Capítulo. LXIV
Siglo XVII, 1697, 10 de octubre
1:43 P.M.
—Y ahora qué —espeto, recostada en el césped del huerto.
—¿Todavía no te salen gusanos en el estómago? —me pregunta curiosa.
—Tristemente no.
—Qué mal. —Las dos nos reímos y rodamos en la tierra.
—¿Vamos a ver a flor?
—¡¡Sí!! —exclama, levantándose energéticamente.
Entramos al castillo por la parte de la cocina para salir por la entrada y correr hacia el cuartel. A un costado estaba un establo pequeño y como ya no quedaban muchos caballeros solo están dentro los animales que van a competir en las justas o en otra categoría.
—Disculpe —le hablo a un señor que caminaba por ahí—, ¿usted se encarga del establo?
—Sí, soy uno de los hombres encargados. ¿En qué le puedo ayudar joven y señorita?
—Quería ver si puedo sacar a mi caballo para darle una vuelta, hace mucho que no vengo a visitarlo —le explico rápidamente.
—¡Claro! Apuesto a que lo espera con ansias —me dice con una sonrisa.
Nos dirigimos a los establos y busqué a flor en una de las divisiones.
—¡Esta es! —exclama Dabria alegre.
—¿La única yegua? —nos pregunta a las dos.
—Sí —le digo.
Nos ayudó a sacarla y equiparla para poder montarla, también me prestó un banco para ayudar a Dabria a subir.
—Es uno de los animales más rápidos del establo, no sabía que era de usted joven.
—Lo es, pero está en su naturaleza yo no hice nada —le confieso entre risitas recordando la última vez que practiqué con ella—. Oh, le quería preguntar ¿sabe qué les dijeron a los herreros sobre el torneo?
—Acerca de eso... Dijeron que había un golpe económico del cual el reino tenía que recuperarse y dejaron congelados los juegos, no sé cuándo regresarán —me explica.
Antes de que pudiera decir algo la princesa habló.
—Mañana harán la apertura, aunque los ganadores pasados aún están aquí —le dice al señor.
—Muchas gracias por su ayuda —concluyo—, espero poder encontrarlo cuando regresemos.
—Aquí estaré.
Con ayuda del banco me subí enfrente de Dabria, fuimos despacio hasta la espalda del castillo y ahí azoté las riendas de flor. Dabria se rio detrás de mí, rebosante de alegría, y una sonrisa se pintó en mi rostro al escucharla.
Flor corría suavemente, como si supiera que debía tener cuidado, la princesa se aferró a mí y yo por fin comprendí como jinetear a Flor.
—¡¡Qué divertido!! —exclama eufórica.
Corrimos a lo largo y ancho del territorio real, flor no se detenía y yo tampoco planeaba hacerlo. Quien sabe por cuanto tiempo tuvo que retener sus ganas de correr libremente por un campo limpio.
El vestido de la princesa revoloteaba junto con la cola del animal y por mientras yo disfruté del aire que golpeaba mi rostro.
—¿Estás bien? —le pregunto en un grito a la princesa después de un rato.
—¡¡Sí!! —me responde alegre.
Su silencio me extrañó un poco, porque es inusual de ella, pero yo también por una parte quería disfrutar del viaje en silencio. Escuchando la respiración fuerte de flor, sus piernas contra el suelo, la brisa en mis oídos y los latidos del corazón de la princesa sobre mi espalda.
En quince días cumplirá sus pequeños ocho años y he de decir que la he visto un tanto diferente desde el día que la conocí, obviamente todo lo que hemos experimentado cuenta en cuanto a nuestro crecimiento rápido pero aún no puedo creer que el tiempo está volando.
El sol se movió de su lugar, yéndose a dormir temprano. Flor estaba cansada al igual que Dabria de tanto estar brincando sobre su espalda. Regresamos al establo y por suerte encontré al señor.
—Bienvenido y bienvenida —nos dice en cuanto llegamos.
Las dos le regalamos una sonrisa y bajamos con cuidado, llevó a Flor a su lugar mientras Dabria iba a saludar a todos los demás caballos.
—Muchas gracias por cuidarla.
—No hay de qué, es todo un honor caballero. —Hizo una corta reverencia y me despedí de él con gratitud.
Fui a donde estaba Dabria y admiré lo feliz que estaba por acariciar la cabeza de uno de los caballos, que por cierto muy dejado él.
—Qué envidia —murmuro.
Dabria se rio cuando el caballo se acercó más a ella, como si se burlara en mi cara, y ella risueña lo acarició más.
—¿Sabes? —espeto para que no se emocione demás—, yo soy como un zorro muy inteligente y tú un conejo tonto.
—¡Yo no soy ningún conejo tonto! —me replica cruzándose de brazos con la cara roja al comprender mis palabras.
Sonreí, más para el caballo que para ella, y me mordí el labio inferior. Me observó detalladamente, sorprendida por mi expresión.
—Claro, y eso que estás pisando no es excremento de caballo —espeto.
Miró dejando de su pie y lo encontró sumergido en una pila de excremento oscuro. Me carcajeé y uno que otro caballo me acompañó, antes de que llorara la ayudé a salir y fuimos al castillo para que se limpiara.
—No te rías —me dice cuando me da un manotazo en la espalda.
—¡Auch! —exclamo falsamente para reírme más fuerte.
Entramos al castillo y fuimos al cuarto, me robó el otro par roto de pantalones cortos y se puso una camiseta que tenía abandonada.
—Me van a matar si te ven por ahí así —le confieso con una mueca en la cara.
—Espero que lo hagan.
Se quitó sus zapatos y se puso otros un tanto diferentes, seguían siendo de plataforma baja y muy coloridos. Se llevó a la mano los que estaban manchados de excremento y sollozó al verlos tan sucios.
—Se los entregaré a un sirviente —me avisa—, bueno no, tú lo harás.
Me tomó de la mano y a la vuelta del pasillo nos encontramos con una sirvienta. Apenada tomé los zapatos de Dabria y le pregunté si había forma de salvarlos.
—Sí, la hay. Su alteza, se los entregaré tan pronto como estén limpios. —Se fue a paso rápido y tiempo después Dabria se rio de mí.
—Qué pena, se los di repletos —digo cubriéndome la cara con las manos.
Dabria me tomó del antebrazo y me llevó a ciegas a un lugar, su agarre poco a poco fue perdiendo fuerza hasta que sentí que me soltó.
—¿Qué pasa? —le inquiero descubriéndome la cara.
Estábamos en el salón principal. La tomé de la mano y rápidamente fuimos a otro pasillo, me detuve cuando un ventanal inmenso se desplegó a nuestro costado.
—Dime qué pasa, Dabria. —La tomé por los hombros, apretando su piel con mis dedos.
Busqué sus ojos pero solo se atrevían a mirar el piso, mi corazón latía con fuerza y mi nerviosismo aumentó.
—Cuéntame qué tienes. —Encorvé mi espalda para ir más abajo que su propia cabeza, busqué sus ojos de nuevo y encontré esas esmeraldas opacas.
—No creo que sea el momento adecuado... Quería ir con el chef porque aún tengo varias cosas pendientes con él y...
Me senté en el piso frente a ella y crucé mis piernas. Negué con la cabeza y con un gesto de mi mano la invité a acompañarme.
—No me importa, tenemos todo el tiempo del mundo —le aclaro determinada—. Abre tu corazón para mí, Dabria, no quiero que estés pasando por algo tan importante sola.
Soltó una risita acompañada de un suspiro corto, se sentó delante de mí y destensó su cuerpo redondo.
—Me siento vacía —espeta.
—Cuéntame por qué.
—No sé cómo explicarlo, tengo tantas emociones encima que no puedo expresar una sola por un buen rato. —Se removió en su lugar y jugueteó con sus dedos sobre su regazo.
—Tienes que derribar tus muros de vez en cuando, Dabria, suena difícil pero es lo que he estado haciendo —le aconsejo cálidamente, regalándole una sonrisa a medias—. A veces tienes que soltar todo, dejar ir todas esas cuerdas que tanto lastimaban tus manos para poder recuperarte.
Miré como una pequeña lágrima recorrió una de sus mejillas carnosas, mi pecho se comprimió y respiré hondo para que no doliera.
—Dabria, mírame —le pido suavemente.
—¿Por qué las acciones de los demás me tienen que afectar tanto a mí? —espeta.
La miré perpleja, anonada por lo que acaba de preguntarme. ¿Cómo es posible que nos preguntemos lo mismo en situaciones rotundamente diferentes?
—Muchas veces las cosas son injustas, Dabria —comienzo recordando como empecé aquí—, y no porque las merezcamos o porque son intencionales. Todas las cosas tienen una razón de ser, y usualmente las injusticias vienen acompañadas de lecciones —le respondo quebrada—. De ellas son de las que más debes de aprender, aunque no nos pertenezcan...
Nuestros ojos chocaron, llenos de tristeza y preocupaciones. Sus lágrimas me desgarran la garganta, queman mi pecho, me hacen tanto daño que me provocan recordar la primera vez que vi a Benedict llorar.
Con mi mano izquierda, temblorosa y lastimada, tomé su rostro con toda la suavidad que puedo brindar.
—No sabes como me duele verte así... —espeto en un hilo de voz para abrazarla sin lastimarla.
Se levantó en sus rodillas y correspondió mi abrazo con uno lleno de cariño y calidez.
—Es difícil seguir sintiéndome de esta forma.
—Lo sé, estrellita, pero te juro que ya no volveré a cometer el mismo error.
—Yo tampoco —me susurra.
***
—¿Por qué tienen los ojos rojos? —nos pregunta el chef con el ceño fruncido.
—Ni idea —le digo entre risitas suaves, echándole un vistazo a Dabria.
Suspiró pesadamente y nos llevó a una mesa de madera.
—¿Quieren hacer unas galletas? Tenemos variedad de frutos rojos —nos prepone sereno.
—¡¡Sí!! —dijimos Dabria y yo al unísono muy emocionadas.
Nos mandó a lavarnos las manos arduamente con tal de no traer algún bicho pequeñito en ellas. Fuimos a la mesa y esperamos inquietas sus órdenes.
—Los ingredientes son los siguientes —dice en voz alta para que todos en la cocina le presten atención—: doscientos cincuenta gramos de mantequilla, doscientos gramos de azúcar en polvo, trescientos ochenta gramos de harina, ciento veinte gramos de almendra en polvo y dos claras de huevo, por último frutos rojos de su elección. —A la par de dictar los ingredientes de memoria todos los aprendices corrían de un lado a otro a conseguir los ingredientes—. También ténganme listo un cuenco con azúcar en polvo aparte.
Los dejaron en la mesa ordenadamente, el chef nos entregó las porciones a cada una y se posicionó frente a nosotras, del otro lado de la mesa.
—Lo primero que vamos a hacer es mezclar el azúcar y harina con la mantequilla acremada. —A la vez de explicarnos movía sus manos, poniendo todo en el cuenco de madera para mezclarlo—. Lo pueden hacer incluso con las manos.
Dabria metió las manos sin dudarlo para amasar su mezcla y yo dudé en hacerlo, me resultó difícil hacerlo con el cucharón entonces lo intenté. Apreté con mi puño y removí la mezcla que poco a poco se hacía más suave, como el lodo después de un día de lluvia, hasta tener una masa muy linda.
—Ya, su alteza, pobre, va a hacer la mezcla otra vez polvo —espeta el chef y yo me reí.
La masa de Dabria aún estaba muy pegajosa por lo que metí mis manos para ayudarla, ella se alejó para permitirme arreglarla mientras se comía el residuo que había en sus dedos.
—¡Mmm! Está muy rico.
—Claro que lo está, pero no coma mucho, le puede hacer daño.
Esta vez sí planeamos hacerle caso, no como la última vez que nos resfriamos por quedarnos en la lluvia mucho tiempo. Me tendió con su dedo una bolita de la masa y me la comí, mastiqué suavemente su dedo y poco a poco lo fui metiendo todo a mi boca.
—¡Ey! No me comas —exclama entre risas.
Llegué hasta sus nudillos y le di una buena mordida. Me alejó, empujándome la cara su otra mano.
—¿Por qué te limpias en mí? —le reclamo, viendo cómo su mano regresa más limpia que antes.
Dejé de amasar su mezcla y acerqué mis manos a su rostro para mancharla, esquivó mis movimientos lentos mientras las dos nos reíamos. Juntó nuestras manos y entrelazó nuestros dedos, moviéndolos de un lado a otro aún con la mezcla encima.
—¡Que raro se siente! —le digo risueña.
Se acercó a mi rostro peligrosamente, me sostuvo firmemente con sus manos para impedir que me alejara y de mi rostro, a besos, se comió lo que había dejado antes.
—Dabria —le susurro al oído, sintiendo mi rostro subir su temperatura.
Me dio una mordida en uno de mis pómulos y se rio de mi expresión cuando se alejó de mí.
—Vengan para acá —nos llama el chef—, van a tirar lo que traen en las manos al suelo.
La princesa me soltó y mientras yo me recuperaba de sus acciones ella se iba muy risueña, con aires victoriosos, a la mesa.
—Ahora, sobre estas láminas van a dejar las galletas. Van a hacer unos cuadros pequeños y con ellos pelotas, pueden rellenarlas de frutos rojos si así lo desean, después las vamos a polvorear con el azúcar —nos explica, con su mezcla ya extendida en la mesa.
Nos entregó unos rodillos de madera y con nuestras manos embarradas los usamos, Dabria golpeó la mezcla sin piedad y yo seguí las instrucciones del chef.
—Su alteza —dice, apretando sus párpados con su pulgar y su índice, suspirando—. Sabe que le tengo mucho aprecio pero tenga piedad con la mezcla, ¿qué le hizo la pobre?
—Llegó a su rostro primero —dice señalándome con su dedo.
—Yo qué. —Extendí mi masa, intentando asimilarla a la del chef, y corté trozos con un cuchillo casi del mismo tamaño con toda la masa.
El chef me lanzó una mirada de aprobación mientras discutía con la princesa acerca de la inocencia de la masa, yo piqué con mi pulgar en el centro a todos los trozos para poner ahí los frutos.
—¡Listo! —dice Dabria alegre, aplaudiendo con sus manos llenas de la mezcla.
Miré su creación y dudo mucho que esa bola se cocine por la parte de adentro. Me mordí los labios para no reírme mientras envolvía con mis manos las galletas.
—Vayan a lavarse, mañana pueden venir por sus cosas —nos dice el chef cargando las láminas para llevárselas al horno.
—¿Cuánto tiempo tarda? —le inquiero dudosa.
—Veinte minutos si las cocinas a ciento cuarenta grados, pero mañana las voy a meter, hoy ya apagamos el horno.
Nos despedimos de él, agradeciéndole su paciencia y la oportunidad para marcharnos alegremente a dormir.
Siglo XVII, 1697, 11 de octubre
7:01 A.M.
—Mavra, Mavra, ya nos tenemos que levantar. —Me movió de un lado a otro, casi tumbándome de la cama.
Me quejé en voz alta y me levanté en contra de mi voluntad. Rápidamente Dabria fue a cambiarse mientras yo tallaba mis ojos para poder ver claramente, me rasqué la cabeza y me quedé sentada con los ojos cerrados.
—¡Despierta! —me manda, a la par de arrojarme una prenda a la cara—, casi nos descubre mi padre.
—¡¿Cómo crees?! —me exalto petrificada.
—Sí, nos está esperando, quiere que vayamos en su carruaje desbordante de lujo.
Me cambié rápido, poniéndome la misma casaca azulada aun teniendo una rosada completamente nueva dentro del ropero. No me atrevo a ponérmela por temor a revivir los recuerdos. Me apuré en abotonarme los zapatos mientras Dabria intentaba peinarme, corrimos hacia la entrada mientras ella se reía de mi cara y yo intentaba despertar.
Unos guardias nos abrieron las inmensas puertas y afuera, efectivamente, nos esperaba el carruaje. Me acomodé la ropa a escondidas mientras la princesa subía y cuando entré los monarcas ya tenían cara de no esperarnos un segundo más.
—Mi rey, mi reina —los saludo haciendo una reverencia—. Buen día.
La reina asintió con una sonrisa y el rey se limitó a mirarme, este va a ser el viaje más largo de mi vida. Más porque Dabria está muy pegada a mí y tengo justo al rey al frente. Me observó atentamente, incluso entornó sus ojos con sospecha y yo negué sutilmente con la cabeza para despistarlo.
Gracias a las fuerzas del universo llegamos pronto al coliseo y yo fui la primera en bajar, ayudé a la princesa y a la reina para que no se cayeran y al final solo me quedé esperando al rey mientras me lanzaba una mirada asesina. Tragué aire asustada y temblé bajo sus ojos.
El coliseo estaba vivo, pero no tan vivo como la última vez. Fuimos directamente al segundo nivel y yo me senté cerca de los monarcas, mi profesor ya estaba allí por lo que me hizo un lugar.
—Buenos días, ¿cómo estás, Mavra? —me inquiere en cuanto me siento.
—Muy bien, profesor, ¿usted? —le pregunto risueña.
Antes de que pudiera responderme los juegos comenzaron, y para mi gran sorpresa es la categoría de tiro con jabalina. Todos están formados estrictamente con sus lanzas delgadas a la mano, la arena blanca del coliseo es la pista completa.
—La jabalina que llegue más lejos gana —me comenta mi profesor en medio de los gritos.
—Ahora entiendo.
Los primeros caballeros lograron tirar realmente lejos, más allá de la mitad del coliseo. Lentamente la fila fue reduciéndose, y por poco se iban superando entre todos. No son más de cincuenta soldados pero sí es tardado, miré un cabello claro alborotado ser el siguiente y presté atención.
El mendigo se quitó la camiseta en pleno turno, provocando suspenso al público, y se tomó el tiempo para preparase. Un subordinado estaba a punto de decirle algo cuando el rey personalmente lo calló con un gesto simple de su mano, todos se emocionaron más.
—¡¡Vamos, Asmodeo!! —grita eufórica la princesa.
La miré incrédula y por primera vez envidié al presumido de Asmodeo. Apuesto a que se está riendo justo ahora el mendigo. Se preparó e hizo su tiro, recorriendo más allá de la mitad del coliseo, superando a todos los demás con muchísima ventaja.
El coliseo se levantó eufórico, incluso yo, celebrando la casi victoria de Asmodeo. Pero no fue el último caballero que igualmente se tomó su tiempo y rebasó su jabalina. Me carcajeé al verlo tan tenso y cuando me volteó a ver me burlé de él.
—Yyy ¡¡¡Te ganaron!!! —espeto entre carcajadas.
***
El torneo continuó sin problemas los siguientes días, al final les hicieron una discreta celebración a los ganadores más recientes y les entregaron sus debidos premios. Pero ni los hermanos, ni Asmodeo, ni yo recibimos un título nuevo cuando se supone que íbamos a subir de categoría.
«Aún son muy jóvenes», se excusó el rey.
Y mientras ellos disfrutaban los premios para adultos yo, por medio del correo, les pude mandar a mis papás mi gran trofeo.
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Ilustración: "Escape" por Alexandria Neonakis
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