con calma—. Si ya no encuentro nada, iremos por el doctor.

—Muy educadito y todo, pero al final también eres un tonto supersticioso —escupió Joseph, divertido.

Lo ignoré y seguí con mi tarea.

Acuné el rostro de Johann entre mis manos. Seguía frío, pero menos pálido. Acerqué mi mejilla a sus labios; su aliento seguía ahí, constante y cálido, vivo para todo lo que él significaba para mí. Lo seguí examinando con la misma meticulosidad. Revisé detrás de sus orejas, su cuello, debajo de la barbilla, por la clavícula... me tomé un segundo para aflojar su camisa. Tuve a disposición su pecho suave y blanco, y encontré consuelo en su ir y venir sereno. Suspiré. «Regresa a nosotros, Johann, por lo que más quieras...», y entonces los vi: dos puntos apenas perceptibles, amoratados y fríos.

—Hay algo aquí —susurré—. ¡Creo que encontré algo! —repetí con más intensidad.

Jospeh fue el primero en acercarse, triunfante, pero al inclinarse para presenciar mi descubrimiento, arrugó la cara y achicó los ojos. Parecía no poder ver nada.

—Aquí —señalé—. Justo aquí.

No era mi imaginación: dos puntos limpios, pequeños pero azules y levemente inflamados se dibujaban sobre el pecho de Johann, ligeramente hacia su brazo izquierdo, unos diez centímetros debajo de la clavícula. Acerqué la vela para que pudieran apreciarlo mejor, y en un descuido hice que, sobre la piel mortecina de Johann, se derramaran unas cuentas gotas de caliente esperma blanca. Sentí el ardor como propio y me apresuré a consolar la piel herida. Me descorazonó el hecho de que este accidente no le hubiera arrancado ni una tan sola mueca de dolor y ni el más leve estremecimiento.

—Lo veo —se espantó Will.

Christian casi adhirió su rostro al pecho de Johann para observar mejor, y cuando se alejó vi en éste la más insondable de las perplejidades.

—También lo veo —dijo.

—Para lo que sabemos, puede ser la picadura de algún insecto —nos contrarió Joseph.

—Es suficiente —los interrumpí a todos—. Que alguien vaya por el doctor. Johann no puede esperar más.

—Voy sólo si alguien me acompaña—se ofreció Will—. También hay que buscar al cura.

—Iré contigo —aceptó Christian.

—Pues yo me voy a casa. Ya estoy grandecito para estas estupideces.

—Hagan lo que quieran, pero hagan algo, ¡maldita sea! —grité. Los chicos me miraron entre asustados y confundidos, y con esta misma reserva nos abandonaron a Johann y a mí en la profundidad de una noche cuyo tiempo parecía estancado.

Reacomodé la camisa de Johann. No tenía explicación para esos dos pequeños puntos así que me pareció que sería más recomendable ignorarlos mientras Will y Christian iban por ayuda. Mantener la calma es de vital importancia en situaciones desconcertantes, y aunque no fueron pocos los malos pensamientos que amenazaron con apoderarse de mi mente, los ahuyentaba tan pronto aparecían, motivado por una sensación de fortaleza que no era más que miedo disfrazado. El miedo a la realidad.

En la falsa seguridad del viejo molino, la poca brisa de esa agonizante noche de verano apenas llegaba a rozarnos la piel. La frente de Johann comenzó a perlarse con gotitas pálidas, en un sudor frío que intensificó el inestable temblor de su cuerpo. Tomé su mano, primero la acerqué a mis labios, contra los cuales los sostuve en un beso prolongado con el que me jugaba el alma; ya luego la estreché contra mi pecho, contra mi corazón atemorizado que rezaba en silencio una plegaria que temía no fuera escuchada a tiempo.

—No te atrevas a dejarnos, Johann —supliqué.

La luz de la vela volvió a agitarse. Tembló de manera extraña, alargándose y encogiéndose pero sin apagarse. Se mantuvo así buen rato. Alerta, miraba de un lado a otro, tratando de adelantarme a lo que fuera que estuviera por pasar. El vaivén de la vela se detuvo, y sin quererlo me dispuse a observarla: la mecha se quemaba normalmente, pero la cera se derretía a una velocidad poco común. Una sombra pareció atravesar la estancia. La vela por fin se apagó.

—¿Lucile?

Abrí los ojos sintiéndome condenado. La vela volvía a brillar no tan consumida como había imaginado, y la pesadez repentina que me había paralizado parecía haber desaparecido ahora junto con la sombra que ya no se encontraba en el lugar. Me incliné hacia Johann, aliviado, y lo envolví con mis brazos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Oh, Johann, me tenías tan asustado. ¿Acaso no recuerdas nada?

—La apuesta y el bosque, por supuesto; un claro entre grandes árboles, extraño pero sereno. Recuerdo que me atrajo, no podía hacer nada para evitarlo, y... nada más.

—Tiene que haber algo más, Johann. Todavía temo por tu bienestar. Tienes que decírmelo todo. Intenta recordar, por mí.

—¿Y qué no sería capaz de hacer por ti, Lucile, dime?

—Entonces demuéstramelo ahora, por favor.

—Primero algo de beber. Estoy sediento y muero de frío.

Le serví algo de licor de la petaca que tan fielmente cargaba conmigo. Acerqué el recipiente a sus labios, no sin antes advertirle que el líquido estaba frío, y lo sostuve mientras bebía, pausado pero con sorbos pequeños que muy dificultosamente atravesaron su garganta.

Todo el temor que era capaz de experimentar palideció a la par del alivio que me invadió al notarlo tan vivo, al sentirlo cálido y despierto, y al notar su atención recuperada. Quise abrazarlo, estrecharlo con fuerza contra mi pecho para consolarlo hasta el cansancio y hacerle olvidar esa mala experiencia que, pese a todo lo descrito, todavía parecía dueña de su semblante. Alejé el recipiente de sus labios y con el pulgar limpié una perla que amenazaba con resbalarse, y en un arrebato de la más insondable honestidad, me incliné sobre Johann, para hacerle saber con mis labios, pero sin palabras, la importancia que su vida tenía sobre la mía.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó, sorprendido.

—¿No te atreves a adivinar?

—Mi cabeza se siente pesada todavía.

—¿Y el frío?

—Ya casi como una segunda piel.

—Y no debería ser así —dije, acercándome. Lo rodeé con mis brazos para ver mi deseo realizado—. ¿Mejor?

—Los chicos se resentirán al notar cómo me favoreces.

—No niego que siempre intentan acaparar mi atención, pero puedo asegurarte de que es de la forma más inocente que puedas imaginar. No paso de ser una novedad para ellos. «El citadino en el campo». Por otro lado, no eres tú quien suele buscarme, Johann, todo lo contrario. Pero siempre juegas al desentendido.

—Y mis razones son válidas para hacerlo.

—Lo sé —respondí, depositando un beso en su cuello—, pero cuando estamos solos pierden toda validez. ¿No tomarías el riesgo por mí?

—¿Y no es eso lo que estoy haciendo en este momento?

—Y sólo porque todavía estás ausente. ¿Cómo va esa memoria?

—Dispersa. Parece una pesadilla. Tuvo que haber sido una pesadilla —agitó la cabeza, asustado—. Es de noche todavía, y en ese sueño... Vi dos puestas de sol y tres amaneceres, ¿cómo explicas tal cosa, Lucile?

—Ya lo has dicho tú: un sueño.

—Me resulta tan difícil convencerme.

—A mí sólo me basta el tenerte sano y salvo en mis brazos.

—Con tan poco te conformas.

—Sólo porque soy paciente —respondí, estrechándolo con más fuerza—. Aunque la verdad, deseo saber qué te sucedió, Johann. No podría dormir con la idea de que tu vida, por alguna u otra razón, todavía corre peligro.

—Ya te dije que es todo muy vago.

—Al menos deja que el doctor te examine. Mandé a los chicos por él. Han de estar en camino.

—¿Me dejarás dormir mientras tanto?

—Preferiría que no. No podría con el miedo.

—No me pasará nada, Lucile. Ya estoy a salvo —dijo, inclinándose hacia mí, favoreciendo de esta forma nuestra cercanía.

Para mi buena o mala suerte, soy un joven difícil de convencer. Por más que Johann insistiera en su bienestar y en su completa recuperación, el miedo que atenazaba mis sentidos no había desaparecido, ni siquiera buscaba disminuir. La luz de la vela a la que tanto le había temido estaba ahora quieta, y la cera casi por completo consumida. Me aferré al resplandor azulado que marcó su final mientras en silencio esperaba que los hilos plateados de la noche tejieran nuevas figuras en la oscuridad.

El viento dejó de ser una brisa. Las viejas tablas del molino comenzaron a agitarse, golpeándose entre ellas y enterrando el silencio sepulcral que hasta ahora nos había envuelto. Había algo macabro en ese rechinar presuroso, algo que pronto me invadió en forma de una horrenda corazonada que se me adhirió al pecho hasta hacerlo arder. En el fondo, intensificado tal vez por la soledad, el constante relinchar de un caballo que, esperaba de todo corazón fuera el del Dr. Schooles, se apoderó de todos mis sentidos. Por un instante no fui capaz de distinguir si era Johann quien descansaba tan plácidamente en mis brazos. Como pude alcancé a acariciar sus mejillas, las cuales ya no encontré frías. Coloqué ambas manos sobre su pecho y me reconforté con el cálido golpeteo de su corazón. Todo dentro de Johann era tranquilidad y calma, todo fuera de mí era caos y miedo.

Suspiré. Acaricié mis labios contra su piel una última vez. Dejé su cuerpo dormido sobre el lecho, mientras con mi falsa valentía salía al encuentro del jinete que esperaba montara a ese torpe animal al que la noche había asustado. Escuchaba su relinchar y los cascos violentos y rápidos contra el suelo. Con la claridad proporcionada por la luna pude posicionarme en dirección al pueblo, pero para mí desgracia, el sonido no parecía provenir de ahí. En un intento de razonamiento apresurado me dije que era el bosque, el que se encontraba a varios metros de distancia, el que aprisionaba el sonido que luego liberaba con un eco un tanto distorsionado que se movía en varias direcciones a la vez. No conseguí convencerme con esto, pero no desistí en el intento. Me sentía completamente desamparado ahí, desnudo, incapaz de proteger a Johann del peligro que presentía se avecinaba.

Todo lo que ocurrió a partir de ahí fue demasiado apresurado, demasiado desconcertante, demasiado salvaje y extraño. Algo me tiró al suelo. Caí con un sonido seco que me hizo creer que algunos de mis huesos habían resultado dañados. En vano intenté levantarme, pero la fuerza de mi desconocido atacante superaba la mía, el solo peso de su cuerpo ya era demasiado sorprendente por sí mismo. Forcejeé inútilmente mientras unas manos frías y secas tanteaban mi piel con violencia, casi temí que lo hiciera con la intención de arrancármela de tajo. Y entonces, en un arrebato que debió haber sido regalo de la fortuna, pude liberarme. Y así lo vi... Con un tono carmesí apenas a medias... El caballero plateado, tal como lo había descrito William.

—¿En dónde está? —siseó.

El miedo me petrificó, el aliento se me quedó congelado en la garganta haciendo imposible la articulación de cualquier sonido. No hubo violencia en sus palabras, y el ataque que recién había recibido no podía justificar su procedencia de un cuerpo tan delgado y delicado y menos de un rostro tan sereno y andrógino. Su porte aristocrático resultaba similar al de algunos de mis compañeros de la universidad que se jactaban de su sangre noble, sin embargo, su presencia sí conseguía resultar intimidante, incluso respetable, con un aire más de nobleza que de simple adinerado. Al igual que Johann, debía encontrarme en un sueño, me dije. Uno demasiado real, y de ahí el temor y mi inhabilidad para escapar de él.

—¿En dónde está? —repitió.

Agité la cabeza, confundido. Su voz ahora era menos tenebrosa, pero no del todo humana. Me pareció notar que las facciones de su rostro se habían torcido en un gesto doloroso, pero debió haber sido mi imaginación otra vez. Resultaba natural mi poca capacidad para leer sus facciones, cualquier muestra de lucidez era rápidamente remplazada por el asombro, incluso más que el miedo y el desconcierto. Había una naturalidad sombría en la apariencia del caballero; y ahora, en su prudente distancia, me pareció distinguir un arrebato de reserva, como si, efectivamente, esperase mi respuesta tal como la cortesía lo demandaba.

Su apariencia no podía ser más extraña, era lo único que no me pasaba desapercibido. Todo en él se asemejaba al resplandor mortecino de la luna, salvo su boca, tan roja como la sangre. Había cierto brillo en la mirada, una especie de brillo que tal vez tenía su origen en el anhelo por la vida que seguramente ya no poseía. En otro tiempo quizás podría habérsele arrancado la tristeza de los ojos, pero en ese momento era la mirada de la muerte misma. La muerte, supuse yo en un último instante, que desesperadamente buscaba a Johann.

La ferocidad del caballero tal vez tenía su origen en eso; en la pérdida de su presa por circunstancias que ni el tiempo me permitía conjeturar ni yo mismo me alentaba a adivinar. La preocupación volvió a invadirme y con ella la sensación de derrota, y la certeza de que, ante tal presencia sobrenatural, mi repentina fortaleza no era más que un pequeño engaño.

No supe cómo proceder a partir de ahí, y en mi ineptitud, mi cuerpo se quedó paralizado. Imaginé, por un segundo, a Johann, todavía recostado recuperando las fuerzas. Debía estar lo suficientemente exhausto como para que mis gritos no lo despertaran, y aunque quisiera advertirle, no podría hacerlo sin revelar su posición, lo que de igual manera resultaría inútil porque dudaba mucho que tuviera los ánimos para levantarse y huir a expensas de mi propia seguridad.

No vislumbré más alternativa que echarme correr en dirección contraria, con la clara intención de desviar la atención del monstruo mientras Will y Christian llegaban con ayuda, lo que no debía demorar mucho. Para mi decepción, la reacción del caballero no fue la esperada, pues éste en lugar de perseguirme, se quedó quieto. Levantó la mirada y olfateó el aire, para luego sonreír.

—¡Qué esperas! —le grité.

En un segundo, o en menos tiempo quizás, desapareció. Se desvaneció en el aire con una delicadeza poco acorde al salvajismo con el que había aparecido para derrumbarme, y en una reacción totalmente descontrolada, me eché a correr en dirección al molino.

Lo que vi estuvo a punto de detenerme el corazón, pero mi reacción resultó apremiante; al percatarse de mi presencia el monstruo se alejó de mi amigo dormido y, torciendo una mueca de descontento, se mimetizó con la oscuridad, haciendo que el terror que ya le profesaba aumentara. No pensé en más que en sacar a Johann de ahí, pese a las limitaciones de tal empresa, sin embargo, no veía más opciones.

Me acerqué a Johann con cautela, tan atento al entorno como me fue posible. Intenté despertarlo con delicadeza, pero la prisa me obligó a propinarle una bofetada que pronto consiguió despertarlo de su sueño.

—Tenemos que irnos —dije con prisa—. Levántate, Johann. No hay tiempo.

—Cualquiera diría que has visto un fantasma, mi querido Lucile —bostezó, al tiempo que se sobaba la mejilla enrojecida.

—Y más que eso —respondí, apresurándolo.

Johann parecía empecinado en poner a prueba mi paciencia, sus ademanes torpes y sus constantes bostezos no hacían sino desmentir la razón por la cual yo me encontraba tan preocupado por su bienestar. Yo estaba tan dispuesto a sacrificar incluso mi vida, de presentarse el caso, con tal de verlo sano y salvo; y él no hacía sino observarme con infantil curiosidad.

—No hay tiempo para esto, Johann. Por lo que más quieras, hazme el favor de ponerte de pie. Si tienes energía para burlarte de mí has de tener de sobra para levantarte y echarte a correr.

—Y lo dices con tanta seriedad —sonrió.

—¡Por lo que más quieras, Johann!

—Sólo porque me encanta complacerte —dijo, para segundos después ponerse de pie con una facilidad que ni se me había ocurrido estimar.

Verlo tan recuperado hizo que recobrara parte de mi ánimo, pero la verdad seguía siendo otra: un monstruo nos acosaba, y no podía yo suponer siquiera qué debía hacer para ponernos a salvo. Si bien ya no sentía su presencia, no podía subestimarlo puesto que desconocía la totalidad de sus habilidades, y ni siquiera me atrevía a imaginar la magnitud de éstas. No había razón para empeorar mi estado cuando lo creía recuperado, me regañé, porque esto podía entorpecer mi forma de reaccionar ante futuros predicamentos.

Nuestra intención era abandonar el molino con prisa, pero nuestro paso ni siquiera llegaba a ser un trote. Seguía preocupado por su bienestar físico, pero lo cierta era que Johann parecía tan despreocupado como si se encontrara en un viaje de campo un agradable día de verano. No voy a negar que su comportamiento consiguió enfurecerme, pero esa no era mi prioridad. Seguimos avanzando en silencio hasta que me sentí lo suficientemente a salvo para hablar.

—Con un poco de suerte encontraremos a los demás de camino. El pueblo apenas está a veinte minutos, no pueden demorar más —dije más para mí que para Johann, que parecía seguir perdido en la luna.

—Eso si es que no están esperando al doctor —comentó Johann, divertido—. Se te ha olvidado, Lucile, que el Doctor Schooles no es ningún ocioso, y que disfruta tanto de su profesión como para descuidar su propio hogar durante días. Y si los chicos no lo hallaron, ¿no es mejor suponer que no los encontraremos de camino, dado que todavía deben estar esperándolo?

—Mal momento escogiste para hacerme partícipe de tus suposiciones, Johann, pero al menos me alegra notarte tan lúcido.

—Y yo insisto: pareces haber visto un fantasma.

A punto estuve de responderle cuando el caballero en cuestión, la fuente de todos mis temores, nos interceptó. Su figura resaltaba más clara ahora, sus ojos menos oscuros y sus manos y labios pálidos otra vez. Intuí que venía a reclamar la vida que había dejado en Johann, y sin pensarlo mucho me interpuse en su camino.

—¿Qué pasa? —preguntó Johann. Su voz dejó entrever un deje de desconcierto.

—Cuando te de la señal, échate a correr como si el mismísimo diablo te persiguiera.

—¿Y eso para qué? —rio—. Querido Lucile, ¿acaso has perdido la razón?

—¿Qué no lo ves? —inquirí, confundido.

—¿Ver qué?

—No es tiempo para una de tus bromas, por amor al cielo —gruñí, asustado. El monstruo seguía en su posición, sin moverse, pero con la sonrisa cada vez más ancha y tétrica.

—Ya basta, Lucile. Me estás asustando.

Y eso fue lo que noté en la voz, y lo que debió notar el caballero, puesto que cuando la última sílaba fue pronunciada por los labios de Johann, éste hizo el ademán de abalanzarse sobre nosotros. No supe cuándo reaccioné, sólo sentí la mano de Johann firmemente enlazada con la mía y la torpeza con la que nuestras piernas corrían, a ciegas, por un camino cada vez más oscuro, sin dirección aparente, y sin tener la certeza de que todavía éramos perseguidos.

Mis pulmones pronto comenzaron a reclamarme la falta de cortesía, sacando a la luz esas malas mañas citadinas antes las cuales ni la eminente amenaza a nuestras vidas parecía hacerles frente. Poco a poco la falta de aliento fue entorpeciendo mi trote, convirtiendo mis piernas en pesados plomos, hasta que el insoportable cansancio hizo que ambos nos detuviéramos.

El temor aumentó en mí, cosa que ya no creía posible, pero que se reflejaba en el sudor frío que empapaba mi piel y en los latidos de mi corazón que amenazaron con hacerme explotar el pecho en ese brevísimo instante en que fui consciente de nuestra posición: el bosque. Estábamos perdidos.

Miré a Johann, sentí un calor reconfortante al notar que, cuando se percató de mi mirada, una sonrisa se dibujó en sus labios. Con la poca energía que me quedaba corrí hacia él y lo estreché en mis brazos con toda la desesperación que sólo un hombre enamorado puede evocar ante la idea de la pérdida de la persona dueña de sus sentimientos. El sólo hecho de imaginarlo muerto me desconsolaba, pero en lugar de enfundarme el valor necesario para protegerlo me sofocaba, ahogando toda última señal de esperanza.

—Dime con total honestidad, Johann —le rogué, al tiempo que sostenía su rostro entre mis manos—: ¿no mientes cuando me dices que no lo ves?

—¿Ver qué, Lucile? Dímelo. No necesito verlo para creerte —asintió. Sus ojos ya eran como los míos y estaban llenos de terror. La luna había escapado de su prisión y ahora brillaba sobre nosotros con tal intensidad, como si en un acto de crueldad tratara que el desconcierto de Johann, el que gracias a ella apreciaba con claridad, me marcara irremediablemente.

—Es él... no sé lo que sea —balbuceé—. Tiene el cabello plateado, la tez blanca como la de un fantasma. Viste como un caballero, como un viejo noble, en un tono gris oscuro, pero anda descalzo y sus labios son rojos como la sangre. Sus ojos parecen hermanos de la muerte misma, y su sonrisa una hoz letal. ¿No has visto nada parecido en tu vida? ¿Ni siquiera en pesadillas?

—Si en pesadillas me acosara un ser como el que acabas de describir, hace mucho habría perdido la cordura. ¿Estás seguro de que no es todo el simple jugueteo de tu imaginación? ¿No es el miedo que adopta ante tus ojos esa forma al no reconocer su verdadera naturaleza?

—Quisiera tanto que fuera así, mi querido Johann, pero ya no puedo convencerme. Esa criatura te persigue a ti, amigo. Y no puedo soportarlo.

—¿A mí? —preguntó, sorprendido—. ¿Y por qué a mí? ¿Qué he hecho para ganarme esta maldición?

—¿No lo sientes en tu pecho? —pregunté, colocando la mano donde recordaba yacía la marca. Con delicadeza comencé a aflojar su camisa. La piel de Johann se erizó producto de mi súbita atención, pero cuando tanteé con la yema de los dedos sobre su piel hasta encontrar la herida, éste dejó escapar un quejido sordo. Entonces, casi en un hilo de voz, le dije—: Te ha marcado.

—No me asustes así, Lucile. Esto no es gracioso.

—Dime, ¿por qué habría de torturarte con una broma así de espantosa? ¿Qué ganaría yo con eso? ¿Acaso crees que intento que busques mis brazos a fuerza de temor? ¿Tan desalmado me crees? ¿Tan superficial te resulta mi afecto sabiendo que no te he mostrado más que paciencia a pesar de tus constantes rechazos?

—Ni una cosa ni la otra, por supuesto —se apresuró en aclarar—. Pero no puedes negar que ni tu estado ni tus palabras cargan la seriedad suficiente para convencerme. Cualquiera te tomaría por loco, y si yo no lo hago es porque te estimo demasiado para ofenderte.

—Es porque me conoces —repliqué—, siempre te jactas de ello. Jamás te mentiría deliberadamente, y si alguna vez se me ocurriera hacerlo sería con el convencimiento de que tal mentira podría asegurar tu bienestar y felicidad. Todo esto lo sabes. Sólo tienes miedo de aceptar la verdad. Y la verdad es que has sido marcado por un monstruo, Johann, y que tu vida corre peligro —suspiré—. Y probablemente yo no sea capaz de hacer nada y la simple idea de perderte me tortura. Así que recupera el aliento y no reniegues ni me cuestiones cuando te pido que te eches a correr con todas tus fuerzas —culminé con un tono más serio. Un asentimiento de su parte dio la discusión por zanjada—. Ahora, vámonos; ya hemos perdido demasiado tiempo aquí.

No era mi intención matarlo de miedo, pero si esto terminaba convirtiéndose en un efectivo aliciente no pensaba disculparme en caso de que saliéramos vivos de esa. Tomé la mano de Johann con seguridad. No dejé que el desconocer la posición exacta en la que nos encontrábamos resultara un impedimento. De todas formas, creía firmemente en que el supuesto caballero tenía la capacidad para localizar a Johann sin importar dónde se encontrara, así que daba igual la posición, sólo faltaba correr para mantener la distancia. Con suerte, la luz del sol lo ahuyentaría y ya con más tiempo y espacio, y sobre todo, con mucha más calma y lucidez, seríamos capaces de idear un mejor escape.

El bosque, naturalmente, era una inmensa maraña de sombras y susurros. Las copas de los árboles bailaban sobre nuestras cabezas agitando sus ramas y sofocándonos con los efectos que, junto a la luz de la luna, provocaban sobre el suelo. Mientras corríamos tomados de las manos, una extraña calma se fue apoderando de mí. Extraña, por supuesto, dadas las circunstancias, pues debía mantenerme alerta, atento a cualquier señal de peligro. Sin embargo, por más que me resistiera, algo había en ella que me arrastraba, casi incitaba a creer que la persecución por fin había concluido y ya nos encontrábamos fuera de todo peligro. Apelando a toda mi fuerza de voluntad no me detuve, pero no dejó de incomodarme el hecho de que una batalla de tal magnitud comenzara a abrirse paso en mi interior. Resultaba tan inoportuno que mis inseguridades y mis anhelos confluyeran en mi interior y casi al mismo ritmo, confundiéndome. Si me dejaba convencer la vida de Johann correría un peligro tremendo, y no podría vivir con la idea de haber sido el único culpable de ese desenlace.

Aparte de la sensación de apacibilidad había otra mucho más peligrosa: la sensación de que corríamos en círculos. No había nada en el camino que nos ayudara a medir la distancia recorrida, y con la prisa que nos movíamos mucho menos éramos capaces de intentar recordar la ruta tomada, los desvíos y atajos. Así que podría tratarse de una simple falta de percepción y no debía considerarlo un hecho real. Pero resultaba cada vez más difícil convencerme, y el que la luna aparentara total quietud sobre el cielo también me hacía creer que era muy poco el tiempo transcurrido, lo que tampoco ayudaba en absoluto. No alarmé a Johann con estas observaciones pero era cada vez más difícil no creer que todo lo hacíamos en vano.

Entonces, como si mis ruegos para encontrar una señal que desmintiera mis creencias hubieran sido escuchados, llegamos a un claro en el bosque, bañado en su totalidad por la luz de la luna, y lo suficientemente amplio para sentirme expuesto. Claro que no pensaba descansar mucho tiempo ahí por las razones ya citadas, pero al menos servía de prueba para comprobar que nuestra carrera no había resultado en vano. Intenté normalizar mi respiración y recuperar un poco el aliento, y cuando estuve a punto de decirle a Johann que lo mejor era retomar el paso, él me soltó la mano.

—Es aquí —dijo con incredulidad—. Reconozco este lugar.

—Johann, hemos estado muchas veces en este bosque, es natural —dije, aunque yo no encontraba el lugar familiar en lo más mínimo—. Ahora, no perdamos el tiempo en esto...

—No entiendes —me interrumpió—. Lo recuerdo.

—Johann —lo apremié.

—El sueño, Lucile. Tres puestas de sol y dos amaneceres... La atracción.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Es hermoso —sonrió—. Lo recuerdo ahora.

—¡Johann! —exclamé, confundido.

—Por eso siempre me encuentra.

—Por favor, dame la mano. Marchémonos ya.

—No lo recordaba, por eso no lo veía, y por eso me busca.

—Ya es suficiente. Basta, por favor —supliqué, temeroso. La piel me ardía en un copioso y descontrolado sudor frío. Todo a mí alrededor parecía en calma y hasta el viento y el siseo de las ramas habían muerto. Corrí hacía él. ¡Estaba todo tan claro! Podía verlo, cada una de sus facciones, su sonrisa torcida, su piel nuevamente pálida y sus ojos abiertos de par en par como si... No pude aceptar la idea. Corrí a su dirección y lo estreché con fuerza—. ¡Johann! —grité. Tomé su rostro entre mis manos y presa de un pánico tan insoportable como esclarecedor, lo besé. Si habría de morir en sus manos, me llevaría algo de él conmigo, aunque tuviera que arrancárselo a la fuerza.

—Ya es tarde —sonrió.

—Todavía podemos huir.

—No. Ya está aquí.

—Los otros deben estar buscándonos. Sólo un poco más, querido Johann, por favor. No me hagas esto. Si tu afecto por mí es al menos la mitad de intenso que el que te profeso, no me hagas esto.

—Mi querido Lucile —dijo. Me miró con tanta complacencia que creí que había conseguido hacerlo mudar de parecer—. Está detrás de ti.

Mi respiración se detuvo ese instante en que su mirada y la mía se encontraron. Pude ver en él la profundidad de la muerte misma, el anhelo a un amor sombrío y la delicadeza de esa belleza que no puede explicarse con palabras. Me di por vencido. Mi cuerpo se dejó dominar por la apacible calidez de la muerte traída a este mundo por manos frías y secas. Ya no había nada que pudiera hacer más que cerrar los ojos y dejarme caer para que los brazos de ambas criaturas me retuvieran en ese rito de amor obligatorio para llegar al otro mundo...

En mi resignación, sin embargo, olvidé que no era a mí a quien perseguía, y cuando abrí los ojos, el dolor, uno tan inmenso como inimaginable, terminó de arrancarme la vida.

El caballero ahora parecía más humano. Su cabello ligeramente oscurecido en un tono casi rojizo, su piel menos pálida y sus facciones más hermosas. Verlo con tanta claridad no me pareció cosa de este mundo, como tampoco me lo pareció el hecho de que el cuerpo de Johann se encontrara a sus pies, completamente frío, desprovisto de cualquier señal de vida, pálido y seco; sus ojos grises abiertos, como lagos gemelos que atrapan en sus aguas el resplandor de la luna.; su pecho cubierto por el rojo hilo de la vida...

El caballero no me había tocado, pero, negándome la existencia de Johann, ¿no me había matado por igual? Me levanté solo para avanzar un par de pasos y caer de rodillas. Podía sentir las lágrimas en mi rostro, pero no quería ni podía aceptarlas como reales. Entonces él se acercó, tomó mi cara entre sus manos y me observó con un cariño que, de no ser por las circunstancias, habría calificado como cálido y verdadero. No rehuí de su mirada, ni dejé que sus manos frías congelaran mi determinación. Al igual que Johann, yo debía morir ahí, sólo así él se encontraría completo.

Asentí.

Sentí sus dientes en mi pecho, finos, y el calor de mi sangre, la vehemencia con la que sus labios la absorbían, y luego, casi en su última gota, esa lengua cálida que no atrevía a desperdiciar nada. Mi vida colgaba de un hilo, de un fino hilo plateado que debió desprenderse de su cabellera antes de que ésta se tornara por completo rojiza. Entonces una sonrisa y un beso, y por último, Johann muerto, a mi lado, y yo... yo muerto también.

El resplandor de la luna al fin desapareció.

Cuál no sería mi sorpresa al abrir los ojos y sentir el ardor que produjo en estos la luz del sol, golpeándome de esta manera con la vida que todavía parecía poseer. Totalmente desconcertado traté de reincorporarme, pero el cuerpo me pesaba y mi garganta estaba tan seca que ardía con la intensidad suficiente para que lágrimas afloraran de mis irritados ojos. ¿En dónde estaba? ¿Qué había pasado...?

—¡Jo...!

Fue en vano. La garganta no me dio para nombrarlo, y el recuerdo trajo consigo más lágrimas y más dolor.

—¡Lucile! —gritó alguien. Su voz me resultó tan ofensiva que a punto estuve de llamar su atención, y lo habría hecho si mi ánimo y mi voz lo hubieran permitido.

—¡Christian, Joseph! —volvió a gritar—. ¡Lucile has despertado!

William. Sin duda era William. Sólo su humildad era capaz de guardar el lecho de un moribundo con tanta delicadeza para luego destrozar este esfuerzo con su desentonada voz. Se acercó a mí con cautela, pero yo seguía tan poco lúcido que además de reconocer su presencia no pude hacer nada.

—Lucile —me llamó una nueva voz. ¿Christian?

—¿Qué demonios te pasó, amigo? —¿Joseph?

Los miraba a todos con incredulidad... podía ser... ¿podía albergar la más mínima esperanza a pesar de haber presenciado el fatal destino de...?

William rápidamente me acercó un vaso del que apenas pude distinguir sabor y menos beber con facilidad. Con sorbos casi secos fui sintiendo la garganta recuperada, aunque por poco, pero al menos lo suficiente para que balbucir no me resultara tan doloroso.

—¿Johann? —carraspeé—. ¿Johann?

Todos sonrieron.

—No cambias —dijo William—. Johann duerme. No ha parado de buscarte. Fue el último en rendirse y, naturalmente, fue él quien te encontró. Ahora descansa en su hogar. Está exhausto. Tres días de búsqueda dejan rendido a cualquiera. Hasta al más valiente de todos.

—¿Tres días? —inquirí. Comencé a negar. ¿Llevaba tres días dormido?

—No llevas ni un día dormido —se encargó de aclarar Joseph—; tres días duró tu búsqueda.

—No entiendo —balbuceé.

—¿Recuerdas el reto? —intervino Christian—. Le había tocado a Johann pero tú no lo permitiste. «Este chico es muy valiente, sólo será una broma para él», dijiste. Entonces lo decidimos otra vez y te tocó a ti. Curioso que no defiendas tu valentía como lo hiciste con la de tu querido amigo —bromeó.

—Aceptaste el reto y cerca de medianoche te internaste en el bosque —continuó William—. Tenías que permanecer ahí hasta el amanecer. ¿Cómo crees que nos sentimos cuando, en pleno mediodía, todavía no te habías dignado en aparecer?

Nada de lo que decían tenía sentido. Yo no había tomado el reto, ese había sido Johann, y fue a él a quien encontramos tendido en la entrada, completamente inconsciente... todo lo que había pasado a partir de ahí...

—La gente del pueblo se volvió loca —prosiguió Joseph con su típico tono bufón; despreciaba tanto la superstición como a la gente supersticiosa y no perdía oportunidad para burlarse de ellos—. Ni que se diga de buscarte. Nadie quiso. «La mansión en el bosque. El caballero. El caballero plateado se lo llevó, se lo llevó», decían, como borregos. «Se lo llevó y ahora está marcado de por vida. Su vida y la de él son una, inseparables, atadas en la muerte, en la vida, en la oscuridad y en la sangre; uno de día, el otro de noche y bla,bla,bla» —rio—. Fue tan gracioso, que de no ser por la preocupación me habría reído durante meses.

—La búsqueda sólo la llevamos a cabo Will, Joseph, Johann y yo —relató Christian—. Pero imaginarás que era demasiado terreno el que debía cubrirse. El primer día la pasamos verdaderamente mal, y para el segundo se nos ocurrió enviar una carta a tu casa de campo exponiendo la situación con la esperanza de que tu padre, o quien la recibiera, no lo creyera una de tus tantas tonterías y se dignara en mandar ayuda, o al menos dinero, para convencer a alguna de estas personas a ayudar en la búsqueda.

—No hizo nada —sonreí yo. Conocía demasiado a mi padre y las ideas que tenía sobre mí.

—Pero nosotros igual no nos rendimos —intervino Will.

—Pero al menos nosotros tomábamos uno que otro descanso —agregó Joseph—. Johann no paró en absoluto, de ahí que ahora duerma. Bien caro pagó el que no nos concedieras la gracia de tu presencia a la hora estipulada —bromeó en medio de una falsa reverencia.

¿Cómo decirles que me jugaba la vida si no lo veía? Como mis amigos, no dudé de sus palabras, pero había una necesidad diferente en mí, y el anhelo era tan fuerte como insoportable, y la sensación sólo sería aplacada cuando yo mismo comprobara con mis ojos y con mis manos que Johann se encontraba bien.

—Te encontró y te trajo a cuestas —dijo Will—. Estabas muy mal.

—¡Y sigues viéndote tan mal! —bromeó Joseph—. Por suerte el doctor Schooles dijo que no pasaba de una insolación y una leve deshidratación, y que con reposo y líquidos saldrías de esta como nuevo.

—Y no estamos ayudando mucho en la parte del reposo —intervino Will nuevamente—. Lo mejor es que sigas descansando, Lucile. Cuando Johann despierte lo pondremos al tanto de todo. Te aseguro que él está bien. No debes preocuparte.

—Gracias, muchachos —murmuré.

Estaba vivo, mis amigos lo aseguraban y no vi nada en ellos que me hiciera creer que no fuera verdad. Sin embargo, ¡qué difícil es convencerse cuando has experimentado todos tus miedos más profundos en una sola noche! ¿Acaso no podría ser que ahora mismo me encontrara en un sueño y la realidad seguía siendo esa noche de luna llena y de monstruos infernales? A raíz de esta idea me rehusé a cerrar los ojos. Si era así, me negaba a despertar. Si esa pesadilla era mi verdadera vida no quería retomarla, y mientras pudiera, no iba a retomarla. Johann estaba vivo aquí, y esa era la única realidad que yo podía aceptar. Mi padre podría afanarse en enojos ante mi supuesto desenfreno, era mejor que me creyera un osado, un tonto derrochador, y hasta un muerto, que un enamorado; de todas formas, jamás comprendería, él jamás...

Me reincorporé con dificultad y tomé el vaso que Will me había tendido con anterioridad. Debía tratarse de alguna infusión, mi paladar seguía inservible y sólo bebía por la necesidad de recuperarme a la brevedad posible. Entre más fuerza tuviera menos sueño sentiría y podría permanecer así hasta saciarme por completo de la presencia de Johann. No podía arriesgarme. Me desconsolaba la idea de volver a perderlo, tanto que si seguía pensando en ello corría el riesgo de perder la cabeza.

Lo cierta era, sin embargo, que la fortaleza de mi determinación y la de mi cuerpo no iban de la mano. Y por mucho que intentara no dormir, al final, no pude evitarlo. Con un tremendo dolor en el pecho vi los últimos rayos del sol antes que desaparecieran, al igual que la luna, esa noche...

Abrir los ojos se había convertido en una auténtica aventura por sí misma. No fue tanta la sorpresa el verme despierto en la misma habitación, sino tener a Johann —¡y con qué facilidad pude distinguirlo!—, a mi lado. Dormía, apretado contra mi costado, y sólo su calor me proporcionó el alivio necesario para mil vidas. Enterré los dedos en su cabello y con un poco de dificultad comencé a llamarlo.

—Gracias —le dije.

—¿Y eso por qué?

—Por estar vivo.

—¿Y no debería ser yo quien de esas gracias? —sonrió.

—¿Hay algo en mi existencia que te haga sentir agradecido?

—Y bien lo sabes —bostezó—, únicamente preguntas porque quieres que me deshaga en halagos hacia ti.

—Es que ya no quiero guardar silencio, Johann.

—Hay cosas que no pueden ser.

—Si supieras por todo lo que pasé ya no pensarías lo mismo.

—¿Y crees que yo no tuve mi dosis de sufrimiento? —inquirió, dolido—. ¿O es que crees que no corrí desesperado a través de todo ese estúpido bosque con el temor siempre acosándome con tu cuerpo sin vida?

—Pero me encontraste vivo, ¿qué más consuelo que ese? —repliqué—. Yo te vi morir. Vi como robaban cada gota de tu sangre, Johann. ¿Cómo puedo llegar a sobreponerme a eso?

—¿De qué hablas?

—Una pesadilla, espero.

—Y ahora tiemblas.

—Fue insoportable, no quiero recordarlo.

—¿Me lo contarás algún día?

—Por ahora prefiero olvidar —respondí, convencido.

Entonces Johann buscó mi mano, e hizo que, entrelazada con la suya, descansaran ambas sobre mi pecho. No podría haberme sentido más cerca de él que en ese momento, y tendría que haberme bastado. Sin embargo, no fue así.

—Johann, ¿me besas antes de despertar?

—El sol te ha hecho perder la razón. Deliras —bufó—. ¿Acaso no estás despierto ya? ¿Es esta otra de tus tontas bromas? Pues permíteme anunciarte que no caeré. Desde hoy tus artimañas no surtirán efecto en mí.

—Tengo miedo —susurré—. Tengo tanto miedo de que lo sea que no me atrevo a perder la oportunidad.

—¿De que sea qué? Me desconciertas.

—Que este sea el sueño y aquella la realidad.

—Basta, Lucile, ya no es gracioso.

Cerré los ojos. Había hablado demasiado ya y la garganta volvía a arderme por el esfuerzo. Pero no iba a rendirme, iba a insistir hasta conseguir algo porque la idea de perderme esa última oportunidad no me dejaría en paz hasta verla realizada. Pensaba en esto cuando la mano que sostenía la mía se liberó. A punto estuve de renegar y entonces, en una acción todavía más sorpresiva, sentí el peso del cuerpo de Johann sobre el mío. Se había sentado a horcajadas sobre mí, y ahora me veía con el dolor que anteriormente, intuí, se había esforzado en disimular.

Tomó mis manos y la estrechó contra su pecho, contra sus labios. Estaba fascinado con sus atenciones. ¿Quién era yo para cuestionar su experiencia? Me regañé internamente y luego, con cierto esfuerzo, salí en su encuentro, envolviéndolo débilmente con mis brazos, buscando sus labios, los que primero me negó pero que luego entregó con total consciencia. No podría haberme hecho más feliz, y esperaba despertar en él, sino una emoción más intensa, al menos una bastante similar. En cuestión de minutos nos despojamos de nuestra ropa, y en arrebato totalmente ajeno al intercambio que realizábamos, busqué en su pecho la herida que lo había marcado para la muerte.

Fue inmensa mi alegría al no encontrarla, y me entregué a él con el consuelo de saberme despierto al fin, y lejos de todo mal. Su cuerpo y sus atenciones fueron lo único que pudieron terminar de convencerme. Ni en mis sueños más delirantes habría esperado semejante intensidad, entonces, ¿cómo podría tratarse este de un sueño? ¿Cómo un sueño habría permitido que rozara su piel con mis manos, con mis labios...? ¿Cómo su voz habría resultado tan real de no serlo; y sus suspiros, tan míos como suyos? Y esa deliciosa extenuación que casi conduce al delirio, al desenfreno... Ver mi propia debilidad traducida en caricias cada vez más pobres, pero en atenciones más intensas. Sus atenciones, esas que siempre busqué y me fueron negadas; y sus sentimientos, apresados en su piel, que gracias a nuestro contacto ahora resultaban familiares en la mía. Si era mío no era un sueño, porque en sueños ya lo había tenido, pero nunca así.

—No tengo palabras —susurré, cansado.

—¿No es lo que esperabas? —preguntó Johann, acariciándome el pecho.

—Mucho más —respondí, tomando su mano—. Gracias —volví a decirle.

—¿Otra vez? —sonrió—. ¿Y ahora por qué?

—Por estar vivo.

—Agradéceselo a mi madre —bromeó.

—No me faltan ganas, sólo espera que me recupere.

Rio y esto bastó para que renaciera en mí el deseo de abrazarlo y besarlo. Sin bien tenía la ligera sospecha que, al recuperarme, todas sus atenciones quedarían en el olvido al verme ya dispuesto a enfrentar la vida tal y como era en realidad, ahora albergaba la pequeña esperanza de recibir algo de él siempre y cuando fuera con total discreción. Esto haría de mis días en la ciudad un martirio, martirio que se vería recompensado de la mejor manera siempre y cuando todo viniera de él.

—¿Ahora si dormirás? —continuó—. Deberías seguir descansando.

—¿Para perderme esto?

—Debes descansar, Lucile. Falta tiempo para tu partida —susurró—. Así que descansa ahora antes de que sea demasiado tarde.

—Y sólo porque tú me lo pides.

—Los otros se enfadarán si se enteran de lo mucho que me favoreces.

     —Ya lo saben —sonreí—. Y me parece que hace unos minutos no te importaba mucho.

El miedo ya me había abandonado por completo cuando esta vez me permití cerrar los ojos con la intención de no abrirlos en mucho, mucho tiempo. La calidez del cuerpo de Johann a mi lado contribuyó a esta paz, y el deseo de descansar para volver a tenerlo hizo que todo fuera más fácil. ¿Pero acaso nuestros deseos no son engañosos? En ese poco lapso, en ese interminable ir y venir de minutos y días, de días y de noches, ¿cuántas veces me había engañado ya? ¿Estaba dormido en realidad? ¿Volvía a caer en la trampa de la vigilia y el sueño?

Me pareció despertar. Era de noche. La luz de la luna se colaba por la ventana y la única cosa que impidió que perdiera la cabeza fue la presencia de Johann a mi lado. Suspiré, aliviado. El viento había comenzado a susurrar cerca de la ventana. La estancia estaba tan iluminada que era como si la luna misma hubiera entrado en ella sin nuestro permiso. Fue extraña, esa luminosidad, esa claridad tan copiosa que le daba forma a todo lo que se encontraba en la habitación. Había algo frío en ella, y una pesadez que provocó de todo en mí, aunque mi cuerpo sólo alcanzó a demostrarlo con la forma descontrolada en que se me erizó la piel. La familiaridad que me embargó empeoró mi estado, al punto que me pareció ver realizado lo que tanto había temido al despertar. Difícil sería convencerme otra vez de que ese era un falso despertar, y que volvía a estar atrapado en una pesadilla.

Como si se tratara de una premonición, supe dónde guiar la mirada para encontrarme eso a lo que tanto le temía. Nunca quise haber estado más equivocado en mi vida, pero ya no había nada que hacer. Él estaba ahí, y me miraba. Su cabello seguía rojizo y de no ser por su mirada y su sonrisa, lo habría creído un humano. Lo había visto tan de cerca ya que no había manera de que no lo reconociera. Me quedé quieto y apesarado. No podía marcharme sin dejar a Johann en sus garras, y aunque hubiera querido gritar para advertirle, de mi garganta apenas se escapó un silbido seco que me condenó como el más cobarde de todos los hombres. Agachando la cabeza me resigné, pero no permanecí mucho en este estado. Algo en él me obligaba a verlo, y así lo hice.

El caballero sonrió, llevó el dedo índice hasta sus labios indicando que hiciera silencio. ¡Cómo si hubiera podido decir algo! Por tonto que parezca, esto me indignó, mi cobardía era así de grande y esta era su manera de burlarse de mí. Yo me había dejado enteramente dispuesto no sólo para que me arrebatara la vida sino también para que me condenara con su desprecio, con sus aires de aristocrática superioridad, con la grandeza de aquel quien no obedece a nadie. Entonces volvió a sonreír, esta vez casi con complicidad, mientras con ese mismo dedo se dedicaba ahora a señalar a Johann. Me estremecí. Negué rápidamente. Le mostré mi pecho convencido de que podía escuchar mi corazón palpitante hacía unas pocas horas feliz y ahora aterrorizado por su presencia y lo que significaba. Tenía que bastarle. Johann ya no estaba marcado, yo mismo lo había comprobado.

Para mi sorpresa, durante largo rato la criatura no hizo nada. Se limitó a verme a Johann y a mí intercaladamente, hasta que por último, después de verlo a él, se tocó el pecho, señalando ese lugar que con tanta facilidad había aprendido a localizar. Fue su forma de decirme: te equivocas. No tienes control sobre nada.

Inmediatamente me incliné sobre Johann y temiendo despertarlo inspeccioné delicadamente pecho: no encontré marcas. ¿Es que la marca yacía ahora en otro lugar? Afligido, me volví hacía la criatura, a la que encontré negando; ahora me señaló a mí.

No me estremecí cuando, al palpar mi pecho, un ligero dolor se extendió por éste, concediéndome así la certeza de lo que en realidad estaba pasando. El caballero me vio, con su sonrisa plateada, y se acercó a mí para robarme un beso. Sentí la sangre arder, y mi vida desperdiciarse, pero en ese momento, al recordar lo que había pasado, lo que me habían dicho al despertar...

Johann ya no yacía a mi lado sino frente a mí.

El caballero me había atado, convenciéndome a través de Johann, y yo lo había aceptado, bajo la luna llena cuando, habiendo perdido la que creía era mi vida, asentí para que me diera la suya. Y como en él se reflejaba la existencia de aquel a quien amaba, me resigné, albergando en mi pecho la esperanza de que, habiéndose saciado de su capricho, me liberaría al fin, en una vida que esperaba esta vez si se tratara de un sueño.

Fin


_________

¿Y qué tal?

Espero les haya gustado, de ser así, una estrellita o algún comentario es bienvenido ;)

Este es uno de mis relatos favoritos entre todos mis trabajos, así que espero que lo hayan disfrutado.

Muchas gracias por leer.

Saludos.

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