Capítulo. XI
Siglo XVII, 1697, 26 de junio
5:00 A.M.
Un ajetreo me despertó de aquel sueño desgarrador; un hombre con prendas oscuras fue el centro de atención de mi ilusión, probablemente tiene un significado porque eso no es nada común para mí. No pude identificarlo de alguna manera, pero sé que significa algo.
—Pero ¿quién eres tú? —pregunta una dama mientras me siento en la cama.
Supongo que estaba muy desaliñada por su cara de horror al verme, no tenía ganas de responder y Tique me salvó de esa situación, le debo algo a la diosa de la fortuna.
—Señorita Ansel, acompáñeme —señala el mayordomo mientras entra al cuarto y camina hacia mí.
Simplemente asentí a sus palabras y acomodé mi silla con ruedas para poder subir sin problemas.
—¿Requiere de mi ayuda? —me pregunta.
—No, muchas gracias.
—Señor, ¿quién es ella? —le insiste una segunda dama.
—El caballero personal de la princesa —responde orgulloso.
Las dos mujeres jadearon al escuchar la respuesta y una de ellas cubrió su boca con la palma de su mano.
—Imposible, ¡¿cómo va a ser que esta niña va a ser su guardián?! —le replica ofendida.
—Créalo o no, pero ella es la indicada —contesta sin más para empujar mi silla y salir del cuarto.
Recorrimos el pequeño pasillo y salimos del cuarto de servicio apresurados.
—El sastre la está esperando y no hay tiempo que perder, por cierto, no haga caso a comentarios de los sirvientes si no son algo bueno —me advierte.
—Entiendo —acaté.
Nos perdimos entre los inmensos pasillos hasta que llegamos a una zona blanca con decoraciones de oro y mármol.
—El castillo es muy colorido, ¿no?
—Sí, es lo que he estado viendo —concuerdo con él.
—Todo pasillo aquí tiene un significado, cada arreglo tiene su historia y los muros ocultan muchos secretos —comenta entre risillas.
—Espero conocer todo algún día.
—Lo hará, señorita, es algo primordial que requiere saber una vez que empiece su servicio. Casi le olvido comentar que su carta ya fue entregada y estamos en espera de una respuesta —me anuncia mientras caminamos más despacio para detenernos en una de las tantas puertas, estas son de madera oscura con manijas de oro, un muy buen equilibrio de tonalidades—. Si me disculpa —espeta para abrir una puerta y dejar a la vista un cuarto inmenso lleno de divisiones hechas por cortinas.
—Qué hermoso.
—¡Dije lo mismo al ver por primera vez este lugar!, las cortinas te dejan boquiabierto.
—¡Mayordomo! —exclama un señor, aproximadamente de la misma edad que el mencionado, mientras se acerca a nosotros.
—Hola de nuevo, sastre. —Me dejó de lado y fue a estrechar su mano.
—Hoy me acompaña mi hijo, ya es todo un hombre —declara el sastre mientras le hace una señal con la mano a un joven un poco mayor a Benedict.
Recordarlo hace que una brisa de nostalgia queme mi pecho, cuanto lo extraño.
—¡Has crecido tanto! —exclama el mayordomo sonriente y sorprendido.
—Lo sé, el tiempo se me ha escapado de las manos —comenta el joven.
—Bueno, dejemos la charla para después, hora de trabajar. ¿A quién le tomaremos medidas hoy? —le pregunta el sastre al mayordomo.
—A mi querida Ansel, ella tiene el único nombre que va a recorrer todo el castillo siendo alguien que sirve al rey —confiesa con una sonrisa mientras me señala con un gesto de su brazo.
—Cielos santos, es la primera persona en toda la nación. ¿Está bien si mi hijo me apoya? —le pregunta.
—¿Estás de acuerdo Ansel? —me pregunta el mayordomo.
—Yo no tengo ningún problema, haga su trabajo como le funcione mejor.
—Manos a la obra hijo —le manda.
Sacó una cinta de tela larga y delgada con números escritos que resalta exactamente la distancia entre cada marca.
—¿Qué es eso? —le pregunto mientras enreda la cinta en mi muñeca.
—Una cinta para tomar las medidas exactas del cuerpo —me responde el joven.
—¿Cómo funciona?
—Utilizamos la unidad llamada centímetros, nos permite expresar la distancia que hay entre dos puntos.
—¿Tiene algún tipo de regla o secuencia?
—Algo así, tengo entendido que diez milímetros hacen un centímetro, cien centímetros hacen un metro y mil metros un kilómetro. A medida que avanzamos la unidad cambia y crece, es algo raro pero lo aprendes rápido —me explica el hijo del sastre.
—Entiendo, gracias por la información.
—No hay de qué —me responde sonriendo mientras toma la medida de mi antebrazo.
El sastre delicadamente tomaba la medida de mis hombros y media espalda.
—¿No puedes levantarte? —me pregunta, viendo que no puede continuar por la silla.
—Sí puedo pero no debería, las heridas las he abierto muchas veces y necesito cuidarlas. Tengo que brindar un servicio y necesito moverme libremente, me temo que no puedo hacerlo por hoy señor —le explico un poco entristecida y decepcionada.
—Yo te ayudo, necesitamos tus medidas completas. Será rápido, no vas a tocar el suelo si te sostengo —me sugiere el joven.
—Tengo una idea —intervengo primero—, ¿hay alguna barra que mantenga las cortinas que sea segura? —les pregunto curiosa.
—Hay una, es la última. Síganme —nos señala el sastre.
El mayordomo se acercó a mí, tomó el respaldo de la silla y me empujó a donde el sastre nos guiara. Un mundo de cortinas coloridas que se conectaban desde el techo hasta tocar el piso nos envolvió, son muchos tonos, pero neutrales y nada llamativos a la vista.
—Es el cubículo de la princesa, podemos usarlo. La barra es resistente y como es baja no habrá mucho problema.
—No sé cuánto pueda aguantar, pero, estoy segura de que no es poco tiempo, escapar de caballeros aumentó mi resistencia —confieso entre risillas, intentando ser agradable al ambiente.
El mayordomo hizo a un lado la cortina dorada con rosa y me dejó justo abajo de la barra de metal, le pedí ayuda al hijo del sastre para levantarme un poco y así no pisar el asiento de la silla. Me colgué de la barra, flexioné los brazos para tener una buena altura, y que no tuvieran que agacharse demás, y comenzaron a tomar medidas. Pensé en que podría parecerles raro lo que hago, pero mi intención es que no tengan más problemas de lo que yo ya puedo ser, si el hijo del sastre me cargaba probablemente las medidas no fueran exactas y tendrían que trabajar más.
Me sorprendió la fuerza que tengo, no es como si tuviera mucha masa muscular en mi cuerpo, apenas y podía comer algo gracias al esfuerzo de mis padres. Su imagen hizo que el pulso de mi corazón se alentara y la tristeza invadiera mi cuerpo, algo me hizo querer aferrarme a la barra. La apreté con todas mis fuerzas como si de ella dependiera todo lo que tengo, como si soltarla fuera perder este duelo. Me duele, me hace sentir tan vulnerable el tener que llegar hasta aquí solo porque no logré moverme ese día de la forma correcta, pero recordar que mi familia está en unas muy buenas condiciones hace que todo eso se esfume en el aire. Saber que ellos están en una mejor posición libera este dolor en mi pecho, hace que el esfuerzo que voy a hacer valga la pena.
—¡Mavra! —alzó la voz el mayordomo, sacándome de mis pensamientos.
—Perdón, ¿falta algo más?, aún puedo aguantar.
—Sí, ya terminé la zona superior pero... —comenta dudoso el sastre a mis espaldas.
—Ansel, van a tomar la medida de tus piernas. Eso conlleva a tomar medidas de la zona en tu cadera, ¿estás de acuerdo? —me pregunta el mayordomo, sin vacilar, también a mis espaldas.
—Estoy bien, lleven a cabo su trabajo sin vergüenza —les dije separando mis piernas como cuchillas abiertas.
El sastre, su hijo y el mayordomo se quedaron en silencio al ver mi movimiento. No pasó ni un segundo cuando se echaron a reír, hice una expresión rara en dubitación ante sus carcajadas.
—No hay necesidad de hacer eso, ¿Ansel?, ¿ese es tu nombre? —me pregunta el sastre riendo.
—Así es y entiendo... ¿qué tengo que hacer? —agregué.
—Tú nada, nosotros lo haremos lo más rápido posible —me asegura el sastre, todavía riéndose.
—Permítame —dice el joven colocándose frente a mí mientras toma el largo y ancho de mi muslo con su cinta para medir.
Tomaban la cinta y la enredaban delicadamente a mis extremidades, memorizaban el número y lo decían en voz alta para que uno de los dos apuntara en su libreta.
—Listo, Ansel —anuncia el sastre mientras me baja de la barra para sentarme—. Oye —le habla el sastre al mayordomo—. ¿No quieres que tome las medidas de sus pies?, puedo llevárselas al zapatero para que no venga hasta acá.
—Me parece perfecto, ¿crees que puedas tener algo en dos horas? también necesitamos calzado. El rey ordenó algo simple pero elegante al mismo tiempo, también algo que no se demorara porque requiere la presencia de Ansel por la tarde.
—Mmm —expresó pensativo—. Tengo el estilo que buscas y lo puedo tener antes de las dos horas, le mencionaré al zapatero su orden, aunque de él no te puedo prometer nada porque están hechos a mano, ya sabes, intentaré apresurarlo. Todo será de calidad y duradero, por cierto, el rey iba a pedir más cosas si no me equivoco.
—Sí, eso será después, por el momento quiere algo rápido, sencillo y elegante —intervino.
—Bien, vamos hijo tenemos trabajo que hacer —anuncia el sastre.
Terminaron de hablar y justo después de despedirnos el joven quiso mencionar algo.
—¿Puedo presentarme? —pregunta.
—Solo no menciones tu nombre —le advierte el sastre.
—Sí puedes, no eres parte oficial del servicio real, aún eres libre de hacerlo —le replica el mayordomo.
—Mi nombre es Arno, es un placer señorita. Espero tener el honor de confeccionar más prendas para usted en un futuro —me declara haciendo una reverencia.
—Qué contradictorio, mayordomo —le dice el sastre, entornando sus ojos.
Estos dos se rieron, después Arno se perdió con su padre y sus maletas en los inmensos pasillos del castillo.
—Es un joven energético, ¿cierto? —dice el mayordomo entre risillas.
—Lo es.
—Lo conozco desde que estaba en el vientre de su madre, ya tiene dieciséis años ese niño. Crecen muy rápido, tanto que me hacen sentir muy viejo —expresa dramático.
—¿Qué edad tiene usted, señor? No parece muy mayor desde mi punto de vista, aunque he de decir que sí tiene mucha experiencia, usted es alguien sabio.
—Me alaga, pero sí soy muy viejo, actualmente tengo sesenta y ocho años, Ansel. Ya no me queda mucho tiempo de servicio y necesito aprovecharlo que no enseñarte lo que sé sería un desperdicio —anuncia acercándose a mí.
—Esas palabras las he escuchado antes en algún lugar, señor. —Sonrío ante el recuerdo del profesor.
—¿Sí?, ¿de parte de quién? —me pregunta entre risillas.
Empujó el respaldo de mi silla y las ruedas de esta empezaron a andar, nos perdimos en los gigantescos pasillos del castillo entre risas y comentarios. Recorrimos caminos blancos con arreglos de oro, eran tan grandes que ni unas cuatro personas apiladas de pie hacia arriba podían tocar el techo.
—Iremos al cuarto de aseo para los sirvientes, ¿hace cuánto que no toma una ducha con agua caliente? —me inquiere el mayordomo.
—No lo sé, pero sí puedo asegurar que fue hace mucho tiempo, muchas gracias —espeto.
—A mí no me agradezca, pequeña, esas palabras son para el rey —me aclara.
—Entiendo.
A medida que avanzábamos los pasillos perdían decoraciones y extravagancias.
—Desde este camino hacia allá es el segundo cuarto de servicio, solo que en este se encuentra el área de aseo —me explica.
Unos ruidos lejanos captaron nuestra atención, a medida que nos acercábamos más se volvían fuertes. Nos detuvimos frente a una puerta oscura con una manija dorada, nada arreglada o llamativa a comparación de las demás, me dejó a un lado y tocó la puerta con sus nudillos.
—Señoritas, también cuéntenme de qué tanto se ríen —espeta mientras alguien abre la puerta, su figura delgada me permitió ver un vestido oscuro con delantal blanco del otro lado.
—¿Nuestras pequeñas risas son así de escandalosas? —pregunta una joven una vez que la puerta está de par en par.
—Sí, las escuchan hasta los extranjeros más lejanos —anuncia entre risillas.
El rostro de la joven se ruborizó, dándole color a sus mejillas, es bonita.
—¿Tienen agua caliente? —le pregunta el mayordomo.
—Sí, señor, aunque deberíamos de calentar más —declara mientras mira adentro del salón, como si le hablara a alguien más.
—Preparen un baño y ayuden a mi querida Ansel, es la guardia real de la princesa. Tengan cuidado porque está herida, voy a regresar en un rato con unas prendas para ella.
—Sí, señor.
El mayordomo caminó lejos para perderse en el laberinto, pero se detuvo en seco, giró sobre sus talones y nos miró.
—Por cierto, no puede caminar. Laven su cuerpo delicadamente y cuando terminen que se seque bien, el doctor Salvatore necesita verla para volver a vendarla otra vez —le manda para girar de nuevo y ahora si marcharse.
—Mucho gusto, soy una de las sirvientas del castillo. Siendo más específica una mucama y apoyo en el área de aseo, hoy voy a ayudarte a lavarte, ¿está bien? —se presenta la joven.
—Sí, muchas gracias y discúlpeme por todas las molestias —admito apenada.
—No te preocupes, es un placer atender al guardián de la princesa —espeta entre risillas postizas—. Es sorprendente saber que eres el soldado tan buscado para protegerla, sigo impactada.
Noté su personalidad forzada, supuse que eran cuestiones del castillo, pero aun así seguí conversando con ella.
—Sí, es gracioso porque no llevo ni un día cuidándola y ya estoy lastimada.
—Eso puedo ver, ¡espero que te mejores pronto! —exclama para caminar a mis espaldas y empujar mi silla.
Entramos y era idéntico al primer cuarto de servicio solo que al fondo del pasillo de las recámaras se encontraba una entrada con dos puertas, parece ser un cuarto muy grande.
—Ey, ayúdame trayendo tres baldes de agua caliente y dos de fría —ordena la joven a mis espaldas.
Giré mi cabeza en busca de otra persona y en el comedor pude ver a otra mujer sentada, como si estuviera esperando algo.
—Voy —le responde la mujer, ella se ve mayor a comparación de la joven que me lleva al área de aseo.
—Vamos a usar la tina más grande para que puedas sacar tus pies y que no se mojen, no queremos que te duela.
—En realidad puedo soportar el dolor, no se preocupe —intervengo.
—No me sorprende, pero aun así nos pidieron cuidarte y eso vamos a hacer.
Nos detuvimos frente a las puertas y caminó hacia ellas para abrirlas, un inmenso cuarto con cubículos quedó a la vista.
—Vamos, al fondo están las bañeras —señala para regresar a mi espalda y empujarme hacia adentro.
Eran alrededor de veinte cubículos si no me equivoco, un grupo de cinco en una pared y otros cinco en la contraria. Frente a nosotras, perfectamente en el medio, están otras puertas parecidas a las de la entrada, pero estas son peculiarmente de metal.
—¿Son de hierro? —le pregunto a la jovencita mientras nos acercábamos a las puertas ya mencionadas.
—Así es, tienen madera del otro lado para que no se calienten. —Abrió la entrada de metal y un golpe de vapor me golpeó, de primera instancia el cuarto es cálido pero a medida que nos adentrábamos el calor aumentaba.
Dos cuartos de madera grandes se encontraban a mis costados mientras un pasillo amplio seguía en línea recta hacía una sala.
—En el fondo están los calentones y una bodega de agua, el vapor viene de ahí. A tu mano derecha están las bañeras de las mujeres mientras que a la izquierda las de los hombres. En el salón de atrás se encontraban los inodoros, olvidé comentarte eso. Esta es la única área de aseo para los sirvientes del castillo.
—Entiendo, ¿qué es un inodoro? —le inquiero dudosa.
—¿No lo sabes? —me pregunta extrañada—, es donde las personas hacen sus necesidades especiales —me explica empujándome hacia las bañeras de mujeres.
Las paredes son de madera, aunque no parecían hincharse por la humedad, no eran muy gruesas por lo que todo ruido se escuchaba fácilmente.
—¿Necesidades?, ¿eso no es comer y tomar agua? —le pregunto ahora yo extrañada.
Dejó que una risilla sincera se escapara y me acercó a una tina con agua. El vapor subía y se desintegraba en el aire, su movimiento es hipnotizante.
—Primero entra al agua y después podemos platicar —dijo sonriente mientras se ponía frente a mí—. Necesitas desvestirte, ¿quieres que te ayude?
—No, gracias, puedo hacerlo sola —replico correspondiendo a su sonrisa.
—Voy a ir por jabón y una esponja.
—Está bien —le respondí mientras se marchaba.
Intenté quitarme el pedazo de tela viejo que cubría mi torso pero no pude, mi mano izquierda no duele pero no la puedo doblar porque ya está sanando y la costra me impide hacerlo. Usé mi mano derecha pero mi brazo está dañado, no puedo levantarlo completamente y mi hombro duele, el profesor tenía razón.
«¿Cómo moví un dedo frente al rey?, duele como el infierno», pensé con el ceño fruncido por el dolor.
Solté un suspiro desesperado y lo volví a intentar, un quejido se escapó de mis labios pero ahora sí logré quitarme la tela que un día fue una camiseta. Esta vez solté un suspiro de alivio, pero solo tuve que mirar mis piernas para darme cuenta de que esto me iba a costar mucho trabajo.
—Pude escuchar tus quejidos desde allá, ¿estás bien? —me dice la jovencita mientras camina hacia mí desde mis espaldas.
—Sí, estoy bien.
—Umm... —expresa dudosa.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—¿Está bien si me acerco?, no quiero hacerte sentir incómoda —me explica con un tono de voz diferente al impostado de antes.
—No tengo ningún problema, no es como si tuviera algo que esconder —le respondo entre risillas.
Se acercó más a mí hasta quedar frente a mis narices, miró mi cuerpo y sus ojos se abrieron como dos vrencos.
—Dios mío, ¿qué te hicieron? —inquirió preocupada.
—Ellos no mucho, yo robarle al rey —le digo sin más.
—No puede ser —jadea de la sorpresa.
—Lo sé... —le replico entristecida.
—¿Qué edad tienes?, eres alta pero dudo que seas mayor —me pregunta sorprendida, en un tono preocupado y temeroso, con el ceño fruncido.
—Diez años, señorita —le confieso.
—Ven, déjame ayudarte —concluye, aún más preocupada, con firmeza, su tono parecía el de una madre.
Se arrodilló para quitarme mi camiseta de las manos y dejarla colgando en la orilla de la tina.
—Levanta tus caderas voy a quitarte el pantalón.
—No tiene qué señorita, sé que es incómodo y también molesto. Tengo una idea y solo requiero de su ayuda para apoyarme un poco, puedo recargarme en la tina y así entrar. Allí me puedo quitar mis últimas prendas —le explico.
—Olvídalo, puedes contaminar el agua y así tus heridas. Déjame ayudarte —insiste.
Me recargué en los soportes para brazos de la silla con las manos y me levanté en el aire tan solo unos segundos porque el dolor de mi mano izquierda no me daba para más, ella me quitó ágilmente lo que quedaba de lo que era antes un pantalón en buen estado. Estaba roto, desgastado y desgarrado por el filo de las armas de los caballeros.
—¿No llevabas ropa interior? —me inquiere preocupada.
—¿Qué es eso?, creo que tengo una idea pero no sé si esté mal. Tengo entendido que son los calzones y una playera diaria que va debajo de las prendas superiores —le comento.
—Sí, eso mismo —asiente a mis palabras.
—No teníamos lo suficiente como para tener un par, antes usaba unos que eran de mi hermano mayor cuando era pequeño, pero crecí —le explico.
—Ven aquí.
Me dejó al lado derecho de la tina, como había planeado antes me apoyé de la orilla y tomé su mano. Entré despacio y ya una vez sumergida en el agua apoyé la cabeza en un lado y del otro estaban mis pies de fuera aún con las vendas.
—Cuéntame tu historia, Ansel —me pide con una cara triste.
—Ese es mi segundo nombre, señorita. Yo me llamo Mavra.
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