Capítulo. III

Siglo XVII, 1697, noche del 24 de junio
11 horas antes del atentado.

—Lleven a mi querida Ansel a su hogar, tiene que llegar sana. Si alguien se atreve a tocarla antes de que aparezca frente a mis puertas mañana por la mañana lo mandaré a la horca. Llamen al doctor Salvatore y llévenlo a su residencia, díganle que cure sus heridas, es una orden. Para los soldados caídos que los atiendan en el hospital de Maragda, no merecen un servicio tan privilegiado como el del palacio —ordena el creador de la nación.

Apenas y lograba entender alguna palabra, el cansancio me estaba ganando.

—¡Sí, rey Athan! —gritaron todos los caballeros con afán.

Después de eso un carruaje para la realeza y tres vagones, cada uno con sus dos respectivos caballos, surgieron de entre las tinieblas. Lo único bueno que rescato de este reino son sus tácticas de guerra, el rey no es un hombre de enfrentamientos físicos ya que él en realidad es el cerebro detrás de todos esos planes y estrategias, debo admitir que es realmente bueno.

Un método que manejan desde hace años es el entrenamiento de caballos donde les enseñan a mantenerse en silencio, a dar señales, a aumentar sus radios de destreza y, para sumar puntos al lado positivo, son gentiles con estos animales. Lo único malo es que son usados como cebo o escudos para los caballeros, algo cobarde de sus partes; esto lo sé gracias al profesor, aunque es extraño que él sepa específicamente todas estas cosas.

—Ven conmigo plebeya —espeta el supuesto comandante del pelotón.

—Coronel, cuide sus modales —amenaza el rey.

—Sí, su majestad. Lo siento, niña —dice con indiferencia.

Me tomó del brazo, su agarre fue firme pero gentil. Los caballeros empezaron a trepar los vagones mientras que unos cuantos ayudaban al rey con su carruaje.

Su capa larga y azulada, con un pelaje grisáceo extravagante decorando su nuca, se escondía de mi vista a medida que subía a aquel carruaje. El rey me subestimó, independientemente de qué pistas tuvieran sobre mí, él no debió de venir sin protección alguna sobre su cuerpo a sabiendas de que la posibilidad de que yo fuera alguien mucho más peligroso no era nula.

Los cajones no eran muy pequeños, pero aun así estábamos apretados, estos son de madera un tanto vieja, con adornos de hierro y un poco de plata, además de que solo tienen dos ruedas que parecen escudos romanos.

Tuve la suerte de tener un libro griego en mis manos una vez, leí y leí todas sus hojas hasta el cansancio. Desde su cultura hasta como los invadió roma, de todas las cosas que descubrí la que más me agradó fue su mitología y con eso me pude dar cuenta de que Ares es el dios de la guerra. Ansel, mi nombre, es un sinónimo para el dios, pero principalmente se le conoce como Marte para los invasores.

Tengo la fortuna de que mi profesor es un sabelotodo, no tenía idea de que viajó por todo el mundo. Hay muchos dioses que desconozco, pero como mínimo espero tener algún día otra oportunidad de meter mis narices en libros ricos en información.

Tengo miedo por la condena, le tengo temor a lo que le puedan hacer a la familia de Benedict y todo es por mi culpa.

Ya no quería pensar en nada, solo quería que la sangre fluyera hasta terminarse, hasta que la última gota abandone mi cuerpo.

El clásico grito para hacer andar a los caballos resonó en mi cabeza, había muchas irregularidades en el camino por lo que el vagón no paraba de temblar, así como mi cuerpo por el frío. Me hice un ovillo para mantener el calor, esta noche está ms helada que nunca, pero me sorprende que no haya una sola gota hoy por parte de las nubes. Al parecer ni el cielo mismo piensa llorar por mí; el dolor me estaba carcomiendo lentamente y lo único que quería hacer era desaparecer.

—Toma mi mano, estás sudando gotas muy frías —me dice un caballero.

Es el dueño de un arco; se quitó un guante de plata que cubría solo el dorso de su mano y sus nudillos. Tocó mi frente y la preocupación conquistó sus expresiones faciales.

—Tiene que ver a un doctor ahora mismo, sargento —le dice al líder de este grupo.

—Niña, ¿cuánto puedes aguantar? —me pregunta.

—No estoy segura, señor. Creo que un rato más. —El carruaje rechinaba y la turbulencia no paraba.

—Bien, no nos queda mucho para llegar al cuartel. Una vez ahí, cabos, lleven a esta niña a su domicilio, yo iré por el doctor. Le daré un informe de esto al coronel después, primero necesito que se muevan. En menos de diez minutos tenemos que estar curando sus heridas, no podemos dejar que muera —le ordenó a su grupo.

Fue un largo camino de regreso, se me hizo eterno. La mano del arquero no abandonó mi rostro un segundo y justo cuando el vagón comenzó a frenar tomó mi mano para no tambalearme. En el momento que se detuvo todos los soldados se pusieron de pie, el arquero puso su mano en mi hombro en señal de espera y cuando ya casi no quedaba nadie bajamos. Él bajó primero y me ayudó después, la vista se me nublaba por cada respiro que daba por lo que no pude ver con detalle aquel cuartel.

No tengo idea de dónde estoy y en cualquier momento sabía que podía caer para ya no volver a despertar. Escuchaba a personas hablar pero no entendía sus palabras, un pitido molesto invadió mis oídos.

El arquero me tomó de la mano, me guio hasta un caballo y él subió. Mi vista nublada me impedía ver correctamente, toqué al animal para buscar un punto de apoyo y así poder subir, pero no había nada. Pude ver la silueta del arquero bajando, se acercó a mí y me comenzó a decir cosas que no entiendo; inclinó su espalda para quedar a mi altura y así mirar mi rostro, pude ver su expresión de terror y fue ahí donde me invadió la preocupación.

El soldado me cargó y me subió al caballo, él se sentó detrás de mí. Podía sentir la brisa en mi rostro, el caballo galopando debajo de mí y lágrimas creando pequeños ríos en mi cara. Quería gritar, quería tirar mi vida entera a un vacío donde nadie pudiera encontrarla nunca más. Mis fuerzas se acababan, ya no podía mantener mi postura.

—Recuéstate sobre mi armadura, no gastes energía —me sugiere al oído.

Fue la primera frase clara que pude escuchar sobre ese inmenso pitido que no me dejaba en paz. Le hice caso y recargué mi espalda sobre ese pedazo de plata pura, moldeada a su medida con la finalidad de proteger su cuerpo. Era incómodo, pero no podía pedir algo mejor de apoyo.

Cerré mis ojos un momento y para cuando los decidí abrir estaba frente a la casa de mis padres. El miedo y el nerviosismo me estaba matando, ya no era dolor lo que sentía sino terror. Un carruaje y varios soldados rodeaban el terreno.

«¿El rey estaba aquí? No, no puede ser», pensé.

Ese mismo sentimiento de antes recorrió mi cuerpo, dándome todas las fuerzas del mundo para bajar yo sola del corcel, caminé hasta la puerta y no quería abrirla. Un caballero parado junto a esta hizo lo que mi temor me impedía, miré hacia adentro y no me gusta para nada esta escena.

La pequeña mesa al nivel del piso, donde hacíamos todo, está llena de lágrimas por Aleyda y Benedict, y ellos, estaban sentados en el suelo, abrazándose. No teníamos sillas por lo que usaron telas para crear una capa cómoda en donde apoyarse, eso lo único que me deja en claro es que llevan un buen tiempo así. Eliezer se encontraba de pie al lado de Aleyda junto con un caballero del lado contrario, estaban hablando y están tan concentrados que no notaron mi presencia.

Benedict fue el primero que me vio, su piel se puso pálida y su llanto cesó. Corrió en mi dirección y justo cuando se iba a abalanzar en mí se detuvo, miró mi cuerpo de pies a cabeza y sus ojos claros se llenaron de esas gotas saladas en representación de la tristeza e impotencia que sentía. Sus pómulos y nariz estaban rosados, pero su nariz tapada por la hinchazón le impedía hablar.

—Que entre el doctor —ordenó el mismo coronel que acompañó al pelotón hace rato y que ahora estaba hablando con mi padre.

El arquero que me trajo a casa intentó entrar con un rostro preocupado y con hambre de respuestas, mas el coronel no se lo permitió.

—Cabo espere afuera, aún no le doy una orden.

—Sí, señor. —Me miró y con eso se retiró de la puerta.

Fue extraño, ¿por qué preocuparse tanto por mí? En el momento en que el supuesto doctor entró a mi hogar otro golpe de ese mismo sentimiento lastimó mi pecho, en mis oídos sentía mi sangre palpitar a toda prisa y la necesidad de correr me invadía, sabía que esta noche iban a pedir muchas explicaciones y respuestas, pero no pensé que tantas.

—¿Mavra? —pregunta el doctor.

—Profesor —respondí.

Mi padre extrañado miró al hombre con el título de médico, su vista viajó desde mi profesor hasta a mí.

—Mavra una vez que te recuperes espero podamos sentarnos y hablar seriamente de todo esto —dice Eliezer en un tono molesto y entristecido.

—Sí, padre —contesté.

La habitación estaba llena de emociones y sentimientos encontrados; dolor, medicina, sangre y heridas.

A medida que mi profesor me trataba yo iba cerrando los ojos, el cansancio me superaba y quería dormir un rato. Me estaba curando en la cama de Benedict y por una parte también mía, mi profesor parecía un tanto incómodo por la postura que debía tomar en el suelo, pero aun así hacía su trabajo.

—Duerme, te despertaré con algo —me dijo sin mirarme a los ojos.

Y le hice caso, no dormí en el sentido literal de la palabra, solo intentaba fingir para no ver la mirada fulminante de Eliezer. Sentía como pequeños palillos fríos penetraban mi piel, no era un dolor muy grande pero sí molesto.

Cuando un olor picante y fuerte penetró mis fosas nasales abrí los ojos en seguida, levanté mi torso del piso para sentarme y miré a mi profesor.

—¿Qué fue eso? —pregunto anonada.

—Aceite de clavo, tiene muchas finalidades pero su olor es su especialidad. Recuéstate Mavra, descansa un poco. Tu fuerza física y tu sistema de defensa contra enfermedades es impresionante, te aseguro que vas a mejorar muy rápido —comenta.

Me recosté y comencé a hablar.

—Apuesto a que quieren una explicación de este enredo tan grande, ¿no? —remarqué esa última pregunta.

—Así es, hija —dice Eliezer.

—He estado robando desde hace tiempo, con eso ayudaba un poco a mamá. Discretamente agregaba dinero a su caja donde ahorra los vrencos y cuando no había comida suficiente yo escondía en la alacena con tal de aparentar que la habían pasado por alto. Han dado su vida entera por mí y por Benedict, no sé cómo agradecer ese esfuerzo que hacen, yo que no soy su hija de sangre —explico temblorosa.

Aleyda lloraba mares enteros y Eliezer dejó escapar una que otra lágrima.

—Sé que está muy mal pero todo es por sobrevivir —les digo desesperada—. Aquí mi profesor, Dante Salvatore, fue quien me enseñó y me instruyó en la escuela que pagaba robando. Me gusta aprender cosas nuevas y desde que mi profesor les concedió un libro a mis manos fue el momento donde decidí estudiar un poco. Esta vez intenté robar otra carga del rey, pero mi plan falló, por ello estoy aquí y en este estado ­—les confieso.

Lágrimas amenazaban salir pero no quería llorar frente a ellos, no en esta posición porque todo fue mi culpa.

—El rey me pidió ir directamente al castillo para decidir mi sentencia, tengo miedo porque la regla suprema dice que lo que yo reciba caerá sobre ustedes también. Tengo miedo y no merezco su perdón, entiendo si me quieren quitar el puesto que nunca me perteneció en su familia. —Mientras hablaba tartamudeando, intentando ser fuerte y responsable por mis actos, las lágrimas salían y salían, no tenían pensado parar.

—Mavra, ¿cuándo te diste cuenta de que no llevabas mi sangre, mi pequeña? —me pregunta Aleyda de forma entrecortada por la falta de aire a causa de las lágrimas.

—Hay un libro rondando por la casa con tu nombre, tiene lo que se hacen llamar retratos. El libro está dedicado a tu amistad desde pequeña, esa persona que me dio a luz, también a simple vista yo no me parezco para nada a ustedes. No indagué demasiado porque eso es personal... pero me alegro de tenerlos a ustedes como mis figuras paternas, lo siento si fui y soy una carga —espeto en una voz temblorosa.

Aleyda le dio un beso en la frente a Benedict, se levantó y caminó en mi dirección. La miré con miedo, con tristeza y con temor a la decepción; se arrodilló al nivel de mi cabeza y plantó un tierno beso en mi frente.

—Ustedes dos son mis hijos y los amo con todo el corazón. Mavra, fue una bendición que te dejaran en mis manos además de que no fue una simple coincidencia. Tu madre te amaba solo que tenía muchos problemas, tantos que tuvo que irse del reino. Quiero que sepas que te quiero y respeto la decisión que tengas acerca de lo que representamos en tu vida Eliezer y yo. No es el momento perfecto ni la forma correcta de decirte todo esto, fue mi error no cuidar ese libro. Lo siento tanto, mi niña —dice en un tono cálido mas su voz entrecortada no la dejaba hablar.

—Entiendo que querías protegerme de mi realidad, pero tarde o temprano me iba a enterar. Yo también los quiero, pero esto no merece su perdón, lo siento tanto. —Un nudo en mi garganta me impedía seguir, parecía que mi profesor me hubiera clavado todas esas agujas en el cuello.

—Eres físicamente idéntica a tu padre y tienes la personalidad de tu madre —lo dijo en un tono tan dulce y nostálgico que las dos lloramos a la par.

—Ven acá hijo —le ordenó Eliezer a Benedict.

Este se levantó y fue con su padre, lo agarró de los hombros y lo guio en mi dirección. Eliezer tomó lugar al lado de Aleyda y Benedict se sentó del lado contrario.

El hombre que considero mi padre tomó mi mano y la acarició con su pulgar. Miró detalladamente nuestras manos en un intento de tragarse sus lágrimas saladas.

—Mi pequeña, cómo te atreves a decir que no eres mi hija —expresa entristecido besando mi mano.

Repasé sus imágenes mil veces con tal de nunca olvidarlos, incluso la de mi profesor, que se mantenía alejado para darnos espacio.

Benedict es idéntico a su progenitor, la única diferencia está en sus ojos. Los ojos de Benedict fueron la mezcla perfecta entre el color del iris café amarillento de Aleyda y el color oscuro de Eliezer. Aleyda se quedó con su cabello marrón y su complexión mediana mientras Eliezer le trasmitió todo su físico a mi hermano. Era una mezcla perfecta, mas yo era la única que no encajaba.

La noche joven fue larga y estuvo llena de lágrimas, dolores y heridas que comenzaban a cicatrizar. Le tengo miedo al mañana, le tengo miedo al futuro de mis pasos, tanto que no quiero pensar en ellos.

Le tengo pavor al castigo.

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Pintura: Ludwig II (1845-86) - Gabriel Schachinger

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