Capítulo. XI
Siglo XVIII, 1710, 15 de abril
2:08 P.M.
Le pedí a Mavra que agitara la pequeña campana en el mostrador y ver cómo el tamaño del objeto pasó a ser minúsculo entre sus manos me hizo abrir los ojos de par en par.
—¡Un minuto! —gritó una voz varonil detrás de las paredes.
—¿Está es la casa del sastre?
—Sí, esta es la casa de Tudor.
—¿Tudor?
—Independiente a su oficio, ellos vienen de una rama de la realeza en Inglaterra, dejaron de reinar en 1603.
—Son familia lejana.
Las dos giramos la cabeza para verlo y Arno nos dio la bienvenida.
—Su alteza —se reverencia para saludarme—. Caballero, soy Arno.
—Por favor —lo detiene Mavra—, no tiene que hacerlo para mí, es un placer poder verlo de nuevo sastre.
—Ellos son la casa de Tudor y yo soy de la dinastía real Vujicic. Básicamente lo mismo —comento.
—¿Qué piensa sobre ser reina? —me pregunta Arno.
Mavra le lanzó una mirada seria y amenazante, deduje que fue por la forma tan confianzuda e informal en la que me habla.
—Está bien, Mavra, es mi cómplice.
Sopló aire por la nariz en respuesta y nos dejó conversar, escuchando y observando detalladamente todo lo que nos rodea en estos momentos.
—¿En qué puedo servirle, su alteza?
—Necesito ropa para ella, vístela con tus más preciosas telas.
—Así lo haré, princesa —me asegura con gentileza—. Por favor, acompáñenme al cuarto de medidas.
—¿Y esta pintura? —inquiere Mavra a mis espaldas—. ¿Quiénes son ellos?
—Es el joven rey de Inglaterra, a la derecha, Eduardo V de doce años y su hermano Ricardo de Shrewsbury, a la izquierda, duque de York de nueve años. Ambos eran hijos del rey Eduardo IV y de Isabel Woodville, y herederos del trono de Inglaterra.
—¿Por qué fueron retratados así...? Se ven tan solos, melancólicos... No parece que pertenecen a la realeza a simple vista, el ambiente donde se encuentran no es correcto —concluye mientras examina la pintura como si se tratara de una prueba—. Se parecen a ti...
—Tras la muerte de Eduardo IV, sus dos hijos fueron encerrados en la Torre de Londres por su tío Ricardo; nunca se supo qué fue de ellos —le explico con cautela—. La teoría más sonada, respecto a qué pasó con ellos, sostiene que los príncipes fueron asesinados por su tío Ricardo, quien usurpó el trono de su sobrino Eduardo V.
—Tiene aires de que pudo ser un excelente líder —espeta con una sonrisa, refiriéndose a Eduardo y viéndome reflejada en los rostros de los príncipes—. Su hermano... —señala— lo protege.
Volteó a verme con temor y yo no me dejé llevar por el momento, sé a dónde quiere llegar, sé que hay parentesco, sé que puedo terminar como ellos, pero no permitiré que su mente vaya más allá.
—Si el destino llega a desear que así sea tu dinastía... no lo apruebo, no lo aceptaré.
—Yo tampoco, por eso me pinto el cabello —le digo burlona para cambiar de tema y relajar nuestros aires tensos.
—Dabria...
—No pienses en eso Mavra... —le pido decaída por como me demuestra su herida, que aún no sana—. Si el destino quiere que termine como ellos entonces me hundiré pacíficamente para no lastimar la historia.
—No —espeta—. Te protegeré igual que su hermano lo hace, con esos mismos ojos, con esa mano en el hombro, cerca del pecho. Juré hacerlo, desde que tengo memoria... desde el inicio de mis tiempos, Dabria. Voy a protegerte como princesa y reina de Vreoneina. A ti y a tu dinastía. —Me observó determinante, con sus ojos vacíos pero a la vez llenos de esa determinación por cumplir su palabra, aunque le cueste la vida.
Su confesión me tomó desprevenida, sentí mi rostro hervir y le pedí que fuéramos con Arno. La seguridad, perseverancia y palabra que tiene Mavra poco a poco me va matando.
—Bien, caballero, por favor párese aquí —le pide Arno frente a los tres espejos inmensos.
Mavra fue y se subió a la base de madera, haciéndose la persona más alta del salón, y mantuvo una buena postura. Tomé asiento frente a ella y se dio la vuelta en su lugar para mirarme, Arno la examinó y yo les regalé una gran sonrisa a los dos.
—Comenzaré con las medidas.
—¿Tienes zapatos a la venta? —le pregunto.
—Sí, permíteme. —Se agachó a los pies de Mavra y con su cinta métrica sacó su talla—. Los que tengo para ella están aquí. —Se levantó y fue por un baúl de tamaño medio para dejarlo a lado mío.
—Busco algo formal pero no tan llamativo ni extravagante.
—Sí, definitivamente encontrarás algo aquí. —Abrió la tapa y el olor a cuero llegó a mis fosas nasales—. Estos están recién salidos del horno, hay un par que no he terminado, por eso no he puesto esta colección al frente de la tienda.
—Gracias —le digo y él siguió tomando las medidas de Mavra.
Vienen ocho pares dentro; saqué las botas más altas y su estilo rústico me llamó la atención, las dejé en el baúl con cuidado y fui sacando cada par que Arno ha creado hasta encontrar uno que me satisfaga.
—Casi se acaba mi cinta —espeta impresionado, yo giré mi cabeza hacia ellos por la sorpresa, mientras la enrolla en un círculo para facilitar su movimiento.
—¿Qué? —exclamo.
—Mide un metro con setenta y tres.
—No es extraño que yo le llegue al hombro. —Se le escapó una pequeña risita a Mavra, le entregué sus zapatos y Arno nos pidió un poco de tiempo.
Se fue al salón de a lado, su taller, y nosotras lo esperamos aquí. Mavra se probó las botas bajas y yo la observé.
—¿Te quedan bien?
—Sí, se parecen a las que tenía cuando era niña —dice contenta.
—Esas serán entonces, me gustan, son simples pero se ven elegantes con los botones de plata.
—Sí, son muy bonitas.
—Disculpen —nos habla Arno con la cabeza asomada en la puerta—, ¿está bien si tocan música? Me visitaron mis artistas favoritos y siempre les pido que toquen si estoy en el taller... es para inspirarme.
—¡Yo estoy bien con ello! —Mavra exclama emocionada.
Asentí lentamente con la cabeza y se esfumó detrás de la puerta de madera.
—¿Aún te sigue gustando la música? —me pregunta.
—Cla...
No era una orquesta la que estaba tocando, es una banda movida, hay cuerdas que se raspan de por medio, golpes graves, violines, pero muy alegres y rápidos. Cualquiera se rebosa de alegría con estas canciones.
Mavra me tendió su mano, la tomé sin vacilar, dimos vueltas con nuestros brazos extendidos frente a nosotras, mirándonos atrevidas y cuando comenzó la canción tiró de mí para bailar juntas.
—¿Sabes bailar flamenco? —le pregunto entre las vueltas que dábamos, en cuanto quedábamos cara a cara, para que lograra escuchar.
—Te veo.
Hice movimientos gráciles con los brazos, ella me complementaba con sus zapateos feroces, todo al ritmo de la música.
Nos movíamos por todo el lugar, nos extendíamos hasta el último rincón para llenarlo de nuestra presencia y dejamos que la temperatura del salón aumentara por nuestros movimientos vivaces.
—Ya he aprendido —me anuncia.
Se alejó de mí, al ritmo de la música y cuando di una vuelta Mavra ya tenía puesto un sombrero con una pluma inmensa, vino con prisa hacia mí para enrollarme en el cuello una bufanda echa de plumas suaves y desordenadas. Me dio varias vueltas hasta que ella quedó detrás de mí, tomó mi cintura con una mano y con la otra guio mi brazo hasta que se encontraran.
Miré nuestros cuerpos en los espejos, su altura se volvió intimidante con ese sombrero colorido y mi rostro resaltaba con las plumas muy bonito.
—¿Me permite esta pieza, doncella? —pregunta a mi oído suavemente.
—No —le digo y ella levantó la cabeza repentinamente, sus ojos temblorosos me miraban pero yo observaba atenta su reflejo en el espejo—, si tú no me lo permites.
Sonrió ante mi respuesta y mi corazón dio un vuelco, me hizo girar y estando frente a frente las dos nos reímos. Nos zarandeamos de un lado a otro y recorrimos todo el salón entre vueltas y acercamientos impensados por el temor a separarnos.
Aplausos al ritmo de la melodía nos permitieron llevar el mismo compás, me separé de ella y bailé por mi cuenta. Desenrollé la bufanda de mi cuello y la agité alrededor mío para que siguiera la figura de mi cuerpo. Entre brincos pequeños me acerqué a la Mavra estupefacta que tenía enfrente, me reí de su cara y le cerré con un dedo su mandíbula abierta.
—¿Por qué esa cara, mi niña? —Puse la bufanda en su nuca y tiré de los dos extremos para que se acercara. Nos subimos a la base de madera donde toman medidas y se escucharon nuestros zapateos—. Más vale que no te hagas piedra por mi belleza.
Se carcajeó por mi comentario y seguimos bailando y aplaudiendo al son de la canción. De fondo se escuchaba Arno y otras personas cantando, Mavra y yo riéndonos, la melodía sonando fuerte y la madera hueca resonando por todo el salón.
—¡Y... —me dio una vuelta, me atrajo a su cuerpo, me incliné hacia atrás a la par de que ella me sostenía con su brazo en mi espalda y ella se quitó el sombrero con la otra mano para anunciar—: se acabó!
Los aplausos resonaron en el otro salón y las dos cobramos nuestras posturas, esto sin dejar de mirarnos con unas sonrisas inmensas. Mavra me buscaba con la mirada a pesar de tenerme justo enfrente, sus ojos oscuros me llamaban, entre nuestras respiraciones agitadas se nos escaparon unas risitas de nostalgia, me incliné hacia ella y le di un beso en la mejilla, me abrazó con firmeza e inclinó su cabeza hacia mí para intensificar el beso.
—No me beses, Dabria —me pide con preocupación, con pendiente de que alguien nos vea.
—Tú no me vas a decir qué hacer, ya te toca vivir el infierno por el que yo pasé sin ti. —Tomé su rostro con las dos manos y la besé, correspondió a mi beso con intensidad y nuestros labios se intercalaron.
—Sí que va a ser un infierno si nos encuentran juntas —susurra contra mi boca entre risitas—. Pero no podemos tener ese tipo de relación —me explica, apartándose de mí.
—Tú sabes que no quiero ser tu amiga.
Me miró con ojos melosos, me brindó su tranquilidad y yo le correspondí con determinación.
—Yo tampoco quiero que lo seas... —me confiesa—. Serás el sol que me acaricia todos los días, el viento melifluo que me arrulla de un lado a otro, el agua que se escurre por todo mi cuerpo y que entra por mi garganta, serás la comida que me hace resurgir de entre mis debilidades... Serás todo para mí.
—Te extrañé tanto...
—Te confieso que tú fuiste uno de los rostros que me impulsó a seguir adelante cuando estaba... tan cansada... Nunca te vi con ojos que cruzaran un límite, pero ahora... Me es imposible resistirme a tu belleza; llévame a tu museo para servirte de estatua en la colección.
Le di una palmada ruidosa a su hombro a la par de que las dos nos reíamos con suavidad.
—No te voy a dejar ir.
—Yo sé que no, pero yo tampoco me marcharé.
Arno carraspeó su garganta y Mavra sonrió al escucharlo, yo me sorprendí un poco porque no noté su presencia. Las dos lo miramos y entre sus brazos cargaba un traje color azul de Prusia y jadeé de tan bonito que es.
—¡Es bellísimo!
—Sabía que te gustaría la tonalidad.
—Es muy bonito, ¿cómo se llama el color?
—Azul de Prusia —le responde Arno—. Se descubrió por accidente en un laboratorio en 1704, gracias al químico y productor de colores berlinés Heinrich Diesbach. Buscaban una tonalidad roja pero faltaba un material, a cambio pusieron un sustituto y el resultado fue rotundamente diferente. La receta es secreta, soy el único con ella aquí, además de ser el único capaz de pintar las prendas con esta —presume con orgullo por su trabajo.
Le entregó las prendas a Mavra y ella fue a cambiarse detrás del divisor de madera.
—Hiciste un gran trabajo —lo felicito.
—Muchas gracias, su alteza.
—¿Cuál es el precio de tu obra de arte?
—Se lo regalo.
—¡¿Cómo?! No, no. Arno, no.
—Alteza, es su primer atuendo de verdad desde hace años ¿no?
—Sí...
—Se lo regalo, es mi presente de bienvenida.
Incliné la cabeza profundamente en forma de agradecimiento y él hizo una pequeña reverencia.
—Es todo un placer poder coser para ustedes, un honor realmente.
—Y tú eres todo un artista —remarco mientras veo a Mavra salir con un traje precioso.
—Consiste en un chaleco adherido al traje, con cuello amplio y solapas sólidas al frente —nos explica contento—. Tiene dos bolsillos y el chaleco tiene uno al lado derecho, la cola del traje diez centímetros por encima de la rodilla y los pantalones ajustados de la cintura hasta el tobillo. Encajes platinados y botones de plata son lo que decora este traje. —Acomodó el cuello de su camisa de algodón—. Es muy simple, si hubiera tenido más tiempo te lo hubiera hecho más detallado y completo.
—Te quedó muy bien, está perfecto —destaca Mavra—. Los zapatos coinciden a la perfección.
—Este es tu presente de bienvenida a Vreoneina, de nuevo.
Mavra lo miró a los ojos con sorpresa, le regaló una media sonrisa sincera y con pena. Asintió y le dio un abrazo con palmadas ruidosas a su espalda, Arno le correspondió con honor.
***
—¿Es cómodo? —le inquiero.
—¡Sí! La tela es suave y los encajes están muy bien hechos. Muchísimas gracias —me dice con honestidad.
—No me agradezcas, fue un regalo de Arno —sonreí.
El ruido de paso de los caballos contra la piedra de la calle es fuerte, se escucha claro y suave, sus patas están bien cuidadas.
—Desde aquí en más llámame «Dingo» —le pido como advertencia.
—¿Por qué? —me pregunta, arrugando la cara en forma de rechazo.
—Porque la princesa de Vreoneina no debería de estar por aquí, ese es el apodo que se decidió para referirse a mí cuando no pueda cargar con un título en mi espalda —le explico.
—Dingo... ¿qué es?
—Un perro, con descendencia de lobos y zorros —le respondo pensativa en cómo describirlo.
—Qué nombre —bufa.
Le pedí que me siguiera por un pequeño atajo para no llamar tanto la atención en el camino principal, Gladiolo y Peonía estaban bien con ello, el eco de sus respiraciones y sus pezuñas es bellísimo. Respiré para probar la corriente de aire que se creaba por el espacio y disfruté la escena unos segundos.
Escuché pasos pequeños y miré a dos infantes reírse y ocultarse detrás de sus capas mientras venían hacia nosotras. Nos hicimos a un lado y cuando estuvieron al nivel de mi pierna gritaron, se acercaron bruscamente a mí y sonó un estallido. Involuntariamente saqué la daga de su funda y la puse entre sus cuerpos y yo.
—¡Ey! —grita Mavra con autoridad.
Peonía y Gladiolo chillaron de miedo, de reojo visualicé a Gladiolo levantarse en dos patas a la par de gritar. Los niños salieron corriendo y nos dejaron agitadas y asustadas.
Mavra se bajó de Gladiolo y lo calmó, Peonía seguía chillando, acercó a los dos y sus respiraciones se fueron controlando hasta ser suaves y tranquilas. Levanté la falda de mi vestido un poco y acomodé la funda sujeta a mi muslo para guardar la daga.
—Estos niños —refunfuño.
—Déjalos, todo está bien.
Me llevé una mano al pecho y mi respiración no cedía. Luché contra mi inconsciencia, sobre mis pensamientos acerca de las sombras.
Me acosté sobre el cuello de Peonía, le di un beso y ella me dio un soporte reconfortante.
—No llores, Dabria... ¿Qué pasa? ¿Te hicieron algo? ¿Te lastimaron?
—No...
—Déjame verte.
Alcé la cabeza pero no podía verla, mi vista nublada hacía que el mundo frente a mis ojos se difuminara. Cerré los párpados con fuerza y las lágrimas cayeron en contra mía.
—Estoy bien...
—¿Qué pasa? —me inquiere con su semblante preocupado.
Acarició mi rostro con su mano, descansé en su palma y con su pulgar limpió mis lágrimas.
—No puedo perderte de nuevo...
Algo en su interior se quebró, lo supe por los pequeños recuerdos que rodaban acuosos por sus mejillas y que, antes de tocar el suelo, se convertían en cristales preciosos que a mis ojos eran gritos silenciosos.
—Eso era lo único que tenía que hacer... Tú no debiste de vivir eso... Esa horrible experiencia no te pertenece, Dabria... —se lamenta con la voz ronca, tragando con dificultad por el nudo de su garganta.
—No fue ni es tu culpa, Mavra. Yo he decidido protegerte, a ti, a mí y... próximamente a mi pueblo. —Levantó su cabeza al escucharme decir mis últimas palabras, sus ojos temblaban, buscando los míos y yo suspiré a la par de cerrar mis párpados—. Será difícil, Mavra, nuestra vida va a ser muy difícil... pero quiero que sea a tu lado. Jamás dejaré que alguien me aparte de ti de nuevo.
—Perd...
—No —la interrumpo—, no te disculpes por algo que tú no hiciste.
Se aferró a mí con fuerza, a pesar de que seguía sobre Peonía, y se rompió en un llanto silencioso sobre mi cabeza, impidiéndome verla, sollozando, con su pecho agitado a la par de sus jadeos dolorosos.
«No es tu culpa, luna mía, tú eras solo una niña...», pensé.
***
Un hombre con cabello rubio, obscurecido casi hasta un castaño, nos observaba a la deriva. Su mirada inerte me agitó el pecho, estaba consumida por los años y puedo deducir que el hombre sufrió mucho tiempo. Su expresión perpleja, mientras daba pasos lentos hacia nosotras, creaba un sabor amargo en mi paladar.
Mavra estaba lista, con los ojos un poco hinchados y su corazón calmado, estaba preparada para regresar con aquellas personas que la cuidaron desde pequeña.
Mavra se detuvo en seco no muy lejos de mí, sacó el pecho con mucha valentía y arregló su postura. El hombre limpió la tierra de su rostro con las mangas de su camisa vieja y desgastada, mientras yo observaba con delicadeza sus manos.
—No —espeta en un jadeo increíble y vacilante.
Poco a poco sus mangas subieron por su rostro hasta llegar a sus ojos, se humedecieron al contacto con su cara, haciendo que la tierra y el polvo cobraran un color más oscuro. Derramó lágrimas negras por toda su ropa, sollozó y se arqueó dolido.
—Benedict.
Se acercó a él, su sol, lentamente invadió su espacio personal pero antes de poder tener el contacto entre su mano y su hombro le gritó.
—¡¿Por qué!? —le inquiere.
Se quejó, como si le hubieran clavado una espada en el abdomen, cayó de rodillas al suelo y le imploró al mundo que le arrebatara su gran dolor.
—¡¡Ya no quiero más esto!! ¡¿Por qué tengo que sufrir más después de tanto?!
Me acerqué a ellos asustada, posé mi mano sobre la espalda de Mavra para que no reaccionara y que me dejara a mí; me incliné para ver a Benedict pero me gritó.
—¡¿Por qué haces eso, Dabria?! ¡¡¿Por qué?!!
Escuchamos pisadas fuertes a nuestras espaldas y miré a Eliezer y Aleyda asustados, su vejez hacía de sus caras más aterradas y me dolió verlos así.
—¿Madre? ¿Padre?
La miré a ella, con una sonrisa nerviosa y el ceño fruncido. No sabía qué hacer ante el rechazo de su regreso y me lastimó verla así.
Un crujido a mis espaldas hizo de mi guardia una amenaza para el Benedict que estaba tomando por el cuello de la camisa a Mavra.
—¡¿Siguen siendo tus padres?! ¡¡¿Después de que los abandonaste?!!
—¡Escúchame, Benedict! —le ordeno, sujetando sus muñecas con fuerza para que la deje ir.
La sacudió de enfrente hacia atrás repetitivamente con firmeza, intentando borrar la imagen que tiene frente a sus ojos para no creer en la realidad.
—¡¿Por qué, Mavra?! ¡¡¿Cómo pudiste hacerme eso?!! ¡¿Por qué me dejaste solo?! —lamenta entre sollozos y jadeos forzados a abandonar ese sentir que atormenta su pecho y su respiración.
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Pintura en el tablón: Los príncipes en la torre por John Everett Millais (1829–1896).
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