Capítulo. XLIX

Siglo XVII, 1697, 12 de agosto
4:12 A.M.

Abrí mis párpados pesados para encontrar frente a mí una oscuridad profunda, poco a poco mis ojos se acostumbraron a ella permitiéndome ver más allá de mi nariz. Intenté voltearme de un lado pero no pude, me quejé lo más bajo posible y regresé a mi posición inicial. Estos días han sido duros conmigo, no quiero imaginar cómo los serán cuando regrese el rey.

Cerré los ojos y repasé mi cuerpo, mi espalda dolía, mi entrepierna también y ni hablar de mis pies. Mis manos están hinchadas y hay muchas manchas verdes sobre mi cuerpo, son tan notorias que ni mi piel bronceada es capaz de disimularlas.

Intenté dormir pero el sueño no llegaba, una lágrima de sudor recorrió mi frente y supuse que tuve una pesadilla. El cansancio es tan grande que no puedo recordar qué es lo que vi en ella.

Me levanté como pude, mordiendo mis labios hasta hacerlos sangrar con tal de no despertar a nadie. Abrí el primer cajón del buró y de ahí saqué el último pedazo de papel que me quedaba; es pequeño, del tamaño de mi mano. Tanteé el interior de nuevo y busqué el palillo que uso para escribir, que Maël me ayudó a sacarle punta, y también el pequeño contenedor de cristal con tinta negra. Lo tomé todo con mi mano derecha y salí del cuarto con pasos pesados, lentos y silenciosos.

«El suelo está frío y me va a hacer daño», me dije a mí misma internamente.

Me apoyé en la pared del pasillo y me deslicé hasta sentarme para escribir bajo la luz de la luna. Ya no había mucha tinta, calculé que me alcanzaba para cincuenta palabras. Chasqueé mis labios, limpiando la sangre en ellos, y los apreté como usualmente hago para que dejen de sangrar.

Abrí el frasco y metí la punta del palillo, extendí el papel en el piso y pensé en qué escribir. Me quedé allí como una estatua fría y sin vida. Las paredes crujieron al igual que el ventanal y al instante el viento sopló, como si el castillo ya hubiera sabido que esa ráfaga vendría por él.

«Dabria, espero que te encuentres bien. Lo siento por no ir a verte de nuevo, el cansancio es más grande que mis fuerzas y me impide poder ir.

He estado sintiéndome muy cansada últimamente y no sé por qué, yo tenía un muy buen aguante al igual que condición pero no sé qué me está pasando. No sé si es porque no he estado comiendo bien o porque no estoy teniendo el cuidad...»

Y se acabó la tinta. Leí de nuevo la carta ilegible y conté las palabras. Son exactamente setenta y tres pero parece más una carta para desquitarme que para ella.

Recargué mi cabeza en la pared y sentí el frío que me impregnaba hasta los huesos, el calor no estaba presente en esta noche estrellada y me hacía mucha falta. Estaba más despierta que nunca por lo que dejé todo allí, agarré la carta y me fui a pasear por todo el castillo.

Me siento como un muerto viviente, como esos que salen de la tierra para andar por el mundo intentando recuperar el tiempo que no disfrutaron estando vivos. Caminé por muchos pasillos, hasta terminar cerca del área de servicio. A lo lejos escuché pasos, busqué de dónde provenían y ente varios pasillos divisé una luz anaranjada. Se acercaba lentamente, pero no porque quisieran ser cuidadosos sino que esa era su velocidad normal.

Frente a mí quedó una vela y no muy lejos se escuchó el grito ahogado de un hombre. Alcé la vista y el mayordomo tenía su boca cubierta con su mano.

—¿Va a seguir ignorándome? —espeto seria sin medir mis palabras.

Destensó su cuerpo y su semblante se llenó de preocupación.

—¿Qué dices, Mavra?

—Si no lo hará deme respuestas y también material, quiero escribir una carta —lo ignoro áridamente.

Se relajó más y una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

—Acompáñame, sé silenciosa —me pide en voz baja.

Me llevó al área de servicio, directamente a su oficina, y me pidió que me pusiera cómoda. Fui a la silla frente a su escritorio para sentarme lentamente, respiré hondo y recargué todo mi peso sobre el asiento. Me duele.

—No te estoy ignorando, Mavra, nunca lo he hecho. Solo he estado muy ocupado, el rey va a regresar tarde hoy o tal vez hasta mañana y he estado al lado de la reina para ayudarla con sus deberes —me explica rápidamente, yendo de un lado a otro para tomar hojas y acomodar su desorden.

—Entiendo.

Se sentó frente a mí y por fin me observó atentamente, su cara me dijo muchas cosas.

—Tu ojo está...

—Lo sé, me han golpeado mucho —le digo en un suspiro.

—¿Tú estás bien? —me inquiere preocupado.

—No —le respondo sincera, apretando la tela de mi vestido con mi puño lastimado—. ¿Mi familia no me ha enviado tan siquiera una carta? —le pregunto con la voz quebrada y con lágrimas en los ojos, lágrimas llenas de tristeza.

Se levantó de su asiento y mientras caminaba hacia mí se fue quitando su bata color marrón. Me la puso sobre los hombros delicadamente y buscó algo en un estante grande, me puse a contar los cajones y son treinta en total.

—En tu división no hay cartas, pero créeme que no dudo en que te hayan escrito una. —Pensó unos segundos y se puso a buscar en los otros cajones—. Me temo que esto va a tomar mucho tiempo, hay varias divisiones repletas de hojas y cartas.

Me levanté cuidadosamente, tomando de un costado la bata para que no se me resbalara, y me acerqué a él.

—Yo le ayudo.

Abrí uno de los cajones contrarios a donde él se encontraba y fui revisando sobre por sobre.

—¿Tiene que venir mi nombre en él? —le inquiero concentrada.

—Sí, tiene que decir «Mavra Fallon». La letra que he visto en el sobre es muy fina y elegante, encuentra algo así —me dice mientras busca.

Pero después no supe cuánto tiempo exactamente llevamos buscando... sé que no es poco. Ya teníamos revisado más de la mitad del mueble y aún nada.

—¿No tiene que ir a dormir, señor? —le inquiero leyendo varios sobres.

—No, a estas horas ya estoy trabajando —me responde entre risillas.

Me observó atento y yo seguí buscando.

—¿Qué pasa con tu mano izquierda? —me inquiere extrañado.

—Me lastimé, igualmente no puedo levantar el brazo completo —le comento mirando colgar la extremidad de mi cuerpo, como si fuera un estorbo.

—¿Cómo? —insiste buscando más cartas.

Recordé la noche que entrené como castigo con el coronel y fruncí el ceño al instante.

—Porque soy débil —le confieso—. Me di cuenta de que las primeras semanas entrenando en el cuartel me trataron muy bien, ahora que el ambiente es más serio y hay tiempo encima realmente me están preparando —le explico con la sangre caliente.

—Pero te estás haciendo una persona mejor cada día ¿no? Por más malo que sea siempre va a haber algo que tomar para aprender de ello...

Yo lo miré y su sonrisa en el rostro me brindó un cariño muy grande.

—Supongo que sí... —le respondo pensativa—. Pero duele, duele hacerlo de esta forma.

—Aún eres muy joven, Mavra, tú no deberías de estar pasando por todo esto... —Se detuvo en seco y suspiró profundamente—. Por más consejos que intente darte ninguno tendría un efecto grande porque aún eres muy pequeña para poder comprenderlos de la forma correcta.

Las últimas hileras de cajones desbordaban hojas de tan llenos que están.

—Dudo que estén allí —me comentan, al ver que ya tenía la mano encima de uno.

Suspiré devastada, necesito encontrar esas cartas.

—¿Me cree si le digo que ellos son mi todo? —espeto después de un silencio eterno.

—Lo hago —me dice tiernamente—. Ve a dormir, Mavra, tienes que recuperarte porque los días se volverán más duros... y tú lo tienes que hacer con ellos —agrega lo último determinado.

Asentí a sus palabras y comprendí su mensaje, tengo que recobrar mi postura como Domènech.

—Querías escribir una carta también ¿verdad?

—Sí, es corta, no va a tomar más de la mitad de una hoja —le digo suavemente.

Caminó rápido para sentarse en su escritorio, con una navaja muy fina cortó una hoja que tenía al lado y se preparó para escribir.

—Te escucho —me comenta.

—Lo siento, princesa.

Escribió lo que dije y al no escuchar más alzó su vista hacia mí.

—Eso es todo —le respondo su duda.

Sonrió y metió la hoja en un sobre, sin sellarlo porque así se lo pedí.

—¿A qué se debe tu disculpa?, si es que puedo saber —me inquiere entregándome el sobre.

—Le prometí pasar tiempo con ella... hace cuatro días que no la veo.

—Uh, sí, es una buena razón para disculparse. —Asintió profundamente con una sonrisa en el rostro.

—Muchas gracias, mayordomo —me despido haciendo una reverencia un poco torcida por mi incapacidad—. ¿Sabe?, llegué a sospechar de usted por unos momentos pero no pude estar más equivocada —le confieso, regalándole una sonrisa amplia.

—No hay problema, caballero, puedo comprender el porqué de ello. —Me dio unas palmadas en la cabeza y yo le entregué su bata.

Antes de irme, antes de atravesar el marco de la puerta me detuve dudosa.

—¿Le puedo preguntar algo? —le inquiero, girando sobre mis talones.

—Claro que sí —me dice sonriente.

—Si alguien que no conoce cómo funcionan las relaciones, sus categorías y los niveles que hay dentro de cada división, y hace algo que sobrepasa los límites de la que tú tienes con esa persona ¿cómo se puede solucionar ese recuerdo tan... extraño? —le confieso pensando en el roce de los labios de la princesa con los míos.

—De forma general te puedo decir que es bueno que le enseñes qué límites existen, si es algo muy grave te digo que lo hablen detalladamente y lleguen a un acuerdo, pero si fue solo un pequeño choque entonces se puede dejar pasar —me aconseja tranquilo.

—Entiendo —le digo pensativa.

Tenía razón en cuanto dejarlo pasar, solo fue un momento extraño que nunca va a volver a suceder.

Me despedí de nuevo y fui a la torre. El morado azulado del cielo se está debilitando, volviéndose un azul claro y brillante, si me tardo más puede que la princesa despierte. Me apuré en llegar tanto como pude, pero el dolor e incomodidad me impedía ir más rápido; mi brazo izquierdo se mecía de un lado a otro por lo que tuve que apretarlo contra mi cuerpo con la mano. Es doloroso.

Caminé y caminé, de la forma más lenta posible para mí, haciendo los segundos eternos y mis fuerzas desapareciendo con ellos. Crucé gran parte del castillo, pero cuando llegué a las primeras escaleras de la torre pensé que todo mi esfuerzo fue en vano. Di media vuelta, exhausta de esto, y me mantuve allí, quieta. Le debo una disculpa pero ¿a qué costo?

Subí el primer escalón. Luego el segundo, después el tercero y así sucesivamente hasta alcanzar lo que me parecía tan lejano. Cuatro escalones sobrantes y yo me reusaba a avanzar, me agaché y deslicé la carta por debajo de la puerta cuidadosamente. Me quejé en mis adentros, mordí mis labios y me reincorporé en mi lugar. Intenté alcanzar la puerta pero apenas las puntas de mis dedos rozaban su madera oscura; me asustó un movimiento del interior, bajé un escalón y contuve la respiración para escuchar mejor.

«No es nada», me dije a mí misma para que mi imaginación no empezara a crear escenarios irreales y peligrosos. Suspiré por mi nariz de alivio y me marché. El viento soplaba suavemente y se colaba por las piedras de la torre, yo tracé cada una de ellas con mis dedos con tal de no olvidarlas. Me fui lo antes posible, no quiero que nadie me vea por aquí, y menos en este estado tan débil.

Recorrí de nuevo el espacio por donde vine quejándome, pero esta vez con el sol llorando oro desde el ala izquierda hacia acá. Me apuré en llegar al cuarto antes de que despertaran los guerreros inquebrantables que tengo como amigos.

Voces no muy lejos de donde estoy llamaron mi atención, podrían ser sirvientes pero ¿qué podrán hacer a estas horas del día? Choqué con una figura grande, su cuerpo duro provocó que el mío doliera.

—Mavra, ¿qué haces aquí? —me pregunta una voz que he extrañado sin saberlo.

—Profesor —digo en un hilo de voz entrecortado.

Se arrodilló frente a mí y yo derramé una que otra lágrima dolorosa, lo abracé con mi brazo derecho e intenté no lastimarme más.

—¿Qué te han hecho? —me pregunta después de un silencio lleno de mis sollozos.

Sutilmente me tomó de los hombros y me miró a los ojos, su expresión cambió radicalmente en cuanto me vio mejor.

—¿Quién fue, Mavra? ¿Quién te hizo esto? —me pregunta hostil.

—Yo, profesor, yo lo hice —espeto derramando más lágrimas.

—No, mi niña, tú no hiciste nada de esto. —Lentamente deslizó su mano por mi brazo izquierdo, observándolo atentamente—. ¿Quién te lastimó? Tú no pudiste torcer tu brazo de esta manera —enfatiza arisco.

Me cargó entre sus brazos y fuimos a la enfermería.

***

—Hoy vamos a salir... todos —agrega lo último determinado mientras desinfecta varias heridas de mis brazos.

—¿A dónde?, el rey llega hoy por la tarde y tenemos que entrenar por la mañana —le comento preocupada por el castigo.

—Mínimo a ver los alrededores, necesitan salir. —Me vendó el brazo izquierdo, al que antes había sumergido en un ungüento aceitoso—. Ustedes aún son unos niños, mira como son los otros tres... si se les presenta una oportunidad en donde sanar su infancia la toman ¿no ves cómo se comportan cuando juegan?... Ninguno de ustedes debería de estar aquí —agrega lo último decepcionado.

Asentí sin tener otra opción a la mano y fuimos por los demás. Aproveché que fuimos al cuarto para ponerme mis prendas que uso al entrenar.

—¿A dónde vamos, profesor? —le pregunta Nazaire.

—A divertirnos, han estado trabajando muy duro, se merecen un descanso —le responde alegremente.

En cuanto escucharon sus palabras a los muchachos se les dibujó en el rostro una inmensa sonrisa. El profesor ya había planeado esto desde antes.

Un carruaje muy bonito nos esperaba afuera, subieron emocionados y el profesor nos pidió esperar.

—Esta no es la excursión que quería, porque no va a tener nada relacionado con la escuela, pero sí nos hace falta destensarnos ¿no, niños? —nos pregunta desde afuera del carruaje con una sonrisa—. Voy a ir por la princesa, no se muevan de aquí, eh —nos advierte divertido.

—Que va, ¿cómo podríamos? —le responde Asmodeo entre risas alegres.

Maël no me ha quitado los ojos de encima desde que nos sentamos, me removí en mi lugar y me tranquilicé.

«¿Qué te pasa?», me tararea, entornando sus ojos por la sospecha.

—Nada, fui a que me revisaran el brazo. Me lo torcí cuando me caí de la yegua —les miento entre risillas.

—Contigo era de esperarse, ¿cuándo has cabalgado? —interviene Asmodeo de mala gana.

—Déjame decirte que soy la más rápida de todos, eh —le presumo egocéntrica.

—Por favor, qué vas a ser tú... Yo por ejemplo soy el de la mejor puntería para t-o-d-o —agrega lo último dramático.

—Ay, por favor —lo arremedo—, tú no estás haciendo nada. Mírame a mí, por cada caída me hago más resistente —le contesto, golpeándome el pecho con la mano para que suene algo hueco.

—Ah ¿sí? —dice de forma melódica— Pues y...

—Ya basta, ustedes dos, parecen niños pequeños sin educación —nos interrumpe Nazaire.

—A ver, entonces cuéntanos tú ¿qué has hecho? —le pregunta Asmodeo ofendido, cruzando sus brazos frente a su pecho.

Nos iba a contar algo pero justo llegó el profesor en compañía de la princesa, subieron al carruaje y en cuanto cerraron la puerta detrás de ellos se echó a andar.

—¡Mavra! —exclama la princesa preocupada.

Se abalanzó sobre mí para revisarme, Asmodeo y los hermanos prestaron atención a todo detalle que tuviera conmigo la princesa y cuando hacía algo muy dulce ellos se molestaban.

—Oye yo también me lastimé ¿dónde está la princesa que me va a cuidar? —pregunta Asmodeo burlón mientras la princesa no se despegaba de mí.

Todos nos reímos, hasta el profesor, por las ocurrencias de Asmodeo en el camino. Mientras nosotros platicábamos de qué hicimos estos días y de cómo Asmodeo humillaba a quien siquiera lo viera me fijé en el profesor, estaba distante y nunca despegó sus ojos de la ventana.

—¡Ya llegamos! —exclama el profesor alegre, mirando más allá del cristal.

Nos bajamos y en cuanto observamos el lugar Dabria y yo nos miramos al instante. El tan famoso mercado de Diamant de nuevo se extendió frente a nosotras.

—Tomen lo que quieran —nos dice el profesor con una tierna sonrisa—, va por mí.

El carruaje se alejó y los cuatro hombres salieron volando hacia todos los primeros puestos. Yo me quedé allí junto a Dabria, anonadas por la realidad.

—Y pensar que terminaríamos aquí de nuevo tan pronto —espeta para que las dos nos echemos a reír.

Me tomó de la mano gentilmente y poco a poco fuimos recorriendo los puestos. Las personas la miraban raro y de inmediato se ponían a susurrarse cosas entre ellas, es imperdonable que no reconozcan a la princesa pero también me alegro de que no lo hagan del todo.

—¿Qué quieres tú, Mavra? —me pregunta con una amplia sonrisa en el rostro.

—Mira nada más, tu ventana ya se está cerrando —le recalco entre risillas.

Se llevó su mano a la boca y tocó el hoyo sorprendida.

—Te lo dije, mi ventana se cerrará pero tu sonrisa de hojalata nunca va a cambiar —dijo para sacarme la lengua.

—¿Qué te dije de esa lengua, niña? —la regaño divertida.

Visitamos los puestos que no pudimos ver con delicadeza la última vez, y cuando llegamos al último vi a la dueña observándonos. Giré en mi lugar y atraje a la princesa contra mí, olvidando mis heridas sensibles, para caminar hacia el lado contrario.

—¿Qué pasa? —me pregunta al verme agotada y jadeante.

—Casi nos ven —le respondo de forma entrecortada por la falta de aire.

Examiné el lugar y no había nada extraño, un callejón largo y amplio se extendía hasta quien sabe dónde. No había mucha gente cruzándolo pero sí me llamo la atención algo; un hombre alto y delgado se meció de un lado a otro con la suavidad más perfecta del mundo, en su hombro izquierdo carga un instrumento y con la mano derecha sostiene un palo. El hombre exhaló y a la par de tomar un buen respiro se posicionó, tomando una postura muy bonita tocó la melodía más sentimental que he escuchado.

Yo estaba hipnotizada por él, se movía al ritmo de su canción, se mecía de un lado a otro como si lo disfrutara con sinceridad, tocaba suavemente y nunca se desafinó.

«Mavra, nos tenemos que ir, nos están esperando», escuché detrás de mí no muy claramente.

Su melodía cobró intensidad, fue aumentando su ritmo y fuerza, raspaba los hilos finos del palo contra las cuerdas y con ello se creaba el sonido. Los tonos subían y bajaban armoniosamente, incluso podía escuchar un segundo violín detrás de todo.

Alguien me jaló del hombro y yo me quejé por el dolor, miré a la persona y esos ojos verdes me trajeron de nuevo a mi realidad.

—Lo siento —le digo en un tartamudeo—, estaba... distraída.

Volteé rápidamente para ver al hombre y él estaba tendido contra la pared, su instrumento estaba destrozado por la parte de atrás y solo tenía dos cuerdas. El cabello largo y negro del señor me impidió ver su rostro, su ropa sucia y rota... ¿estuvo en ese estado todo este tiempo?

Jalaron mi brazo y me llevaron corriendo hacia un lugar, el cabello dorado de la princesa rozó mi rostro y yo la seguí. Todos estaban en el carruaje menos nosotras.

—Perdón, estábamos viendo unos objetos muy bonitos —se disculpa la princesa mientras sube al carruaje con mi ayuda.

Yo seguí buscando con la mirada al músico pero no lo encontré entre tantas personas. Subí al carruaje y regresamos al castillo.

—¿Por qué no me dijeron? —nos pregunta el profesor—, podría habérselos comprado.

—No, solo fue un vistazo —le responde la princesa.

Ahora yo era la distraída, mientras ellos platicaban y se mostraban las cosas que consiguieron yo miré la ventana atenta, todo el camino me la pasé pensando en aquel hombre.

—Mavra —me llama una voz grave.

Brinqué en mi lugar y presté atención a mi entorno, ya estaba frente al castillo. Vi la entrada del carruaje y justo en medio se encontraba el profesor con el ceño fruncido por la extrañeza sobre mi comportamiento, a los costados se asomaban cuatro cabezas que me miraban atentas, llevé mi mano frente a mis ojos y me desperté.

Mientras los demás se iban a divertir con sus objetos el profesor me acompañó a la enfermería.

—¿Te duele algo? —me pregunta revisando mis heridas—. No deberías de traer esta camiseta encima, se puede infectar todo.

—Estoy bien —le digo decaída.

Tomó un pequeño banco y se sentó frente a mí, me miró y me regaló una tierna sonrisa.

—Quiero que sepas que voy a estar para ti cuando sea, donde sea, a la hora que quieras y como quieras ¿entiendes?

—Sí, profesor, ya me lo había dicho —le comento entre risitas.

—Claro que sí, pero con otras palabras mi querida Mavra —me aclara divertido—. Pero sí quiero que de verdad sepas que... así como vamos a compartir muchos momentos buenos y felices también quiero que me compartas tus días malos, que me cuentes todo lo que no te gusta y todo lo que te hace daño —dice lo último preocupado.

—Entiendo, muchas gracias. —Me abalancé sobre él con cuidado y lo abracé con mi brazo derecho como hace rato.

—Ay, mi pequeña Mavra... también te quiero decir que ya sé lo que tú y Dabria traman, eh —espeta divertido.

Me separé de él estrepitosamente y lo miré a los ojos. Se rio en voz baja un poco y de nuevo esos ojos color jade se detuvieron en los míos, acercó su rostro y pegó su frente a la mía.

—Las dos se delataron al mismo tiempo —me aclara entre risillas.

Me reí al recordar cómo me llamó frente a él cuando nos encontramos de nuevo, la verdad yo tampoco le presté atención en el momento a nuestra actuación de mentiras.

Y todas estas risas me las puedo permitir gracias a él, porque si hubiera sido alguien más ella y yo ya nunca nos volveríamos a ver.

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