Capítulo. IX

Siglo XVIII, 1710, 14 de abril
1:53 P.M.

—¿Descansó, princesa? —me pregunta seria.

—Sí, caballero. —Asentí con la cabeza, y la agaché unos momentos, para observarla desde abajo.

Vestía las mismas prendas de ayer, igual de sucias y viejas, pero sus aires limpios y encantadores hacían que no te dieras cuenta de ello. Ella es capaz de retratar algo tan precioso que hace que tu entorno turbio desaparezca.

—¿Y tú? —le pregunto en voz baja.

—Sí, su alteza. Incluso tuve la oportunidad de irme a asear por la mañana.

Me tendió su brazo y yo me aferré a su antebrazo mientras caminábamos juntas.

Hoy por la madrugada tuvimos que escabullirnos por los ventanales cerca de mi torre para poder entrar al castillo, sin mi tío, porque él tenía cosas por hacer en su hospital, nos escurrimos debajo de la guardia de varios soldados y al final Mavra me acompañó a dormir.

Tengo la ligera sospecha de que ella no durmió en absoluto, se quedó arrodillada a mi lado hasta que yo perdiera mi consciencia y de las pocas veces que abrí los ojos la encontraba sentada bajo el brillo de la luna. Luchaba contra mis párpados pesados para quedarme viendo esa escena tan majestuosa, quizá sólo fue un sueño, pero realmente me cautivó el alma.

Verla de esa forma hirió mi pecho, verla ahora es tan desgarrador porque yo sé que para llegar aquí tuvo que atravesar un camino largo y difícil. Para poder regresar a casa tuvo que enfrentar muchos desafíos, y puedo apostar que la pérdida del mayordomo no va a ser el último.

—¿Cómo te sientes? —le inquiero preocupada.

—Vacía.

—El mayordomo te dejó varios recuerdos, vamos, tengo que mostrártelos lo más pronto posible porque él lo hubiera querido así...

Su brazo se volvió rígido, tomé su mano y la guie entre los inmensos pasillos de este castillo maldito. Fui directamente a la oficina del mayordomo, no me desvíe por nada ni por nadie.

—Ayúdame a mover el mueble —le mando con delicadeza.

Dejé todo impecable la última vez que estuve aquí, busqué algún detalle que me susurrara si alguien había tocado este mueble en específico pero no fue así. Lo movimos con cuidado, incluso después de asegurar todas las cosas que contenía este.

Abrí la puerta y saqué absolutamente todo. Libros, ilustraciones, cuadernos, reliquias enmarcadas en pequeñas cajas, entre otras cosas quedaron sobre su escritorio. Separé lo que era para ella y observé la caja de su reloj, busqué el libro que le escribió el mayordomo y le entregué el conjunto con las manos temblorosas.

—Esto es muy importante, tanto para él como para mí —le digo nostálgica—. Si gustas sentarte... puedes hacerlo.

Caminó despacio y tomó asiento con sutileza, teniendo cuidado del pasado que yacía en su estructura.

—¿Puedo leer en voz alta? Me gustaría que me corrigieras si no digo algo bien... No sé si aún soy capaz de leer correctamente —me pregunta nerviosa.

—Claro que sí, Mavra —le respondo pasiva, prestándole atención para que se sienta segura y que no titubeé.

—Mi querida Mavra —comienza—, este libro lo dejo entre tus manos con tal de que mi conocimiento no muera conmigo y con que mi conciencia descanse en eterna paz al saber que alguien, de buen corazón, como tú lo mantiene entre sus brazos.

Alzó la vista, buscándome, y yo asentí con mi cabeza para dejarle en claro que lo está haciendo bien. Hojeó varias páginas, al mismo tiempo de dejar el libro sobre la mesa, y se detuvo hasta encontrar la ilustración de su reloj. Mi corazón se estrujó.

Abrió la caja y dentro encontró un reloj de oro con plata y piedras preciosas incrustadas en su cuerpo. Lo levantó con toda la delicadeza que sus manos toscas podrían brindar, como si se tratara de un pedazo del cielo, y sollozó con dolor.

—Este es un premio, una medalla, un trofeo para aquella mujercita que fue en contra de su mundo con tal de proteger lo que más quería —lee entristecida—. Yo te entrego a ti, Mavra, uno de los premios más grandes que soy capaz de dar en esta vida; quiero decirte que estoy muy orgulloso de ti, eres fuerte y tengo que aplaudirlo porque yo a tu pequeña edad jamás hubiera sido capaz de hacer todo lo que haces e hiciste. —Gimió dolida, dejando el reloj de nuevo en su lugar, arqueándose en el asiento y abrazando su cabeza con desesperación.

Me acerqué a ella entre lágrimas, el mayordomo tiene razón, mi pequeña ha pasado por tanto siendo tan inocente y pura. La abracé con fuerza y le pedí que no se escondiera, le di un beso en su cabeza que me supo salado a causa de mis lágrimas y las dos lloramos.

—¿Quieres continuar? —le pregunto de forma entrecortada.

—No —me dice, negando con la cabeza.

La abracé con fuerza y le dije que la comprendía, que estaba bien, que le diera su tiempo a esto, no tiene porqué presionarse.

—¿Puedes leerlo por mí?

—No puedo... Mavra. Soy incapaz...

—Entonces mantente a mi lado, por favor... Esto... Esto es mucho...

Me quedé de pie a su costado, tomándola por sus hombros para darle un apoyo cómodo y seguro, con tal de que no se sintiera expuesta o desprotegida.

—En este reloj encontrarás algo que fue mío durante una gran parte de mi vida, en este objeto que te señala el tiempo, que es solo tuyo, puedes encontrar el mío también, o aquel que alguna vez fue mío. Tu nuevo reloj y mi antiguo exhibicionista de nuestro alrededor fueron fusionados y he de admitir que el resultado me agradó bastante —lee para detenerse unos segundos—. ¿Qué te parece, Mavra?

Apoyó su codo en la mesa y pegó su frente a su mano con tal de no dejar caer su cabeza.

—Qué lindo detalle —le digo con la voz entrecortada a causa de mi falta de aire.

Observé el interior del libro y me percaté de que el mayordomo usó una tipografía diferente a la que usualmente utilizaba, que era una muy fluida y dificultosa de leer si no eras de una clase alta —porque solo las personas que pertenecen a ese tipo de clases son las que se ven más relacionadas—, y me partió el alma. Él, de alguna forma, logró deducir que Mavra tendría algún problema relacionado a la lectura y por ello moldeó su forma de escribir a una más sencilla para que ella no tuviera dificultades.

—Ya no lloremos, Mavra —le pido entre sollozos.

Se levantó de su silla para abrazarme y yo envolví mis brazos en su torso. Las dos nos consolamos con nuestra presencia, y nos dimos cuenta, en este instante, que estaríamos la una para la otra en cualquier etapa o paso de nuestra vida.

—Perdóname...

—No te disculpes, luna mía.

—Hace mucho que no podía expresarme de esta manera... Perdóname.

—No te disculpes, Mavra, no has hecho nada mal. —Me alejé de ella un poco para poder besar su mejilla, besé su mandíbula y su cabello con olor a rosas frescas—. Ya no te contengas... Ya no tienes qué.

Las dos continuamos llorando, no había forma de detener este pesar tan hiriente que hemos cargado durante años, casi una década, y que hoy, entre nosotras, somos capaces de sanar.

—Espera —me susurra a la par de tomarme por mis hombros para alejarnos.

Limpió mis lagrimas con sus dedos ásperos y arregló mi apariencia, también la suya, para caminar hacia la puerta y ponerse a un costado de esta. Se posicionó al lado de las bisagras y se encogió un poco para que al momento de abrir la puerta no chocara con su hombro. Me senté en la silla y al segundo de tomar un libro la entrada se abrió.

—¿Qué necesita? —le pregunto al sirviente que jadeó del susto al verme.

—Su alteza —se reverenció.

Lo miré fijamente, a los ojos, y el tembló ante mi presencia. Yo ya no estoy para los juegos del rey, sé a qué viene, sé por qué Mavra se esconde, lo sé todo ahora y por ello al monarca de esta nación se le van a ir acabando las piezas tramposas de su propio juego.

—Vete —le ordeno, abriendo uno de los libros que me dejó el mayordomo.

—Su alteza, requiero de u...

—No lo repetiré otra vez —lo interrumpo.

Tomó la manija de la puerta con su mano temblorosa y en el proceso de cerrarla azoté el libro contra la mesa. Brincó en su lugar del susto y yo me levanté ágil y firme de la silla.

—¿A dónde crees que ibas? —le inquiero entre dientes.

Me detuve frente a él, está encorvado en su lugar y muerto en vida de miedo, me agaché hasta quedar frente a su rostro y lo observé.

—Arrodíllate —le ordeno con precisión y poca gentileza.

—Perdóneme, su alteza, su padre, el re...

—¡Yo sé quién y qué hace el rey! —le alzo la voz—. Ahora, vas a ir a sus pies —lo tomé por su mandíbula e hice que me mirara a los ojos— y le vas a decir que le ponga fin a esto... Ya fue suficiente —agrego impostada.

Lo dejé ir con gentileza, suspirando con lentitud cerca de su cara, antes de salir corriendo agachó su cabeza, en una reverencia, casi tocando el suelo, y se fue.

Me aferré a la madera de la puerta, arañé su carne y enternecí mi mano al saber que este lugar no lo merecía. No merece mis aires negativos, sofocadores e impotentes. Esto era paz, está hecho de paz y lo mantendremos así hasta donde llegue la eternidad del mayordomo.

Tomé la manija de la puerta y la cerré con delicadeza, Mavra se ablandó a la par del sonido.

No puedo mirarla, no me atrevo a hacerlo, ella está así, aquí, por mí.

—¿Por qué lloras, estrellita? —susurra mientras me abraza—. Dijiste que ya no deberíamos lamentarnos y tienes razón...

Escondí mi cara entre su pecho y me quejé con fuerza. Yo quería ser feliz, yo quiero que ella esté bien, yo no quería nada de esto... no quiero nada de lo que estoy viviendo.

—Todo va a estar bien —me asegura suavemente—. Todos vamos a estar bien, Dabria.

—¿Merecemos esto?

—No lo... —Se detuvo unos segundos y pensó en silencio mientras me compartía su calor—. ­No lo sé, mi corazón.

Acarició mi cabello, me apretó contra su cuerpo y me brindó paz. Cuánto extrañaba sus brazos... cuánto la extrañaba a ella.

—Aún no puedo creer que Aurelio se haya tomado el tiempo de escribir todo esto —espeta después de un momento silencioso—. Es impresionante...

—Créelo —le digo entre risitas suaves ante su tono de voz tan asombrado—. Yo vi todo el proceso...

—¿Estaba contento?

—Bastante... —le respondo, alzando la cabeza para mirarla—. Era su forma de divertirse, de expresarse, y al recordar que varios objetos iban a ser para ti casi lloraba de la alegría... Te extrañó muchísimo...

—Yo también lo extrañaré demasiado a él —me dice suavemente, apoyando su frente contra la mía—. Es uno de mis precios a pagar por haberme marchado tantos años...

—¿Puedes leerme la hora? —cambio de tema, porque sé que se sentirá culpable si sigue hablando.

—Eh, puedo intentar, estrellita. —Me regaló una sonrisa inmensa y me tomó de la mano.

Me guío hasta el escritorio y sacó, delicadamente, el reloj de su caja. Abrió su tapa y observó detalladamente su interior.

—Oh, esto es más difícil de lo que pensaba —espeta sorprendida, dejando sus labios semi abiertos.

Me reí por su rostro de incertidumbre acerca de si fue una buena idea tocarlo para abrirlo. Me acerqué a ver su libro, mientras ella examinaba su reloj con la cara arrugada, y me percaté de unos garabatos en la esquina de una página, hojeé el libro hasta llegar a ella y leí unos datos interesantes.

—Mira... ¿Qué es esto? —Acercó su cabeza y hundió su mirada en las letras.

—El número cuatro de tu reloj no está escrito como «IV», sino como «IIII», y aquí te explicaré las teorías más grandes que han compartido los mejores relojeros respecto a su origen incierto —lee curiosa en voz alta.

Me acerqué a la ilustración y busqué aquel número escrito de forma diferente en el reloj hermosamente detallado que hizo el mayordomo.

—La primera teoría viene del sistema numérico Etrusco —dice dudosa—. El sistema numérico romano en realidad no fue en términos específicos creado por los romanos. Todo el sistema numérico romano es el resultado de una derivación de un sistema que empleaba un pueblo llamado los etruscos; pueblo de la antigüedad, cuyo núcleo geográfico fue la Toscana, a la cual dieron su nombre. Dicho sistema a su vez fue adoptado de los números áticos usados por los antiguos griegos.

—Recuerdo estudiar algo relacionado a ese pueblo... —le comento pensativa—. Llegaron a ser una gran potencia naval en el Mediterráneo occidental, lo cual les permitió establecer factorías en Cerdeña y Córcega. Sin embargo, en el siglo V antes de la era común comenzó a deteriorarse fuertemente su poderío, en gran medida al tener que afrontar, casi al mismo tiempo, las invasiones de los celtas, desde el norte, y la competencia de los cartagineses para los comercios marítimos, desde el sur —le explico entretenida—. Su derrota definitiva, por los romanos, se vio facilitada por tales enfrentamientos y por el hecho de que, los etruscos, nunca formaron un estado sólidamente unificado sino una especie de débil confederación de ciudades de mediano tamaño.

—Entiendo —continúa sonriente e impresionada por la fuente de información—. Otra teoría es que en el siglo XII en Inglaterra, estuvo de moda el método aditivo al usar los números romanos, como lo hacían los etruscos. Esto se supone por un manuscrito de esta época, en él se puede ver una lista de reyes ingleses, e incluyen, según está anotado, a Adelardus XIIII y no XIV, Edouardus XXIIII y no XXIV, pero también es importante comentar que en ese mismo documento está escrito el nombre de Aylredus IX. Así que los relojes que incluyen el número IIII probablemente sigan la costumbre de los escribas medievales.

—Tiene razón, yo vi esa lista.

—A continuación, una teoría a mi opinión algo conspirativa; «El Rey nunca se equivoca», se titula, y según una historia, probablemente apócrifa, el rey Carlos V de Inglaterra regañó a un fabricante de relojes por haber escrito el 4 como IV. El relojero replicó que era así como se escribía, pero Carlos V respondió: «El Rey nunca se equivoca». Por consiguiente, se debió continuar el uso del IIII.

—¿A quién se parecerá? —bromeo.

Mavra se rio y yo la acompañé, es amargo, pero aún así es capaz de darnos gracia. Le di un beso en la cabeza y me tendió su mano, entrelazamos nuestros dedos y reposó nuestras extremidades unidas sobre su hombro en descanso.

—Una teoría, que contiene un asesinato, habla de un relojero suizo que entregó un reloj que su soberano le había encargado, pero cometió el error de representar el número 4 como IIII y no usar el IV. El monarca, indignado, hizo ejecutar al desafortunado artesano, y desde ese momento, a modo de protesta y homenaje, todos sus colegas comenzaron a usar el IIII en vez de IV.

—Es bonita a su manera...

—Ah, mira, esta habla de simetría —me dice, hablando de belleza—. Esto se debe a que el conjunto de cuatro caracteres «IIII» crea una simetría visual con su opuesto en la esfera: VIII, cosa que el IV no logra. Por otro lado, aún hablando de simetría, se tiene en cuenta la teoría de que el símbolo «I» es el único que aparece en las primeras cuatro horas, el «V» aparece las siguientes cuatro horas y el «X» las siguientes cuatro, proporcionando una simetría rota usando el «IV».

—Me gusta la razón de la segunda, tiene sentido hablando de armonía dentro de la cara del reloj.

—Sí... Y regresando al tema monárquico —dice—. «La imposición real»; Luis XIV, rey de Francia, prefería IIII sobre IV, por lo que ordenó a sus relojeros producir relojes con IIII en lugar de IV, instituyendo una costumbre que perdura.

—Y ahora tenemos a su hermano como monarca. —Las dos nos reímos y Mavra continuó leyendo.

—Te confieso que es la teoría con la que más me identifico. En latín, el nombre del dios Júpiter, Ivppiter, empieza por IV, por lo que se consideró blasfemo usar en los relojes de las iglesias el IV, que era el inicio del nombre del dios. Los mismos romanos, por respeto a su dios, no escribían el número IV en los relojes de sol, sino que usaban IIII.

—Veo el porqué... Todas estas teorías son muy buenas. Creíbles en todos sus sentidos.

—Increíble, ¿no? Como algo puede tener tantos orígenes y cada uno, aunque se contradigan unos a otros, es capaz de acertar en la historia de la humanidad. La pieza encaja perfectamente, desde mi punto de vista, sea cual sea.

—Es extraño... Me hace dudar de muchas cosas, no solo esto, hablo en general. ¿Cuántas cosas no son cubiertas con una pieza impostora casi perfecta como la original?

—Y no solo con sucesos u objetos, también el ser humano —expresa serena, tanto que me parece irreal.

—No permitiría que tus piezas fueran arrebatadas de mi vida de nuevo.

—Yo tampoco...

—Las protegeré, Mavra...

—¿Por qué? —me cuestiona cabizbaja—. ¿Cómo eres capaz de amar a alguien como yo?

—¿Cómo tú? —la cuestiono devuelta.

—No lo sé... No soy nada, Dabria... Soy peor que eso...

Me arrodillé a su lado, y me asomé un poco por el hueco que creaba su cuerpo doblado, entre sus piernas y su cara, para verla.

—No te escondas, Mavra.

Negó con su cabeza, dejando sus ojos detrás de sus brazos. Puse mi mano en su muslo, lo acaricié, y observé la silla donde se encuentra encorvada.

—Mavra, yo, en ti, encontré cosas inexplicables —le confieso en voz baja, de forma melosa—. Es cierto, desconozco la vida, el mundo, el mañana, puedo decir que hasta el lugar donde pertenezco... Pero a pesar de mi desconocimiento de las cosas, fuiste la primera persona que me hubiera encantado agarrar a puñetazos en una pelea cuerpo a cuerpo en mi jardín de flores —farfullo bromista.

Mavra se rio, primero por recordar a la pequeña Dabria que era una bola de odio andante y después porque estrujé su pierna con mi mano temblorosa de emoción.

—Sonrisa de hojalata, mírame, por favor —le pido gentilmente.

Me paré a su lado a la par de que ella levantó su cabeza, besé su frente, deslicé mi mano por su cuello e hice que se enderezara.

—No vuelvas a agachar tu cabeza frente a mí —le pido con una sonrisa apretada—. Porque tú eres el equivalente a un linaje monárquico completo en mi corazón, luna mía.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, acaricié su labio inferior con mi pulgar y observé a mi cariño con ternura.

—Soy tan tuya que ya nunca volveré a ser mía, Mavra.

Contuve mis lágrimas pero al verla sonreír de esa forma tan inocente no pude aguantar más. Me tomó por mi cintura y me sentó sobre sus piernas para darme un abrazo lleno de amor.

—Regresemos a nuestra infancia, corazón —espeta para darme un beso en la nariz.

Correspondí su gesto por uno en su pómulo y me dio otro en mi frente. Dejé muchos besos por toda su cara y las dos dejamos escapar nuestras risitas satisfechas.

—¿Estás segura? —me pregunta, mientras juntamos nuestras frentes, dejándome ver un brillo peculiar en sus ojos oscuros.

—Con todo mi corazón, Mavra.

Le di un abrazo, escondí mi cara en su nuca, sintiendo su cabello corto cosquillear mi rostro, y le di un pequeño beso a su piel oscura.

—Mi hogar está entre tus brazos.

—Estrellita...

—¿Sí?

—Gracias por todo... Muchas gracias.

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Fuentes: (Solicitadas en: 08.02.2023)
https://igormo.com/por-que-usamos-el-iiii-en-los-relojes/

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