Capítulo. XLVIII
Mavra A. Domènech Fallon
Aunque el día de ayer fue divertido no pudo durar para siempre.
—Dabria, ya me tengo que ir —le aviso, mirando el ventanal de su recámara.
—No quiero que te vayas —me replica.
—Ni yo... pero no importa porque lo valió totalmente. Pronto volveremos a salir con el profesor y los otros tres, hay que aprovechar eso también. —Sonreí inconscientemente por el recuerdo que atesoro de ella en el mercado, giré mi cabeza para verla y la abracé más apretado.
Ella se escurrió entre mis brazos y casi se unió a mi cuerpo, pero no fue suficiente para fundirnos juntas.
No ha cambiado nada y me alegro de ello, aún las cobijas y sábanas alborotadas están a nuestros pies y yo puedo andar libremente por todo el castillo con tal de encontrarla.
—Te tengo que confesar algo —espeto.
Alzó su cabeza y la sacó de mi pecho, sus ojos temblaban por no saber a donde mirarme. Le regalé una sonrisa pequeña y besé su frente.
—Estoy desarrollando un cariño por ti, como el que tengo por mi hermano, y no sabes lo feliz que me hace eso.
—Yo también te tengo un cariño inmenso, supongo que es parecido al que le tienes a tu hermano —me responde.
—Me alegra saberlo. —Le di unas suaves palmadas en su hombro para que zafara su agarre.
Soltó un suspiro y escondió su rostro en mi pecho de nuevo. Le di otro beso en la cabeza y me despedí. «Regresa pronto y cuídate, por favor», me dijo antes de que desapareciera de su vista.
Corrí hacia el cuartel, porque el sol ya se marchaba a ocultarse, y rogué por que el castigo no fuera tan malo. Antes de llegar me topé con un muro sin terminar, había personas trabajando en él pero estaban muy arriba como para preguntarles qué estaba pasando. No desperdicié más tiempo y me dirigí al cuartel.
Las carretas ya partían, a lo lejos pude ver como los hermanos desaparecían en las inmensidades del bosque vreoneano. No miré al presumido con ellos y se me hizo un poco extraño. Entré al cuadrilátero y esperé lo peor.
—¡¡Todos fórmense ordenadamente en una sola línea!! —manda un hombre.
El trote pesado, los relinchos y los bufidos de los caballos me enterró profundamente en la tierra. Hoy entrenábamos para las justas. Giré sobre mis talones y a nada de desaparecer fuera del cuartel alguien gritó mi apellido.
—¡¡Domènech!! ¡Llegas tarde!
Suspiré con tal de que mi alma abandonara mi cuerpo y pudiera morir justo ahora, pero no funcionó. Me asignaron un caballo, que para mi sorpresa era la yegua que llevé a la salida con la princesa.
—¿Sabes cómo jinetear? —me pregunta el hombre que me estaba acomodando los pies en una extensión de la silla.
—No —le confieso en seco.
—Entonces ten cuidado y aprende de los demás, por mientras, y nunca saques los pies de los estribos, créeme que eso es lo último que vas a querer hacer —me advierte, dándole palmadas a los zapatos que me regaló mi profesor.
No debí de traerlos, y me golpeé internamente por eso. El hombre tomó una parte de la rienda y arrastró a la yegua a la fila donde estaban todos los caballos. Me colocó en medio de dos caballeros, que se abrieron en cuanto llegué, y me miraron raro.
No dudo en que no haya ninguna yegua aquí, todos los caballos son muy musculosos y casi todos son de un café oscuro. Al contrario de todos los demás la yegua es negra con manchas blancas en las piernas traseras. Los caballos se le acercaron a la cara para olerla y ella bufó para alejarlos, a pesar de ser más pequeña sabe cómo defenderse.
—¡¿Listos?! —grita uno de los subordinados.
—¿Listos para qué? —pregunto en voz alta.
Los dos hombres a mis costados me miraron al mismo tiempo con extrañeza y yo me les quedé viendo alternadamente.
—¡¡Fuera!!
Más de quince hombres gritaron al mismo tiempo para hacer correr a sus caballos a la pared contraria del cuadrilátero, la yegua se alzó asustada y yo casi me caigo del asiento. Apreté sus riendas y la hice trotar despacio hacia el otro lado, acaricié su cuello y su melena con tal de tranquilizar sus respiros y su pulso.
—¡Shhh!, tranquila, tranquila —le digo asustada.
Estaba tan concentrada intentando calmarla que no escuché al fondo la ola de carcajadas que los caballeros soltaron. Los subordinados también se rieron de mí y temblé, ¿qué es lo que les causa tanta risa? No he hecho nada.
Llegué al otro lado y me llamaron. Me acerqué y entre ellos estaba el segundo coronel.
—¿Qué pasa, Domènech? ¿No sabes montar un caballo? —se burla uno.
—Es una yegua —le replico—. Y entre tantos animales uno no puede practicar correctamente —escupo de mala gana.
El coronel se rio en voz baja y yo mantuve la mirada con el subordinado. Nadie dijo nada hasta que el coronel lo hizo.
—Tiene razón, sal por la otra entrada y ve a montar solo. Veremos si tu yegua puede aguantar las justas de mis caballeros —me ordena gélido.
Le hice caso y giré a la yegua en su lugar, como lo hizo la princesa antes, para mi sorpresa solo tuve que jalar sutilmente su rienda para que lo hiciera. Apreté las cuerdas de cuero y las azoté contra el aire para que la yegua empezara a correr, nos dirigimos a la pared contraria a la entrada principal, recorriendo el área de forma paralela a la fila de caballeros siniestros.
Para mi suerte esa entrada estaba abierta por lo que pude salir corriendo sin problemas, me paré en los estribos de la silla y sentí el galope de la yegua en su totalidad. Mi entrepierna ya me dolía por lo que fue una muy buena decisión.
Corrió por el campo abierto, recorriendo a lo lejano lo que sería la longitud del muro oscuro, aquel que dividiría tierra de la realeza y tierra llena de sudor y sangre.
Galopó hacia el sur, lentamente solté sus riendas y ella nunca alentó su paso. Me apoyé de los estribos para levantarme y subí mis brazos a mis costados de poco a poco, la brisa fría golpeó mi rostro incontables veces; tomé la rienda con una mano para no caerme y disfruté de la velocidad que me regala la yegua.
Respiré de forma entrecortada, se me iba el aire porque me ahogaba y después llenaba a la fuerza todas las paredes de mis pulmones. Me reí por como mi cuerpo reaccionaba a la velocidad, tomé la rienda con las dos manos y la guie hacia la izquierda porque el terreno se nos estaba acabando. Le di la espalda al castillo y galopé en contra del sol, como si me estuviera alejando del poder. Esta sensación tan emocionante no se iba a acabar, la respiración de la yegua se hizo ligera y entre más corríamos más brincaba por cada paso que da.
Grité, grité con todas mis fuerzas para sacar lo que yacía en lo más profundo de mi pecho. Grité y la yegua me acompañó con un relincho ruidoso, como si ella también se estuviera desquitando con el mundo. Grité más fuerte, hasta que pude sentir mis cuerdas vocales temblar. Después reí, reí por el sentimiento, por la adrenalina recorriendo mi cuerpo y por mis segundos de libertad. Mi mente en blanco me permitió disfrutar al máximo este momento, y se lo agradezco.
Alentamos el paso mientras jalaba con seguridad las riendas, entre bufidos y respiros pesados la yegua se detuvo. Las dos exhaustas y necesitadas de aire descansamos en el casi eterno silencio que nos daba la naturaleza. El bosque no me quedaba tan lejos, se levantaba verde y frondoso, pero había algo que me decía que no entrara en él, como una corazonada.
—¡¡Domènech!!
Miré quien me hablaba y no pude reconocer al hombre, un caballero quizá. La yegua retrocedió al ver al caballo venir corriendo poderoso hacia nosotras, acaricié su cuello y le pedí que se calmara.
El hombre se detuvo no muy lejos, pero su caballo caminó de un lado a otro impidiéndole fijarse en un solo lugar.
—¡Para ya! —le ordena, apenado, al caballo—. Una disculpa, caballero, es rebelde.
—Entiendo —le digo entre risillas.
—El coronel lo busca, quieren empezar a correr sobre la pista, pero sin lanzas, con tal de ir entrenando a los caballos —me dice, girando la cabeza de un lado a otro para mirarme porque su caballo no se quedaba quieto.
—Entiendo, ¿entonces solo quieren correr de un lado a otro? —le inquiero dudosa.
—Sí, más que nada por los caballos porque se tienen que acostumbrar a la presencia amenazante de otros.
Me acompañó hasta la entrada del cuartel, en el camino su caballo se iba lejos hacia un lado o a veces al lado contrario del cuadrilátero. Yo me reía cada vez que no le hacía caso y él se avergonzaba por ello.
—Es que es muy joven, tiene apenas catorce años —me comenta a la par que su caballo relinchaba ruidosamente—. ¡Ya, Gilgamesh!
—¿Así se llama? —le pregunto después de que se relajaran un poco.
—Sí, como el héroe de la mitología nórdica —me responde con una sonrisa.
—Gilgamesh —repetí en voz alta—, suena bien.
En cuanto entramos a la arena dos caballeros estaban jineteando, corriendo uno hacia el otro, en diferentes filas separadas por un muro de banderas con escudos distintos.
—Se me pasó decirle que también van a agregar el juego de la sortija para los que están en la categoría de las justas —espeta.
—¿Sortija?
—Sí, es mucho más sencillo que las justas. Se cuelgan sortijas en el aire y con la lanza tienes que ir capturándolas —me explica concentrado, viendo como los caballeros corren en las filas.
—Se escucha muy fácil... y dudo mucho que lo sea —le recalco lo último.
—Acertó, antes de llegar a la zona de sortijas tiene que recorrer aproximadamente cien metros en determinado tiempo. La velocidad te impide acertar.
—Sí, me imaginé algo así.
Miré atenta la estrategia de cada jinete, qué es lo que hacían para moverse bien, si había algún detalle que pudiera tomar para competir mejor, y al final pasaron al hombre que me llamó contra alguien más.
—¡¿Listos?!
El caballero le susurró algo al oído de Gilgamesh, el caballo relinchó y con eso acarició su cuello. Mientras que el otro caballero se mantenía sereno y seguro de sí mismo, los dos caballos eran tenebrosos.
—¡¡Fuera!!
Los dos arrancaron sin dudar, Gilgamesh llevó la delantera no por mucho y en el momento en el que los dos caballeros se cruzaron se miraron a la cara como si ya hubieran hecho eso miles de veces. Gilgamesh terminó primero de recorrer su fila por lo que si hubieran preparado lanzas para atacar él hubiera ganado sin duda alguna, lleva más impulso y con ello más impacto. Los dos giraron al final de la fila y con un gesto de la mano se agradecieron o tal vez simplemente fue un saludo.
Llegó a mi lado, jadeante y exhausto, y el caballero me regaló una sonrisa victoriosa. Me llamaron y él me animó a dar lo mejor.
El otro caballero es grande, cinco veces más grande que yo, y ni hablar de su caballo. Musculoso y serio se reveló el animal.
—¡¿Listos?!
Me asusté, esa adrenalina llena de nerviosismo recorrió todo mi cuerpo. Apreté la rienda y también mis ojos, respiré hondo y para cuando los abrí el caballero ya estaba viniendo imponente hacia mí. Azoté las riendas y la yegua comenzó a trotar, para que cuando nos cruzáramos ya corriera descontrolada. Todos se rieron en cuanto llegué al otro lado de la fila.
—¡¡Silencio!! —gritó una voz familiar.
Busqué su portador y el coronel me miró, entornando sus ojos, para transmitirme un mensaje. «Hazlo bien», me decía.
—¡¡Háganlo de nuevo!! —ordena.
Varios abuchearon y otros se quejaron por la pérdida de tiempo. Yo respiré hondo y acaricié el cuello de la yegua, me incliné en su oído y le dije: «Hay que hacerlo». Esas palabras eran más que nada para mí, para controlar ese nerviosismo tembloroso.
Pensé en mi familia, en mis compañeros, en las personas que me han estado apoyando hasta ahora, incluso en el coronel, para que al final la imagen de la princesa preocupada reinara sobre mí. Respiré hondo de nuevo, dándoles comer paz a esos pensamientos vulnerables.
Acomodé a la yegua en la fila, acaricié su melena negra, con algunos cabellos blancos, y esperé la orden de salida.
—¡¿Listos?! —Me paré en los estribos, inclinando mi torso para no separarme demasiado del cuerpo del animal.
Alcé mis caderas para no golpearme más pero me mantuve escondida detrás de su cuello con tal de no detener el aire y crear más fuerza con la que la yegua tiene que pelear en contra para poder avanzar.
—¡¡Fuera!!
—¡Ya! —le grité azotando las riendas para que saliera casi volando.
Me aferré de ellas, para no salir lanzada por los aires, controlando mi fuerza a fin de no hacerla frenar. No veía nada, su melena me golpeaba el rostro y el viento me ardía, tampoco escuchaba las cosas con claridad porque, de nuevo, el viento se colaba en mis oídos. Pude visualizar una silueta pasar a mi lado por tan solo unos segundos, deduje como pude cuánto me faltaba para llegar y así ir tirando de la rienda con la intención de hacerla parar.
Me senté en la silla y me reincorporé en mi lugar, miré detrás de mí, aún sin poder escuchar mucho y con los ojos temblorosos, para encontrarme con el caballo alzándose en dos patas asustado. No podía escuchar sus quejidos entre la ola de ovación y silbidos, pero sí podía sentir su miedo.
Sacudí la cabeza de un lado a otro y mi audición regresó, muchos caballos se me acercaron junto con sus jinetes, me regalaron palmadas en mi espalda, hombros y cabeza. Por un pequeño espacio pude ver más allá donde estaba el caballero contra el que corrí y lo pude ver decepcionado.
—¿Qué pasó? —les inquiero a todos los hombres que me rodean.
—¡Corriste increíble, niño!
—¡Juro que fue más rápido que una bala! —agrega otro entre carcajadas.
—Asustaste a uno de los caballos más temidos —habla uno.
—¡¿Cuál es ese caballo?! —me preguntan.
—¡¡Impresionante, niño!!
Y muchos más cumplidos llegaron, pero no fue hasta que un subordinado habló que se callaron.
—No tiene nombre... creo. Tampoco sé cuántos años tiene —les respondo varias de sus preguntas.
—¡Silencio! Muévanse de aquí perros inútiles y vayan a formarse los que aún no han participado —ordena una voz familiar.
Poco a poco varios caballeros se fueron y frente a mí quedó el coronel junto con otro hombre.
—Tiene diez años y no, no tiene nombre aún —me comenta el hombre.
—Teniente Balam te presento a Ansel Domènech —dice el coronel.
Yo asentí con la cabeza profundamente, con tal de hacer una reverencia que el correspondió.
—He escuchado mucho de ti, incluso tuve la oportunidad de verte la primera vez que te trajeron al cuartel —me dice con una sonrisa gentil en el rostro.
El coronel entornó los ojos, igual que Asmodeo, y se fue con los otros caballeros. Solo pocos se quedaron a mi lado para felicitarme una vez más hasta que solo quedamos el teniente y yo.
—Sé de qué primera vez habla —le comento, intentando recordar con claridad aquella noche donde casi muero desangrada.
—Me contaron casi todo sobre ti y he de decir que eres fuerte, tu cuerpo es fuerte como para que seas... solo una niña —agrega lo último en voz baja.
No pude aguantar más su mirada por lo que bajé la mía al suelo, sintiéndome extraña.
—Ya me lo han dicho.
—Tengo grandes expectativas de ti, Ansel, nos veremos luego —me despide con una sonrisa.
Se llevó su caballo a donde estaban otros subordinados y yo me quedé allí, observándolo. Examiné más a fondo y pude ver una cicatriz inmensa, abarcando gran parte de su cuello, hecha de puras irregularidades y hasta de un color distinto a su piel.
«¿Cómo puede sonreír con una herida así?», pensé.
El tiempo se me escapó de las manos, participé una segunda vez dentro de las filas y de nuevo aplaudieron la velocidad de la yegua y mi jineteada.
La oscuridad se hacía más espesa a medida que pasaba el tiempo, un encargado del establo se llevó a la yegua porque el coronel me mandó a llamar. Me dijeron que me esperaba en su oficina y sin dudar fui para allá, corrí para que no se perdieran más minutos y que mi castigo no fuera tan malo.
El interior rocoso siempre se pone frío pero es bueno porque la calidez de la noche casi nunca te deja dormir.
—Pasa —me dice una voz ronca después de que tocara la puerta.
La abrí y el coronel ya estaba terminando de ordenar todo en su lugar, tenía hojas por todas partes y un escritorio pequeño. En su mano carga una vela delgada con la que ilumina el lugar hacia donde va, se dirigió hacia mí y apagó la vela con sus dedos.
—Vamos a que entrenes. —Cerró la puerta detrás de él y caminó al cuadrilátero de tierra arenosa—. No es posible que solo entrenen unas horas por la tarde y aun así no vengan, ve diciéndoles a tus amiguitos que de ninguna forma pueden faltar estos días —me advierte molesto.
—Sí, coronel.
Hice lo normal las primeras horas, correr, hacer ejercicios sola, cargar peso de un lado a otro, arrastrarme por el piso hasta tragar tierra y entrenar mi velocidad.
Ya estaba muerta para cuando la luna llegó a su punto más alto.
—Te daré una oportunidad niña, quítame la daga y te puedes ir —espeta.
—¿Eh? —le pregunto tirada en el piso.
—Quítame esta daga —me puso en la cara, frente a mis ojos, un cuchillo plateado con oro y algo azulado en su base— y te voy a dejar ir.
En el momento en que la intentó retirar puse la hoja entre las palmas de mis manos para intentar quitársela pero su fuerza me ganó, me levanté y escupí el polvo que tenía en la boca. Estaba determinada, la princesa me dijo que regresara pronto y así lo voy a hacer.
Corrí hacia él de la forma más silenciosa posible, me alcé en el aire y el guardó la daga en la funda que está amarrada a su muslo. Soltó un puñetazo a mi rostro, que logré esquivar, pero no vi el otro que venía a mi estómago. Lo plantó perfectamente, tanto que me dejó sin aire por unos segundos.
Me escurrí debajo de él pero en un mal movimiento pisó mi hombro y cuando intenté alcanzar la daga torció con sus manos mi brazo completo. No pude gritar libremente por la falta de aire, aún no podía respirar bien, pero me levantó, torciendo más mi brazo, y le grité en la cara. Pataleé en el aire y varios golpes acabaron en su abdomen, pero él nunca se inmutó. Me azotó contra el piso y restregó mi cara en él.
—Lárgate de este lugar, vete lejos de esta nación y nunca regreses —me amenaza, aumentando la presión con fuerza que ponía en mi cabeza.
—¡¡No puedo!! ¡¡Aaah!!
Grité desesperada, derramando lágrimas contaminadas sobre un suelo sucio. Apretó más y yo grité de nuevo. Mi cabeza va a estallar.
Bufé en mi lugar por la impotencia y lo golpeé en el rostro con mi mano libre. No le hacía daño. Grité de nuevo con coraje y le piqué el ojo con mi pulgar. Me pateó lejos y yo me quejé en un hilo de voz.
—Si usted me ayuda el rey lo va a matar también —espeto en un susurro.
Miré el cielo y las estrellas estaban muy cerca de mí, tanto que si alzaba la mano podría tocar una de ellas.
***
Los siguientes cuatro días nos llamaron para entrenar por la mañana y por la tarde, tres de ellos ni siquiera pude ver a mis compañeros porque nos dividieron estrictamente por categorías. El regreso del rey se acerca y el cuartel de Cos d'or no puede estar más determinado por el torneo.
También el entrenamiento llegó al punto en donde para cada categoría se volvió totalmente diferente, es por eso que la reina mandó a acondicionar tierra no muy lejana del coliseo para entrenar. El cuartel y el coliseo ya estaban repletos de pistas para la práctica de cada categoría.
Ya no veía a la princesa tan seguido y ya no tomaba clases. De vez en cuando me encontré con el mayordomo pero me ignoraba, no podía siquiera pedirle una hoja y una pluma para practicar. Los hermanos y Asmodeo poco a poco fueron desapareciendo de mi rutina diaria.
Cuando tenía tiempo me ponía a escribir, por más que no se entendiera hacia el esfuerzo con tal de que la princesa pudiera leer mis cartas. En ellas le expresaba cuánto la extrañaba, cómo ella se volvió algo importante para mí y cuánto lo sentía por no poder verla. También le escribía a mi familia, les escribía las cartas que ellos nunca me mandarían.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top