8. Un ángel
Alan se revolvía en su asiento y se asomaba por la ventana trasera sin dejar de putear por el dolor y de decir que creía ver a alguien siguiéndolos; después se revolvía en su asiento otra vez, se apretaba la frente con fuerza, gemía un rato y se volvía a asomar, y así. Justi ya no estaba drogado, ahora solo estaba angustiado, cansado y, sobre todo, arrepentido de esa locura; pero también bastante seguro de que nadie los seguía.
Paró el auto en una calle contigua.
Cuando abrió la puerta trasera para ayudar a Alan a salir, éste reculó bruscamente de su asiento y se agazapó en el extremo opuesto.
—¿Dónde mierda estamos?
Justi resopló.
—En la clínica.
—Cerrá la puta puerta.
Justi intentó meterse adentro del auto y sacarlo de ahí a la fuerza, pero Alan le lanzó un par de patadas y una le dio en la mano derecha y Justi soltó un grito. Pero no se dio por vencido: logró aferrar uno de sus tobillos y tiró de él hacia fuera, pero otra patada fue a parar en su cara y casi le rompe la nariz.
—¡La reconcha tuya! —vociferó Justi, apretándose la dolorida nariz con ambas manos. Cerró de un portazo y volvió a subir al auto— ¡Te jodes vos! ¡Pedazo de pelotudo!
Se restregó toda la cara y después miró hacia atrás, a Alan. El muy idiota. Él mascullaba algo de que lo llevara con Ceferino de una puta vez. Vio la sangre sobresalir por las rendijas entre sus dedos, surcos en su cara y debajo de su mano que rodeaban su ojo izquierdo y llegaban hasta su barbilla, gotas sobre el hombro y cuello de su remera. Su amigo sería tremendo pelotudo, pero él tenía que hacer algo, no podía dejarlo así.
Sería la adrenalina que todavía lo embriagaba, o tal vez estaba perdiendo el juicio o atravesando un instante de lucidez, no estaba seguro: decidió que lo cosería él mismo. Solo necesitaría un poco de ayuda de Ceferino. Quien tuviera mejor pulso iba a tener que hacer el trabajo sucio. Parecía una locura, pero también parecía que no había muchas más opciones, fuera de dejarlo olvidado a su suerte a sufrir, infectarse y morir. No podía ser tan difícil..., ¿no? Si se quedaba quieto, claro.
Iba a necesitar algunas cosas... A esa hora las farmacias estaban cerradas, y no tenía tiempo de buscar alguna de veinticuatro horas. Además, no tenía plata, solo podía contar con la que Alan había sacado de la billetera del viejo de la construcción, pero la pareció que era poca. Y estaba a pocos metros de una clínica que contaba con todo lo que necesitaba, y más.
Se armó del poco valor que le quedaba para entrar e intentarlo. Si no encontraba la habitación de suministros o el asunto parecía complicarse demasiado..., bueno, ya se le ocurriría otra cosa.
—Ya vuelvo —dijo mientras salía.
Alan seguía quejándose y haciendo preguntas apagadas desde el interior del auto, pero Justi lo ignoró y continuó su camino.
Fue hasta la sala de espera, que era lo primero que había al cruzar el umbral, y se sentó ahí para espiar los alrededores. Era una sala bastante amplia, a un lado de un pasillo que se conectaba con otros pasillos, por donde pasaban doctores con semblantes preocupados y enfermeras con planillas bajo sus brazos. El lugar era bastante más grande de lo que recordaba. Ya no era una salita de atención primaria como recordaba, era un pequeño hospital.
Se sentó y esperó un minuto, para no llamar la atención. Ahí había un vago durmiendo a lo largo de tres sillas, y cuatro o cinco personas más esperando. Bastantes, siendo tan entrada la madrugada. Las desgracias no suelen elegir un horario cómodo. La mayoría de los presentes mostraban claros signos de por qué estaban ahí: había un tipo con gesto de dolor que se aferraba la panza con ambos brazos, una señora con un chiquito que gimoteaba y otra persona, atrás de todo, que tenía una pierna con una venda que ya no podía retener tanta sangre. Otro de los presentes también estaba vendado, éste alrededor de la frente, justo como su amigo hubiera necesitado. La urgencia lo oprimió.
Había prestado especial atención a las enfermeras, para ver en qué salas entraban más seguido, o de dónde salían con suministros en mano, pero se tardaban bastante en pasar y, mierda, él no tenía todo el día. Así que se paró y se puso a caminar por los pasillos. Pero no veía nada útil, y no podía ponerse a entrar a cualquier habitación. Vio salir unos doctores apurados, riendo entre dientes, después a una señora meterse en una habitación que tenía buena pinta al no estar numerada, pero cuando miró más de cerca a través de la rendija entreabierta, notó que solo era la habitación para artículos de limpieza.
Estaba perdiendo la paciencia, pero entonces vio a una enfermera salir de una puerta con un carrito lleno de cajas de guantes y de vendas, y después perderse en el extremo del pasillo.
Se metió ahí sin pensarlo mucho: ¡bingo!, era la sala que buscaba.
Recorrió el lugar con la mirada: era pequeño, tenía gabinetes, estanterías que cubrían las cuatro paredes y otras más en el centro de la habitación.
Se desesperó un poco cuando notó que todo estaba en cajas o contenedores, y con minúsculas etiquetas de las cuales no tenía idea lo que significaban ni la mitad de las palabras. Mierda, estaba empezando a creer que esta había sido una terrible idea.
No tenía mucho tiempo, otra persona no tardaría en entrar. Comenzó a revisar todo con apremio, revolviendo, rebuscando, abriendo cajas, cajones y paquetes con los nervios a flor de piel.
Encontró alcohol, agua oxigenada y vendas, los tomó y amontonó en sus bolsillos, pero también necesitaba aguja e hilo y, sobre todo, algo para el dolor. No quería ver a su amigo sufriendo una sobredosis solo para soportar el dolor del tajo. Ya habían tenido suficientes emociones por una noche.
Encontró dónde debían estar los medicamentos más fuertes y más deseados por fervientes yonkis: uno de los gabinetes estaba bajo llave. Mierda. Intentó forzarlo sin mucho éxito; no podía esmerarse demasiado sin llamar la atención.
De pronto oyó voces muy cerca de la puerta y un escalofrío le erizó la piel. Contuvo la respiración y apretó todos sus músculos inconscientemente, deseando con todas sus fuerzas que siguieran de largo... Y lo hicieron, gracias al cielo. Soltó una entrecortada exhalación y aflojó el cuerpo. Entonces lo invadió una apremiante necesidad de salir corriendo, ahora que aún podía. No tenía todo lo que necesitaba, pero ya no le importaba, había sido una mala idea, solo quería salir de ahí, así que se encaminó a la puerta.
Restregó sus sudadas manos por las piernas de su pantalón una última vez antes de salir, sintiendo un leve escozor en su herida, y, mientras se acercaba a la puerta y estiraba la mano para apoyarla en la manija, vio, inmovilizado, cómo ésta empezaba a bajarse antes de que él siquiera la hubiese tocado: alguien estaba entrando.
Su ya acelerado corazón pegó un brinco y después se aplastó adentro de su pecho.
No tenía tiempo para esconderse. No tenía posibilidad de correr, no con esa persona en medio de la entrada. Lo que sí tenía era alguien delante.
Ella abrió la puerta por completo sin prestar atención; sus ojos sonreían mientras las últimas palabras de su conversación con alguien más se diluían en su boca. Hasta que lo vio a él: un tipo sucio, sudado y maltrecho, que se estremecía y le clavaba sus ojos turbados. Ella caminó un paso hacia atrás, inspirando aire, pero entonces el tipo la aferró de un brazo y, en un movimiento veloz, tiró de ella hacia sí y la aplastó contra la pared junto a la entrada, tapando su boca con la otra mano, mientras cerraba la puerta con un pie. Sentía cómo la mano del tipo temblaba, escuchaba su respiración jadeante y entrecortada y podía oler su penetrante olor a sudor. Le alegró tener el barbijo puesto y no tener que sentir el desagradable tacto de su piel sucia y sudada sobre sus labios.
Otro falopero. Dios, los detestaba. Ya habían encontrado varias veces la sala revuelta y con faltantes por culpa de estos rastreros de mierda, pero ella nunca se había encontrado personalmente con uno. Solo rogaba que se fuera rápido..., y que no quisiera nada más.
Él seguía mirando la puerta con el semblante tenso y, tras unos segundos, dirigió su mirada a la recién llegada.
—Shhhh, no te asustes, no te voy a hacer nada —dijo Justi, después inhaló profundamente y exhaló un trémulo suspiro—. Te voy a soltar..., pero tenés que prometerme que no vas a gritar... ¿Está bien?
Ella recorría todo su rostro con la vista e intercalaba su enfoque entre un ojo y el otro frenéticamente. Asintió con la cabeza.
Él aflojó la mano sobre su boca paulatinamente.
—No guardamos nada adictivo acá, todo lo que te interesa está vigilado y bajo llave.
—No quiero droga. O tal vez sí, pero no es lo que pensás... Solo necesito que me ayudes.
Ella tardó en responder, mientras escrutaba toda su persona sin pudor, y después aterrizaba su mirada otra vez en sus ojos.
Esos ojos magníficos.
—No me reconocés, ¿no?
Las entrañas de Justi se estrujaron. Mierda, no podía tener tan jodida la suerte como para haber sido reconocido justo en ese momento.
Ella se sacó el gorro, dejando ver su cabello castaño y ondulado recogido en una colita, y después se sacó también el barbijo.
Él dio unos pasos atrás mientras una sonrisa comenzaba a dibujarse en su rostro. Ella también esbozó una, pero todavía estaba atemorizada: no lo conocía realmente, después de todo.
—Sos vos —dijo él.
La chica del bar. Estaba usando un uniforme celeste claro con un gafete con su nombre. Se lo había preguntado por días después de ese encuentro.
—Emilia... Ahora ya lo sé.
De pronto una ola de vergüenza lo azotó, y se sintió tonto, enojado y sucio, por estar ahí, haciendo lo que estaba haciendo, después de haber hecho todo eso que había hecho. Le tembló el labio y miró al piso cuando la angustia subió dolorosamente hasta su garganta.
—Te necesito.
Ella le clavó una mirada penetrante, intentando descifrarlo.
—Tengo que ayudar a un amigo...
—¿A conseguirle drogas?
—No..., no exactamente. Está lastimado, bastante, no pude ver bien qué tanto, pero estoy casi seguro de que necesita puntos. No deja de sangrar, y le duele mucho. En la frente.
—¿Qué le pasó?
Justi empezó a gesticular con la boca, pero no podía articular palabras.
—Yo..., él... —bajó la vista, incapaz de sostener su mirada—, entró a mi casa. Pensé que era un ladrón y le pegué con un cajón metálico.
Comenzó a restregar su frente con nerviosismo antes de mirarla de nuevo.
—¿Lo trajiste? ¿Está acá?
Justi sacudió cabeza.
—Lo intenté, pero no pude. No quiere entrar. Casi me rompe la nariz.
—Upa... ¿Tiene una fobia a los hospitales o algo así?
—Algo así.
—¿Y me vas a decir por qué estás acá adentro, robando? —preguntó Emilia, alzando las manos y meneando la cabeza con impaciencia—. ¿Qué buscás? ¿Algo fuerte para el dolor? Mirá, mientras no se le cure la herida, puede estar atragantándose con pastillas por días, que el dolor siempre va a volver. Y con una herida abierta le pueden pasar cosas mucho peores que el simple dolor por el corte. Necesita recibir el tratamiento adecuado.
—Ya sé, ya sé... tiene que cerrar la herida... Por eso mismo es que estoy acá —dijo Justi, enfatizando sus palabras con la intensidad de su mirada.
Ella entornó los ojos y abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla. Él le devolvió una mirada turbada que la preocupó. Su respiración agitada y la forma en la que sus manos temblaban..., algo no estaba bien con ese pibe..., nada bien. Ella no era ninguna experta —no aún—, pero su angustia y estrés eran evidentes.
—¿Qué querés hacer? —preguntó, mientras un mal presentimiento escalaba sus tobillos.
—Lo voy a coser. Yo mismo —respondió él, tras inflar el pecho y soltar un largo suspiro.
Emilia arrugó la frente en un gesto de incomprensión, con la certeza de que ese tipo estaba mal de la cabeza. Después miró de soslayo inconscientemente al cajón que tenía los elementos de sutura.
—No podés. Tu amigo necesita anestesia, ¿o pensás torturarlo? Y no solo necesitás el instrumental, también necesitás saber cómo usarlo.
Justi dirigió su mirada a donde ella había mirado.
—Por acá, ¿no?
—Estás loco. No voy a dejarte hacer eso. ¡Tenés que ingresarlo a la clínica!
Él fue hacia allá, pero ella se apuró e interpuso en su camino, colocándose delante del gabinete que contenía lo que él buscaba. Él se hizo a un lado y tuvo que empujarla un poco con su cuerpo para tener más lugar, mientras rebuscaba, y forcejearon un poco hasta que él aferró sus manos para que no ya pudiera interrumpirlo.
—Por favor... —suplicó.
De pronto la puerta se abrió.
Un hombre entró y se detuvo abruptamente al ver a Justi.
—¿Quién es este tipo? —Miró a Emilia de soslayo y después de vuelta a Justi—. ¿Llamo a seguridad?
Ellos tocaron los ojos del otro con los propios, intercambiando una intensa mirada. Justi le dirigió su mejor cara de perro mojado, con sus grandes y preocupados ojos. Ella apretó las muelas.
—No..., no llames a seguridad.
—¿Qué está haciendo acá? —lo señaló.
Ella lo miró de vuelta. Aún estaban muy cerca y él todavía la sujetaba de las manos: se había quedado inmóvil.
Iba a ser difícil de explicar. A menos que...
—Íbamos a manosearnos un poco. ¿Podés salir y cubrirme por un minuto?
Las mejillas de su compañero se tiñeron de rojo y su tensión desapareció inmediatamente. Miró hacia el piso, avergonzado, pero sonriendo.
—Uy, perdón la interrupción. Che, pero no tardes ¿sí? Te necesitamos ahí afuera... No sabía que habías roto con Bastian.
Ella no respondió, pero bajó un poco la cabeza mientras le dirigía una mirada severa y penetrante.
—Ahh, creo que ya capté. Ni una palabra.
Le guiñó un ojo y se fue.
Ella aferró a Justi de la remera y le clavó una mirada ardiente.
—Me debés una.
—Te debo mil. Es más: a partir de ahora, soy tuyo. Podés hacer conmigo lo que quieras —dijo Justi con una sonrisa y ojos brillantes.
Ella le dio un empujón hacia atrás, y se dio la vuelta. Abrió un cajón y rebuscó adentro de una caja.
—Necesitás pinzas y la aguja e hilo correctos dependiendo de cómo sea la herida, y qué tan profunda. No es tan fácil. No es un pedazo de tela, ¿sabés? Lo que querés hacer es una locura y una idiotez. Pero tengo cosas que hacer, y... —Lo miró de vuelta y resopló, meneando la cabeza—. Puta madre... No sé por qué estoy haciendo esto... Tomá. Rajá de acá.
Estiró hacia él un pequeño cartón con un hilo enrollado alrededor y una aguja ligeramente curvada al final, adentro de un plástico. Él lo guardó en el bolsillo.
—Y..., algo para... —vaciló.
Ella se giró con brusquedad, sin dejarlo terminar, y sacó algo de otro cajón y se lo ofreció con un movimiento rápido que denotaba su enfado y la poca paciencia que le quedaba: una tira de Ibuprofeno.
—Esto no va a ser suficiente —dijo él, sacudiendo la cabeza.
—No te voy a dar absolutamente nada más que esto.
—Es... Es un adicto. Y sé que va a querer tomar más apenas pueda.
—¿Querés darle drogas a tu amigo drogadicto para que no se drogue?
—Solo, no sé, tengo miedo de que se pase, o de que quiera hacer alguna mezcla que no pueda soportar. Estoy seguro de que se las va a ingeniar para conseguir, por muy hecho mierda que esté.
—Si estás tan seguro, lo mejor que podés hacer es no sumarle ninguna cosa más. Ahora andate, por favor.
Justi se restregó la frente y después asintió, titubeante. Comenzó a ir hasta la salida, pero se detuvo a medio camino y volteó.
—Gracias... Sos un ángel.
La contempló por unos segundos antes de continuar su camino.
—¿Y vos sos...? —Oyó su voz mientras cruzaba el umbral.
—Justi.
Le dedicó una última sonrisa antes de salir.
El auto seguía ahí. Alan seguía adentro. Dos motivos que lo hicieron soltar un suspiro de alivio.
Alan se sobresaltó cuando entró, y se agazapó con violencia en un rincón mientras jadeaba entrecortadamente.
Lo empezó a fustigar con preguntas y con su paranoia mientras él le ponía una venda bien apretada alrededor de la cabeza, y continuó con lo mismo durante el camino que quedaba hasta la plaza Providencia. Justi no le contó lo sucedido adentro de la clínica, ni lo que planeaba que pasara.
El amanecer estaba cerca. Todavía estaba oscuro, pero se palpaba en el aire y lo anunciaban los pájaros.
Había decidido esconder el auto en un terreno baldío cercano en el que ya había un par más, aunque carcomidos por el tiempo y ocultos por largos pastizales, y rogó que nadie notara que ahora tenían un nuevo compañero. Sintió un gran alivio al bajarse, seguro de que no volvería a subirse. Alan le advirtió que habría que sacarlo rápido de ahí o desaparecería.
El resto del camino lo hicieron a pie.
Los primeros vestigios de un nuevo día comenzaron a asomarse a los pocos minutos. Justi no pudo apreciarlo esta vez, mientras acarreaba a su amigo hasta el lugar de Ceferino, ocupando sus pensamientos en que la luz del día traía consigo más ojos.
Al llegar, Alan se arrojó al carro de supermercado repleto de bártulos, y se puso a rebuscar entre todas las cosas con desesperación.
Justi despertó a sacudidas a Ceferino, rogando mentalmente que no tuviera las mismas costumbres que su amigo al ser despertado de improvisto. Ceferino abrió los ojos y miró sobresaltado a ese tipo con una venda que rebuscaba entre sus cosas, se relajó cuando reconoció que solo era Alan y se volvió a sobresaltar cuando cayó en cuenta de que estaba vendado, y aun más cuando notó que sus manos ensangrentadas estaban ensuciando sus cosas y que las revolvía con tanto ímpetu que podría romperlas.
—Pará, ¡pará! ¿¡Qué hacés!? —le gritó Ceferino, mientras se levantaba con apremio e intentaba detenerlo tirando de su ropa hacia atrás, pero Alan le dio un fuerte empujón que lo hizo caer sentado sobre los duros baldosones de la vereda.
—¡Eh! Dios, gil del mierda... ¿Estás bien? —preguntó Justi, mientras ayudaba a Ceferino a ponerse de pie.
Alan sacó una desgastada mochila, se la llevó a su rincón favorito en esa entrada abandonada y escarbó los bolsillos hasta encontrar un tarro vacío de Rivotril que lanzó lejos con rabia. Su frenesí solo se calmó cuando el tan anhelado polvo entró por sus fosas nasales, entumeciendo su tracto respiratorio en un principio, y todos sus malestares después, junto con toda la mierda que se acumulaba en su pecho.
—Necesito tu ayuda —le dijo Justi a Ceferino, mientras éste meneaba la cabeza con resignación tratando de acomodar sus cosas—. Sos artista, ¿no? ¿Todavía tenés buen pulso?
El semblante de Ceferino reflejó su confusión, sorpresa y enfado mientras le resumía lo ocurrido.
Alan apenas despegaba en ese potente viaje que lo llevaría a volar por un rato a una realidad más feliz y llena de amor por las cosas buenas de la vida y por quienes lo rodeaban.
De pronto aparecieron ambos frente a él, tapando casi todo el espacio de la entrada, dejándolo encerrado en esa escasa área de poco más de un metro. Alan levantó la vista un tanto extrañado, aunque importándole muy poco qué se tramaban. Entonces Justi y Ceferino se miraron de soslayo y después se abalanzaron sobre él y, entre forcejeos y zamarreos, lograron inmovilizarlo. Justi sostuvo su cabeza tapándole la boca con una mano, mientras que con el otro brazo rodeaba su pecho y brazos, e incluso lo aferraba con las piernas para que no pudiera escapar. Ceferino se acomodó a un lado de Alan, le sacó la venda y le roció la herida con alcohol, lo que le provocó un chillido ahogado. Después sacó la aguja y solo verla hizo que Alan comenzara a estremecerse y agitarse de nuevo.
Justi era mucho más fuerte que él, pero, cuando la aguja atravesó su carne, una fuerza oculta pareció surgir desde las profundidades de su ser, y casi logra soltarse. Casi.
Sus gritos ahogados atrajeron la atención de unos pocos transeúntes que comenzaban su día con la salida del sol, pero su actividad quedaba oculta por sus propios cuerpos, y, al ver que se trataba del mismo grupo de linyeras de siempre, seguían su camino aún más rápido, sin querer meterse y sintiendo repulsión y miedo.
Justi, al principio, casi había deseado ver a su amigo sufrir todo el dolor que conllevaba no haberse dignado a entrar a la clínica a recibir el tratamiento adecuado... Sí, había llegado a estar verdaderamente enfurecido con el muy idiota, pero cuando llevaron el hecho a cabo, sentir sus estremecimientos contenidos contra su propio cuerpo, y sus gritos sofocados por su tensa pero temblorosa mano..., y luego verlo retorcerse de dolor en un delirio febril que el Ibuprofeno solo había calmado en cierta medida... No..., eso no le dio ningún tipo de satisfacción.
Estaba enojado con él por varias razones, pero gran parte de ellas habían quedado ocultas bajo una gruesa capa de la culpa que se había comenzado a auto inculcar tras ver a su amigo en ese estado. Él le había dado la idea de los tipos de la construcción, después de todo. Él había accedido a ir. Si se hubiese mantenido más firme..., mierda, si se hubiese mantenido más firme nada de esto hubiera pasado. Y lo que más lo carcomía: él había tomado la decisión de torturarlo clavándole agujas sin anestesia, justamente a un tipo que les tenía fobia.
Ninguno había logrado cerrar los ojos por siquiera un minuto, solo contemplaban su desoladora realidad mientras los minutos transcurrían como si fuesen horas y las horas como si fuesen días.
La fiebre de Alan había bajado unas horas después, pero también había bajado sobre él un pesado manto de oscuridad, depresión y cansancio, y estaba más callado e ido de lo que nunca antes lo había visto.
Justi lo contemplaba en silencio, con los ojos enrojecidos y lágrimas atrapadas en sus pestañas inferiores.
—Mientras más alto subas, más fuerte vas a caer —dijo Ceferino, a su lado—. Por eso está así. —Señaló a Alan brevemente—. Seguro la tomó toda junta y se le acabó.
Justi guardó silencio, mientras Ceferino soltaba un largo suspiro y lo escrutaba con sus atentos ojos de mirada límpida y pura, en contraste con todo el resto de su persona.
—Si de verdad lo apreciás y querés ayudarlo..., no salgas a robar con él. No te metas falopa con él. No lo escuches. —Esas palabras agarraron a Justi por sorpresa. Lo miró, sobrecogido—. Él es un buen pibe, y la falopa lo... envenena. Él la consume, y ella lo consume a él. Sí, suena a boludez, pero es así. Es su princesa de vestido blanco, y toda su vida gira alrededor de ella. Todo lo que hace, lo hace por ella.
Entonces se alejó y buscó algo entre sus bártulos, con cuidado. Sacó con delicadeza una bolsa y la abrió. Adentro había otra bolsa y de ella sacó una carpeta azul. Se acercó a mostrársela.
Justi la tomó y abrió, y una tierna pintura de una flor apareció frente a sus ojos: claramente obra de unas pequeñas manitos. Detrás había más.
—Los hizo mi hija. A ella también le gustaba pintar, como a mí. Algunos los hacíamos juntos. Estos los hizo un par de años antes de morirse. Desde que falleció, yo me perdí... Ya nada tenía sentido y caí..., y no estuve ahí para mi esposa cuando más me necesitó... Perdí todo lo que me quedaba. La droga te mata. Solo que más lentamente que un gatillo. —Lo miró con una tristeza cuyo alcance apenas podía imaginar—. Ayudalo.
Justi pasó con suavidad un dedo por el relieve de los pétalos sobre el papel, con el corazón estrujado.
El relato nubló su vista aun más y provocó que una lágrima finalmente cayera y se deslizara por su mejilla. Pensó en sus palabras, que retumbaban en su cabeza como un eco interminable. Sabía que Ceferino tenía razón. Y deseó tener la entereza suficiente para ayudar a su amigo. Pero la verdad es que lo entendía. ¿Cómo no desear un poco más?
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