Capítulo. XXV

—¡¿Va a cumplir cuarenta y tres el rey?! —cuestioné exaltada después de sacar los cálculos.

—Sí, yo llegué al castillo en 1657 y hoy no es nada parecido al de antes. En el 59 llegó mi buen amigo, el otro mayordomo del ala contraria al palacio y después —señala entre risillas—, en 1663, nació nuestro tan querido médico.

—Todos se ven más viejos de lo que son, menos usted porque sinceramente aparenta ser mucho más joven —intervengo.

—Me alagas, caballero, pero la felicidad de tener un reino estable no duró tanto como yo hubiera deseado. El padre del rey Athan deseó retirarse del trono, a los veintiún años de su hijo, para dejarlo a cargo. —Hizo una pausa como si estuviera reviviendo las escenas mentalmente—. Desde los hirientes finales de 1676 a 1688 se desataron las guerras rojas, las bautizaron así porque fueron las batallas más desgarradoras en toda la historia de este territorio, se podría decir que hasta del mundo actualmente, además de que el caballero rojo y el rey eran los protagonistas en muchas de ellas.

—¿Por qué luchaban?

—Por el territorio, por venganza y por el deseo de poder. El antiguo monarca exiliado tenía una rama familiar muy grande y poderosa, ellos fueron los principales atacantes —me explica.

—¿Quién es el caballero rojo? —inquirí curiosa.

Dudoso en si responderme negó con su cabeza suavemente y siguió explicándome.

—La última de esas sangrientas guerras fue a mediados de 1688, después de perder tantas cosas, entre ellas al caballero rojo en un campo de batalla, a finales de ese mismo año comenzaron las pequeñas guerras a los bordes de nuestra nación. Él rey abandonó los campos y comenzó a crear estrategias desde el castillo, desde que perdió a ese fiel soldado ya no se atrevió a pisar fuera del reino. En 1693 nos comenzamos a levantar de nuevo, el comercio fue de gran ayuda, pero en 1694 el rey hizo una apuesta contra otra realeza perdiendo rutas comerciales, y con ello hundiendo la nación de nuevo —me explica para finalizar con un suspiro.

—Por todos los campos de amapolas, pobre del rey —exclamo pensativa.

—En 1695 el rey de Nueva España nos apoyó económicamente, pagamos muchas deudas y alzamos de nuevo a la nación. Aún nos faltan muchas cosas, Maragda no es la única ciudad que se hunde en la pobreza —me dice decaído.

—Sí, me imaginé algo así. ¿Por qué el rey no quiere introducir nuestros minerales al mercado? —le inquiero dudosa.

—Muchos dicen que es miedo pero el rey se decepciona de sí mismo al pensar que su padre luchó por estas tierras, vender lo que estas producen es estar vendiendo una parte de ellas. El rey siempre dice que separar estos dos elementos es como romper un lazo profundo, él mira a la tierra de una forma tan especial que nosotros nunca lo entenderíamos —declara.

—¿El planeta tierra?

Se detuvo unos segundos para mirarme atentamente, entrecerró sus ojos y sospechó de mí.

—¿Cómo sabes tantas cosas?

—Fui astrónomo en mi vida pasada —espeté, mirándolo de la misma manera, como una broma—. Entiendo, al final es el rey de quien hablamos —señalo.

—Sí, y bueno no hace mucho lo amenazó el mismo rey, que alguna vez lo ayudó, por la deuda que tiene. —Hizo una pausa—. Ya sabes, por eso estás aquí —señala un tanto molesto.

—Sí —reí nerviosa—, llegué en el momento perfecto, tal vez fueron las Moiras —comento, moviendo los ojos de un lado a otro.

—¿Las Moiras? —me inquiere.

—Las personificaciones del destino en la mitología griega.

Alzó sus cejas sorprendido por mi respuesta y me regaló una tierna sonrisa que yo correspondí alegremente.

—Bien, comencemos. El gran evento del que hablamos es una cena formal para reafirmar las alianzas del rey, y como tú vas a ser un noble tu etiqueta sobre la mesa tiene que ser pulcra —comienza a hablar apasionado—. Lo primero es que conozcas la vajilla que vas a utilizar. —Tocó la mesa, como si se tratara de una puerta, con los nudillos cuatro veces y un sirviente salió de la cocina para recoger los objetos donde venían mis alimentos.

Dejó varios platos vacíos frente a mí junto con dos cuchillos, dos tenedores y dos cucharas. Era extraño tener tantos utensilios a la mano, pero cuando empezó a poner más sobre la mesa supe que iba a ser más difícil de lo que esperaba. El mayordomo se paró a mi lado y comenzó con la clase.

—Lo primero, la servilleta siempre se va a encontrar sobre el plato para la entrada, que es el más pequeño y el primero que vas a tener al frente, y con ella te vas a limpiar las manos o los labios cuando sea necesario, nunca con el mantel —enfatiza las últimas cuatro palabras—. Tú, como noble, puedes dejarla sobre la mesa, pero para remarcar que vienes de otra parte vas a cubrir tus muslos con ella. —Tomó la servilleta de tela y la puso en mi regazo—. No puede ir a otra parte y si se te cae, o cualquier otra cosa perteneciente a la mesa, pide una nueva al sirviente más cercano —me explica para ponerse detrás de mí y señalar con sus manos todo lo que va nombrando—. El tenedor siempre se va a encontrar a tu izquierda mientras que el cuchillo y la cuchara a la derecha, el tenedor exterior es para la carne y el interior para la ensalada, lo mismo para los cuchillos. Usualmente tenemos dos cucharas o una cuchara, y un tenedor al lado de los cuchillos, la interior es para cualquier sopa y el cubierto exterior puede ser usado para frutas.

—Entiendo.

—En la parte superior tenemos un plato pequeño para pan y su respectivo cuchillo, de forma horizontal una cuchara para postre o café y justo abajo un tenedor para el postre. Del lado derecho quedan todas las bebidas, siempre hay entre dos o tres copas y una de ellas es de agua mientras que las otras pueden ser licores; también, si se desea en el momento, dejamos un pequeño plato con una taza para café y cada invitado nos anunciará si les apetece.

—¿Solo va a haber carne?

—No, a algunas personas se les servirá pescado y ahí entran dos cubiertos más solo para esa comida —me replica.

—Ya entiendo.

—Entre cada puesto siempre va a haber sesenta centímetros de distancia y la comida se sirve siempre por la izquierda y se retira por la derecha. —Hizo una pausa intentando recordar algo—. Siempre tiene que haber un juego de salero, pimentero y aceite por cada seis a ocho personas, puede que haya varios cubiertos para que cada persona pueda servirse o habrá sirvientes que se encarguen de ello, mantente al tanto de eso.

—¿Qué es el salero y el pimentero?

—Especias para darle sazón a tu platillo —me aclara mi duda—. Ahora las reglas sobre la mesa: es permitido decir «no, gracias» si algún platillo no es de tu agrado, pero si tú te lo sirves la etiqueta dicta que hay que comerlo. Al masticar algo que no te gusta, discretamente limpia tu boca y coloca el bocado en la servilleta, dóblala y ponla debajo del plato —comienza a explicarme—. Está permitido comerse todo lo que te sirvan, pero nunca limpies el plato con un trozo de pan. Si toses o estornudas, tápate la boca con el antebrazo. Si tienes comida entre los dientes, cubre tu boca con la servilleta mientras los limpias con la lengua. Es mal visto que te levantes para ir al baño. —Pensó unos segundos y de su boca salió la última regla—. Siempre decir «gracias» cada vez que te sirvan un alimento.

—Creo que sí lo entiendo, no es muy complicado.

—Tienes prohibido: ser impuntual. Poner los codos sobre la mesa, al igual que sentarse de primero. Hacer ruido al comer o con los utensilios, el único sonido que debe escucharse es el de las voces. Colocar los cubiertos al borde del plato como si fueran remos, estos deben descansar dentro del plato. —Tomó una bocanada de aire y siguió hablando—. Hacer gestos con los cubiertos en las manos mientras se conversa. Llevar a la boca trozos de comida demasiado grandes o abrir la boca antes de que el tenedor llegue. Jugar con los alimentos cuando no apetece comerlos, es prudente dejar el platillo intacto. Tomar el pan entero y llevarlo a la boca. Soplar la comida para enfriarla. Volcar el plato de sopa para terminarla. —Dio otra bocanada de aire, pero más corta, para seguir—. Levantar algún utensilio que se haya caído al suelo y volver a usarlo, ¿si estás siguiendo mi ritmo?

—Sí, sí —respondo tartamudeando.

—Por el momento eso es todo, más tarde en tu siguiente comida lo pondremos todo a prueba. Puedes ir a pasear un rato para refrescar tu memoria —espeta entre risillas.

Salí del comedor a paso apresurado, respiré hondo detrás de las puertas ya cerradas y dejé salir un inmenso suspiro. Miré los pasillos y me gritaban que los explorara, tanta historia retratada en sus paredes que mis ojos aún no eran capaces de leer con claridad. Avancé rápido, no corría ni caminaba, mi velocidad era la adecuada para moverme ágilmente sin lastimarme. Miraba atenta todos los pasillos por si no me percataba de algún detalle, de vez en cuando me cruzaba con otros sirvientes y yo les regalaba una gran sonrisa.

Pensé bien la ruta y me dirigí a la biblioteca, por los ventanales podía ver al sol encaminado a ocultarse. Apenas es medio día y siento que hoy está siendo un poco lento, casi eterno, como si fuera a pasar algo pronto.

No tardé mucho en dar con ella, sus inmensas puertas no te pueden mentir en sí es o no es el salón correcto. Abrí la entrada y ese sentimiento emocionante al ver todo el interior recorrió mi cuerpo, es bellísimo. Mis ojos se detuvieron sobre el bibliotecario y su aprendiz, se veían muy preocupados.

—¡Señorita! —exclama el bibliotecario con alivio al verme.

Cerré las puertas tras mi espalda y caminé hacia ellos rápidamente.

—Señor, ¿pasó algo? —inquiero dudosa.

—Sí, como puede ver mi discípulo se ha lastimado el brazo y hoy es día de cambiar las velas por nuevas —me explica tartamudeando—. ¿Puede usted apoyarnos?

Miré al joven y una tela asegurando un palo de madera a su brazo me dio a entender que le iba a tomar tiempo recuperarse.

—¿Está bien? —cuestiono al joven.

—Sí, caballero, no se preocupe por mí —señala apenado.

Asentí sutilmente y acepté la tarea, también les ofrecí mi ayuda a cualquier hora o momento que fuera necesaria hasta que el joven sanara completamente y accedieron sin dudar.

—Será difícil pero no te desanimes ni te desesperes, eso es lo peor que puedes hacer en una situación como esta —le explico al joven con una sonrisa.

—Lo sé, me lo han dicho varias veces pero aún no estoy cómodo con la idea.

—Entiendo, entonces aprovecha para descansar mucho.

Abrieron la escalera para mí y sujetaron su base para que no cayera, subí las escaleras y a medida que quitaba una vela con una pequeña daga que me prestaron dejaba una nueva en la base de hierro. El candelabro desde aquí arriba es totalmente distinto, varios arreglos no se logran admirar desde abajo pero desde el segundo piso no dudo en que puedes ver más que su tesoro oculto.

Terminé la primera mitad, bajé las escaleras ágilmente para moverla de su lugar y así poder alcanzar el otro extremo, pero en el proceso de retirar las velas viejas una de ellas se me resbaló de las manos.

—¡Cuidado! —espeté.

Los dos voltearon hacia arriba para mirar la vela cayendo, aunque se fue justo directo al piso.

—Discúlpenme.

—No se preocupe, me pasa mucho más seguido a mí —confiesa el joven entre risillas.

Terminé la segunda mitad y les ayudé con el otro candelabro también.

—¿No quieren que las encienda?, sé que es temprano pero no me agrada la idea de que alguno de los dos intente encenderlas más tarde —señalo desde arriba.

—No, pero muchas gracias, señorita —me aclara el bibliotecario.

Terminé de retirar las últimas velas para cambiarlas por nuevas y bajé de allá arriba, les entregué la daga y la bolsa llena de cera vieja.

—¿Hacen algo con esa cera sobrante? —inquiero curiosa.

—Sí, hacemos nuevas velas, aunque no toda esta cera puede ser reusada intentamos reutilizarla toda —me explica el bibliotecario tartamudeando.

—Entiendo, ¿cada cuánto las cambian?

—Depende del tiempo que haga y de la técnica que utilicemos. Si usamos el baño de salmuera las velas obtienen una mejor resistencia al calor y eso hace que no se deformen —me explica.

—¿Baño de salmuera? —intervine.

—Dejamos reposar la velas unas horas en agua con sal. También tenemos la opción de congelarlas con hielo, pero no lo hacemos tan seguido.

—¿El hielo que viene de la nieve?

—Sí, ese mismo.

—Entiendo, disculpe, es muy interesante. Por favor enséñenme algún día el proceso para hacer velas, me he quedado intrigada por el tema.

—Claro que sí, es todo un placer escuchar esas palabras —comenta para regalarme una sonrisa.

Platicamos un rato más acerca de la biblioteca y cómo es que el bibliotecario se guiaba u ordenaba los libros para tener un orden limpio en los estantes.

—Disculpe, ¿tiene la hora? —intervine entre nuestra plática.

—Sí, sí —me responde el bibliotecario tartamudeando, sacó su pequeño viejo reloj de plata y lo leyó—. Faltan siete para las dos de la tarde en punto.

Sorprendida por la hora me despedí de ellos de forma apresurada y me retiré de la biblioteca, el mayordomo me pidió regresar, pero como no sé a qué hora exactamente, presiento que es mejor que llegue antes que tarde.

***

—Sinceramente me arrepiento de haberme ido de la biblioteca —espeté en voz alta en un pasillo que desconozco y en un lugar en donde no debería de estar.

Caminé un rato más pero no daba a ninguna parte, me topé con varios caminos cerrados y lugares donde no había ni un alma. No sabía a donde ir y los pasillos era muy parecidos, me estaba confundiendo y la ruta de mi cabeza se había esfumado en el aire.

—Si te vuelvo a ver. —Apunté con mi dedo a un jarrón de oro con plantas coloridas—. Muy probablemente digan que me escapé y vayan a ir a matarme así que no te aparezcas frente a mí de nuevo, mendigo arreglo.

Retrocedí mientras miraba el jarrón, entorné mis ojos amenazándolo mentalmente y me escapé de ese pasillo, a paso rápido exploraba con la mirada en busca de una salida. Me topé con finales y con vueltas muy cerradas, pero cuando volví a ver el mismo jarrón solo pude negar con la cabeza repetitivamente.

—¿¡Por qué este lugar es inmenso!?

Me acerqué al jarrón a nada de golpearlo con la palma de mi mano y sacarlo volando cuando vi bien las florecitas, no son las mismas.

—¡Sí! Muy bien, vamos, vamos. Yo sé que puedo salir de aquí.

Levanté mis brazos sobre mi cabeza en señal de victoria y di brincos de un lado a otro, le bailé a las plantitas para que me guiaran y me sacaran de este laberinto. Para mi gran sorpresa sí lo hicieron.

—¿Qué demonios estás haciendo? —me pregunta una voz chillona.

Bajé mis brazos en un abrir y cerrar de ojos, me paré derecha y me preparé para lo peor.

—Admirando las flores, princesa —le respondo.

—¿Quién eres?

Me mordí el interior de mis mejillas en un intento de callarme y no decir nada.

—Respóndeme —me manda.

—No.

Sus pequeños pasos pesados se acercaron a mí rápidamente y el miedo me estaba carcomiendo.

—Tú, ¿cómo te atreves? ¿Tienes una idea de quié...

No la dejé terminar por salir corriendo por mi vida, literalmente.

—¡Detente ahí! —me grita no muy lejos.

Miré hacia atrás, con el alivio de haberme alejado lo suficiente, cuando veo a la niña de reojo corriendo tras de mí.

—¡No corras más! —me ordena en voz alta.

—¡¡Por todos los campos de amapolas, ayuda!!

Corrí tanto como pude, no sabía a donde iba pero lo que sí sabía es que estaba rogando para que mis plegarias de no toparme con ningún camino muerto fueran escuchadas. Me deslizaba por todo el suelo cuando tenía que dar una vuelta cerrada con tal de no perder velocidad, la persecución no iba a parar.

—¡Espera!

Avancé mucho más y logré escuchar sus pisadas quedarse atrás, ni siquiera me tomé el tiempo de mirar donde estaba ya que mi único objetivo era que no me viera. Di la vuelta en una esquina para avanzar pero un golpe seco en el pasillo que justo acabo de atravesar me hizo detenerme repentinamente, anonada, no sabía qué hacer. Di unos pasos silenciosos para regresar y asomarme por el borde, la princesa estaba tendida en el suelo a una buena distancia de mí.

Un jadeo quiso salir de mi boca pero lo contuve a duras penas, la princesa levantó su cabeza y su cabello de oro cubrió su rostro como si de una cortina se tratase. Me reí un poco pero cuando lo levantó y lo aventó hacia atrás para descubrir esa cara perfecta definitivamente mi mandíbula se cayó. Su piel tan suave, esa melena tan brillante y divina como si fuera tejida por la misma Afrodita me dejó sin palabras. Es una obra de arte lo que mis ojos estaban presenciando; su vestido desacomodado, esparcido por todo el suelo blanco, es precioso. Miró el ventanal sin ninguna expresión en su rostro y por todos los dioses del Olimpo, como un cristal delicado la princesa estaba tendida sobre el suelo, resplandeciendo como si estuviera compitiendo contra el sol.

—Hermosa...

En el proceso de que ella girara su cabeza hacia acá me oculté detrás de la pared, me golpeé mentalmente la cara por hablar en voz alta. Me regañé a mí misma por pensar eso y más por decir tales palabras, el rey ya me hubiera enterrado veinte metros bajo la tierra si supiera. Un suspiro lejano me sacó del castigo interior que me estaba imponiendo, me asomé de nuevo y vi a la princesa caminar decaída de regreso. Me estiré esta vez sacando toda la cabeza para verla mejor, su vestido azul claro se meneaba de un lado a otro por cada paso que daba. Tan hipnótico.

El carraspeo por parte de alguien a mi lado me hizo brincar en mi lugar, un sirviente me miraba perplejo.

—¿A quién espí...

Lo siseé antes de que terminara la pregunta, volteé otra vez para mirar por el pasillo y la princesa había desaparecido.

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