Capítulo. L
Siglo XVII, 1697, 19 de agosto
9:12 A.M.
Pasaron las horas y con ellas los días. Poco a poco el cuartel de Vreoneina se hizo la casa de muchas personas. El torneo estaba más que palpable, faltan cinco días para que lo inauguren y den comienzo con las competencias.
Una fortaleza de telas resistentes, mucha madera y en algunos casos hierro, se desplegó al costado del cuadrilátero. Yo ayudé en gran parte a hacer este fuerte improvisado para los visitantes porque nadie me quería en los entrenamientos.
Caminé, atravesando el muro divisor, el cual también fue improvisado, que se impone lleno de poder al lado del cuartel. Un herrero me llamó, quizá para tomarme medidas o para proponerme una nueva arma. Cada herrero tiene su especialidad, ayer me llamó el número doce y el veintisiete para verificar si yo entraba con ellos pero no fue así, hoy me necesita el treinta y ocho y quien sabe cuántos más en el transcurso del día.
Dabria no hace mucho me escribió que su padre había llegado como otra persona, la recibió de una forma tan cálida que me dijo que llegó un punto en donde se sintió incómoda. También me dijo que se veía muy contento además de que le trajo, extrañamente, más de tres árboles florales para su campo. Me describió exactamente todos y yo no lo podía creer, me escribió que le dio miedo el simple pensamiento de cómo los transportaron hasta allá porque varios de ellos de tan altos que son llegaban hasta su ventana.
Me reí por como mi imaginación creaba esas escenas y apuré el paso. El ambiente de alguna forma dejó de ser tenso, incluso podría decir que se hizo amigable, pero solo por los herreros porque los pocos soldados que llegaron del norte se pusieron muy competitivos.
Atravesé una muy buena parte de las carpas, buscando los números tres y ocho en uno de los carteles de madera. Encontré el puesto en el camino principal y en cuanto me vio el herrero llamó a alguien más.
—¡Chico!, ya llegó tu invitado —le grita a una cortina divisora detrás de él.
Un hombre, detrás de ella, le respondió de forma incomprensible porque se escuchaba muy lejos además de que todos estaban trabajando y apenas y se podía entablar una conversación normal.
Miré cómo la tela que hace de carpa se movió de forma extraña por uno de los costados, el herrero siguió moldeando un mineral, y yo me fui acercando lentamente a ese lado. El movimiento brusco estaba hasta el fondo, más allá de la cortina, observé atenta cada onda que se creaba en la tela hasta que por un pequeño orificio que no fue sellado salió un joven tambaleante.
—¡Fua!, qué difícil es —comenta al aire para girar sobre sus talones y por fin mirarme.
En su rostro hay manchas oscuras, tiene puesto un delantal de cuero resistente y rasguñado por todo su trabajo, su cabello es más corto que de costumbre pero a pesar de eso el radiante sol no ha cambiado.
—Mav...
Corrí y me abalancé sobre él, tropezándome antes de llegar por completo. Lo abracé por su cintura y me arrodillé sobre el suelo para no lastimarme, no lo dejé hablar porque mi llanto era más ruidoso, más ruidoso que los metales chocando y el fuego comiéndose todo lo que le dan de comer.
Después de un momento él también se arrodilló frente a mí para rodearme con sus fuertes brazos y sollozar a mi lado. Lloré sobre su hombro desnudo todo lo que no he llorado, todo lo que no he podido sacar que he guardado solo por ellos. Grité y me quejé sobre su cuerpo, hasta que sentí un alivio en mi pecho decidí calmarme para poder hablar.
Respiré tranquilamente y lo abracé muy fuerte, hasta escuchar su espalda crujir. Él se rio y me devolvió el abrazo pero con menos intensidad, su mano la deslizó por mi cabello corto y suspiró pesadamente. Me ayudó a levantarme y me dio la mano para irnos a un lugar más tranquilo, me aferré a su brazo y nunca lo dejé ir.
***
—Mavra... ¿qué te ha pasado? —me pregunta, tomando mi rostro entre sus manos, con los ojos llenos de lágrimas que se niegan a salir.
—¿Por qué ustedes ya no me buscaron? —espeto con la voz quebrada.
—Siempre te hemos estado buscando, Mavra, siempre —me corrige con un hilo de voz.
Nos fundimos en un abrazo caluroso lleno de emociones y sensaciones nuevas. Mi cuerpo, a pesar del calor que él me brinda, temblaba bajo su piel.
—Tú nunca nos respondiste, te hemos enviado cientos de cartas. Incluso hemos venido al castillo pero nunca pasamos más allá de la entrada... todo por no tener contacto con ese maldito rey —escupe lo último con desprecio.
Disfruté el latido de su corazón mientras hablaba, la forma en la que su pecho subía y bajaba, su voz y su contacto conmigo.
—Las cartas se perdieron o nunca llegaron... créeme que todas las hubiera respondido —agrego entre sollozos.
—Eso ya no importa, no sabes qué aliviado estoy de saber que estás bien —me recalca con una voz más clara.
Nos separamos unos segundos, caminamos un poco más y nos sentamos de espaldas al muro divisor para mirar el castillo tenebroso. Había plantas por todas partes, como si fuera antiguo o ya llevara tiempo de pie, pero solo se las pusieron para aparentar.
—Allá duermo y usualmente me la paso todo el día —le digo, señalando el castillo con un gesto cortante de la cabeza, más relajada.
Entornó sus ojos para verlo mejor y suspiró con tristeza.
—No sabes cuánta falta me has hecho, pequeña —espeta, entrelazando nuestras manos.
Yo recargué mi cabeza en su hombro y continué admirando el paisaje que tenía delante mío.
—¿Por qué estás aquí? —hablo después de un cómodo silencio.
—Eh... Bueno, sobre eso...
—Escúpelo.
Y escupió a su costado, yo me reí por su ocurrencia y le pellizqué la piel del brazo.
—¡Aaay!, ya, ya... Digamos que no me fue tan bien en la escuela y... tuve que darme de baja —espeta despreocupado.
—¡¿Te diste de baja?! —exclamo enojada y sorprendida, levantando mi cabeza de su hombro para verlo a la cara.
—No me estaba yendo bien, Mavra... Yo no encajaba —me dice entristecido—. Obviamente conocí a buenas personas pero yo no encajaba dentro de esa sociedad tan lujosa. Igual estaba reprobando, entonces...
Pellizqué de nuevo la piel de su brazo y él chilló.
—Tanto que me cuesta estar aquí para que tú me salgas con esto —le reclamo.
—¡Pero mira el lado positivo!, soy aprendiz de uno de los mejores herreros además de que vine aquí, en una parte, por ti, yo sabía que ibas a participar en todo esto —me recalca para cambiar el tema.
—Sí, cómo no.
—Solo pienso forjar para ti, me mantendré al lado del mejor de los caballeros. Sir Domènech y su fiel herrero Saviñon —dice, haciéndole énfasis a nuestros apellidos teatralmente.
Los dos nos reímos por la idea y de nuevo recargué mi cuerpo sobre él.
—¿Cómo está mamá y papá? —le inquiero.
—No te puedo decir que felices porque ni yo lo estaba hasta hace unos momentos, pero sí les está yendo bien. Mamá es diseñadora y papá arquitecto, tienen mucho talento... pero obviamente no se comparan conmigo, ¡yo soy el mejor herrero y solo para Sir Domènech! —grita al final.
—¡Cállate! Después me van a pedir ir a entrenar —le mando entre risillas.
—Ah, sí, sí, tienes razón, una disculpa.
Alboroté su cabello rubio y enredé varias ondas en mis dedos.
—¿Tú por qué te cortaste el cabello? —me pregunta curioso, viendo todo lo que hago.
—Porque aquí soy un hombre, soy Ansel Domènech y nada más —le respondo con un suspiro.
—¡¿Por?! ¡Sí tú eres la mujer más bonita de todo e...! —Cubrí su boca con la palma de mi mano y lo siseé ruidosamente.
—Benedict, es en serio —le digo árida.
Retiré mi mano y él gritó como loco, volví a cubrírsela y me reí por sus ocurrencias.
—¡Cállate, niño! —le ordeno.
—Bien, Mavra, no me importa por quién te hagas pasar pero para mí siempre vas a ser mi hermana enanita. ¿Queda claro? —me pregunta con una voz más grave de lo normal.
—Sí, señor —le digo seria.
Nos carcajeamos un rato y después disfrutamos de nuestra compañía en silencio.
—No puedo creer que esté a tu lado otra vez, es tan irreal... —espeta emocional.
—Yo tampoco, pensé que ya nunca los volvería a ver...
—Cállate, no digas eso —me manda interrumpiéndome—. Sobre mi cadáver dejas de verme.
—Lo sé, Bene —le digo cálidamente.
—Hay tantas cosas que quiero contarte, tanto que decir, pero siento que no es el momento aún... Me gusta estar así, por ahora —agrega lo último suavemente.
—Podría pasar horas así.
—Yo lo haré, aunque tengas que irte aquí te voy a retener.
Nos reímos gentilmente y disfrutamos la compañía del otro, en silencio, escuchando de fondo el choque agudo entre metales, brasas ardientes, gritos graves y el viento soplando.
El sol se movía a lo más alto poco a poco, quitándonos la sombra que nos brindaba el muro.
—Tengo que irme, Benedict, yo sé que no es broma lo que me dijiste pero me van a castigar si no voy ya —espeto, sentándome correctamente en mi lugar.
—Acompáñame primero —me pide, aferrando sus dedos al dorso de mi mano.
Me jaló del brazo y corrimos hacia su carpa de herrero.
—No puedo creer que te interesara la herrería —le digo entre risas mientras corremos.
—¡Ni yo!
Llegamos a su lugar y buscó a su maestro.
—Señor, le quiero presentar a mi hermana —le habla, asomando el torso por la cortina divisora.
Una sombra grande caminó hacia nosotros y el herrero me saludó.
—Sir Ansel Domènech te presento a uno de los mejores herreros vreoneanos: ¡Barba blanca! —recalca su nombre celebrando.
—Con que tú eres la víbora negra, he escuchado de ti —me comenta entre risas graves.
—Un placer conocerlo, señor, espero que mi hermano no le traiga muchos problemas —le digo haciendo una corta reverencia.
Varios soldados corrieron entre las carpas diciendo que llegaban tarde, poco a poco se fue haciendo un grupo que iba al cuartel.
—Bened...
—Oye, te voy a estar sacando para tomarte medidas y cosas así. —Abrí la boca para decirle algo pero él me interrumpió otra vez—. No me importa qué vayas a decir, no, no, ni hables. ¿Crees que no me di cuenta?, no voy a permitir que te estés lastimando así.
El herrero cruzó los brazos frente a su pecho y me miró con los ojos entrecerrados.
—Bien —le digo rendida.
—Eso pensé. Señor, ¿podríamos confeccionar para ella? —le pregunta al herrero.
Él asintió con la cabeza y tomó sus herramientas para seguir forjando.
—Ven cuando te mande a llamar, eh, ¡no me dejes como un imbécil! —me grita lo último para que logre escucharlo.
Corrí hacia el cuartel y no me detuve entre el grupito de soldados. Entré en seguida y me colé con una tropa para que no me vieran llegar tarde, lentamente me fui acercando a los que estaban entrenando con las sortijas.
—Domènech, no te había visto por aquí —me habla alguien, un hombre que desconozco.
—Sí, lo siento, estaba con los herreros —me excuso rápido.
—No hay problema, toma una de las lanzas que están allá y practica tu puntería.
Miré las piezas recargadas en una base de madera y sin dudar fui por una. El soldado me persiguió y cuando lo volví a mirar él se sorprendió.
—¿Sí sabes cómo funciona el juego? —me pregunta un tanto nervioso.
—Sí, gracias... ¿puedo saber quién es usted? —le inquiero dudosa por su comportamiento.
—Oh, claro —dice en un suspiro de alivio tembloroso—. Soy uno de los capitanes, mi nombre es Samir Prasad.
—Un placer conocerlo —le digo haciendo una corta reverencia que el correspondió torpemente—, pero cuénteme un poco más acerca de las jerarquías en el ejército. No sabía que había capitanes.
—Oh, sí, sí —me dice tartamudeando—. En el pico está el capitán general, después viene el general de brigada, después dos coróneles, un teniente, cinco mayores, cuatro capitanes, menos de doscientos alféreces, quince sargentos de primera clase, veinte sargentos y el número de cabos, soldados de primera clase y reclutas es indefinido —me explica en un listado.
—Puedo ver la pirámide claramente, muchas gracias por la explicación.
—Estoy a sus órdenes igualmente, aunque su rango esté por debajo del mío —me comenta con una sonrisa.
Asentí y me fui a entrenar, no duramos mucho tiempo practicando para nuestra categoría porque llamaron a los de lucha con espadas y lanzas. En lo que esperábamos a que llegaran los demás nos pusieron a entrenar como normalmente lo hacemos, practicamos nuestra resistencia y fuerza.
Nazaire y Maël llegaron justo cuando nos estaban formando en grupos, me escurrí hasta donde estaban ellos y nos pusieron con otras parejas.
—¿Cómo les fue? —les pregunto en voz baja.
—Bien —me responde Nazaire con una amplia sonrisa—, en realidad nos hemos estado luciendo. No hay muchos caballeros en esgrima por lo que es sencillo resaltar si eres bueno.
—Me alegra saberlo, nosotros no hemos hecho mucho por acá.
Unos subordinados y el capitán de hace rato nos repartieron lanzas de madera, más tarde practicaríamos con espadas, para entrenar con nuestros grupos.
—Te daré unos consejos —me dice Nazaire a la par que nos alejamos un poco de las parejas con quienes hacíamos nuestro grupo—, siempre ve directamente por las piernas, no por la cabeza ni por el torso, solo las piernas. En dado caso que se complique ve por la cara, pero solo ataca allí cuando veas que no hay una posibilidad de tumbar al contrincante.
—Entiendo, entiendo. ¿Nos dirán las reglas cuando estemos ahí? —le inquiero.
—Sí, siempre lo harán.
Maël me enseñó varios movimientos mientras Nazaire practica solo, hubo un momento en donde casi me corta la cabeza y a Maël lo parte en dos por estar en constante movimiento de lugar.
—Lo siento —nos dice en voz baja para alejarse más y seguir practicando.
Maël, aunque fue estricto, nunca fue pesado conmigo, pesado en el sentido de ser molesto.
Después de unas horas nos entregaron espadas sin filo, que me comentaron se les llama armas corteses o graciosas, y entrené contra los dos hermanos.
—Joven Doménech —me llama alguien.
Me alejé de los hermanos lentamente y le presté atención ahora al capitán.
—¿Sí?
—Lo llama el herrero número treinta y ocho, es para ir confeccionando su equipo —me explica.
—Entiendo —le digo bufando.
Me despedí de los hermanos y caminé hacia la fortaleza de carpas improvisadas.
—Estoy entrenando, Benedict, no me voy a lastimar practicando —le digo molesta en cuanto llegué a su lugar.
—Pues yo te necesito aquí —me contesta caminando de un lado a otro con las manos llenas—. Necesito tomarte unas medidas, en un rato van a venir como cuatro soldados para terminar unos detalles y voy a estar ocupado.
—Qué profesional eres —le digo entre risitas para acompañarlo detrás de la cortina y encontrar un salón grande.
Había dos mesas y muchos barriles llenos de armas, colgaron herramientas por todas partes y metieron varios muebles de madera para guardar cosas. Afuera tienen un horno y un objeto de metal macizo que no sé cómo se llama.
—Oye, ¿qué es ese objeto negro que tienen afuera? —le inquiero mientras busca algo dentro de un cofre inmenso.
—¿Donde golpeamos los metales? —me pregunta con la cabeza adentro del mueble.
—Sí, ese.
—Es un yunque, con eso le damos forma a todo. Pesa mucho por cierto, nunca intentes moverlo porque te matas —me advierte, caminando hacia mí con una cinta y un cuaderno de cuero viejo.
—Muy bien, muy bien —le digo entre risitas.
Se quitó su delantal y se limpió la cara con un trapo todavía más sucio que ella. Se arrodilló frente a mí y cuando iba a tomar las medidas de mis piernas se detuvo, alzó la cabeza y me miró con una cara parecida a la que la princesa había hecho una vez.
—¿Que? —le pregunto tragándome mis risas.
—¿Y estos zapatos qué? —espeta mirándolos bien.
—Es que no tengo otros —le digo entre risillas—. Y ahora que los veo bien creo que los arruiné, lo peor es que son un regalo de mi profesor.
—¿El que te daba clases? —me inquiere, pensando en una solución.
—Sí, él, aparte de ser profesor es un doctor muy importante y el capitán general del ejército —espeto presumidamente.
—¿Y qué no es? —me inquiere poniéndose de pie para dejar las cosas en una mesa.
—No sé, se lo preguntaré cuando lo vea —le digo entre risillas.
—Quítatelos —me manda—, se los puedo dar a mamá para que los arregle y yo te haré unos por mientras. Te daré unos mejores cuando empiece el torneo.
—¡¿En serio?! —le pregunto emocionada.
—Claro, todo por ti, pequeña —me dice con una sonrisa amplia en el rostro—. Siéntate en la mesa, no voy a tardar mucho... creo.
Fui a sentarme en donde estaban las cosas para tomarme medidas y él fue a buscar lo que iba a usar para hacerme los zapatos. El herrero entró y me saludó con un gesto de su cabeza que yo correspondí profundamente, tomó unas varillas de unos barriles y salió a forjar.
Abrí el cuaderno mientras lo esperaba y fui hojeando todos sus prototipos, había poco texto y muchos dibujos sobre los proyectos que tenía en mente, todos son bellísimos.
—¡Sí encontré todo! —exclama alegre al entrar al cuarto con paredes de telas.
—¿Es todo tuyo? —le inquiero, mostrándole el cuadernillo.
—Así es, pequeña, y tuyo también lo será pronto. Aún estoy forjando todas las cosas que ves ahí, me lleva mucho tiempo porque soy más ayudante que herrero aquí. Aunque no falta mucho para que termine uno que otro —me explica, dejando caer varias cosas sobre la mesa.
—Todos son preciosos —le comento hipnotizada por su originalidad.
—Me encantan los pequeños detalles —me dice risueño.
Extendí mis brazos hacia él y lo envolví con todo mi ser.
—No sabes cuánto te he extrañado... cuánto he esperado pacientemente para volverte a ver —espeto emocional.
Correspondió mi abrazo y no dijo nada, sentí su cuerpo temblar debajo de mí y lo dejé ir. Con los ojos cristalinos dirigió su atención a la mesa y simplemente sonrió... sonrió con el alma.
Tomó la medida de mis pies y con una navaja y mucha paciencia me hizo unos zapatos, la suela de corcho y las cintas de cuero se veían muy bonitas.
—Se les dicen coturnos, ese calzado lo usaban los romanos —me comenta, enseñándome a amarrar las cinta de cuero en mi pierna.
—Dame fuerza, Benedict, fuerzas para ganar —le digo seria, dándole palmadas a su hombro para que él riera.
Me bajó de la mesa y yo caminé de un lado a otro, incluso corrí de una esquina a la contraria, para probarlos.
—Ya, ya, velocista, ven que te tengo que tomar medidas —me manda.
Guardó los zapatos que me dio mi profesor en una caja de madera y pasamos el tiempo platicando y tomando medidas de mi cuerpo.
—Tu físico ha mejorado mucho, Mavra —espeta contento.
—El tuyo también, solecito —le digo dándole palmadas a sus brazos musculosos—. Mira nada más.
Nos reímos casi todo el tiempo, bromeábamos y a veces, en momentos sentimentales, nos abrazábamos con miedo a alejarnos de nuevo.
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